Capítulo 31

1136 Words
No es que yo sea celoso o que Doris sea la señorita más bella del universo, sino que me enfurecía saber que sus labios tan dulces de ella habían sido besados por un tal por cual. Y me mortificaba que yo también había besado la misma boca. Me daba repulsión y me hacía hervir la sangre, incluso mi hígado a punto de estallar como un volcán. La bilis me revoloteaba por todo mi cuerpo y tenía ganas de explotar igual a un gran petardo de dinamita. Y es que yo me consideraba dueño absoluto de ella, de Doris, la sentía como mi propiedad privada, y me reventaba saber que alguien más se había atrevido a profanar lo que era mío. Me sentía tan furioso, que sentía y escuchaba rayos y truenos reventando dentro de mi cabeza, la sangre continuaba chapoteando febril e iracunda en los tubos de de mis venas, tenía el corazón acelerado y no hacía más que maldecir a todo el mundo, pateando muebles y sillas, incluso dando puñetazos en la pared, sabiendo y pensando que Doris había sido besada por un sujeto, fastidiado de que esos labios que yo disfruté tanto y me llevaron hasta el delirio, habían sido, también compartidos por otro sujeto. Sentí asco, además, al pensar que la boca de Doris la había besado otro fulano. Eso me llenaba el estómago de gusanos. Estaba de permanente malhumor, discutía con todo el mundo, no disfrutaba de mis comidas y rompí el diario de la mañana, haciéndolo un millón de pedazos, queriendo hacer lo mismo con ese sujeto que había osado besar a Doris. Sin poder contener más mi ira, fui a buscarla a ella al teatro. El vigilante me dijo que Doris estaba ensayando para la función de la noche, aunque ya estaba por terminar y me sugirió que la aguardara. -Saldrá en unos veinte minutos más-, me aclaró. Compré un delicioso emoliente y un pan con huevo frito en la esquina y me lo devoré en un santiamén, porque vi que ya salían los otros artistas de la función riéndose, empujándose entre ellos y haciéndose bromas. Pagué y corrí de prisa a la puerta del local. Me metí entre los artistas buscando a Doris y por fin la vi aparecer con un coqueto sombrero pequeño, su vestido largo, bien entallado, un chal n***o, guantes blancos y zapatos abiertos. Se había hecho un moño con sus pelos. Estaba preciosa. -Hola Miguel, sonrió largo ella, tiempo sin verte, je- Yo la iba a encarar disgustado, pero su sonrisita tan deliciosa, tan blanquita como la espuma de las olas, me desarmó por completo. Quedé estupefacto mirándola tan hermosa, mágica, deífica en todo el sentido de la palabra. Doris estrujó su boquita y con su dedito empezó a señalar su pómulo derecho, emitiendo un murmullo muy coqueto y también delicioso, -mmm, mmm, mmmm-, que recién identifiqué al volver en sí después de haber estado embobado de tanta belleza. Le besé su divina mejilla. -¿Vienes en la noche?-, me preguntó poniendo en ms brazos una sombrilla, un vestido bien dobladito y unos zapatos blancos también abiertos. -Hay fútbol en la noche, tengo que quedarme en el estadio-, lamenté hecho un idiota, rendido a su encanto. Nos fuimos caminando hacia la avenida Tacna. -Es la última función, se apenó ella, lo sentí en su voz, habrán muchas sorpresas- -Pucha, qué piña-, dije malhumorado. -¿Cuál piña?-, arrugó ella su naricita. -No, je je je, lo que digo es qué mala suerte-, reí. Ya estaba desarmado. Antes estaba hecho en un orangután para reclamarle lo del beso con el futbolista y ahora era un pelele de la sonrisa y la dulce miradita de Doris. -Entonces ¿ a qué has venido?-, se puso ella delante mío, mordiendo su labio y poniendo sus manitos en mis brazos ocupados con su vestuario que cargaba en una bolsa plástica. El sombrerito la hacía aparecer encantadora, dulce y tierna, pletórica de maravillas. Quería comérmela a besos. -A verte-, dije embobado como estaba. Ella brincó y se recostó a uno de mis hombros. -Ay que tierno, eres muy dulce, Miguel -, me dijo haciendo estallar el fuego en mis entrañas igual si fuera un lanzallamas. Tomamos un colectivo y fuimos a su otro domicilio, en Miraflores, una casa antigua, muy bonita, con jardines y artísticos ventanales, con cúpulas como en los primeros años republicanos. -La casa era de mi abuelo y al morir me la dejó, me contó, vengo poco, pero aquí me relajo, me olvidó de la presión- Su teléfono también era antiguo pero artístico, con un gracioso discado. Habían cuadros grandes y preciosos colgados en toda la pared. El piso era de madera y el techo estaba hecho con vigas. -Muy bonita la casa-, me recosté en uno de los amplios y cómodos sillones. -Esos sillones vienen de la época de Leguía. Imagínate, casi treinta años, ya es hora que me modernice-, dijo ella dejando su sombrerito, sus guantes y sacándose sus zapatos con taco. Admiré sus curvas bien talladas en su falda estrella, como sinuosas carreteras y me encantaron sus pantorrillas, súper torneadas, dibujadas debajo de la falda que terminaba en las rodillas. No pude resistirme. Lo intenté, pero más pudo mi impulso. Ella se sacaba su correa cuando la tomé de los hombros, la volví y la besé emocionado, rendido a sus labios rojos, a su miradita pícara y traviesa y su nariz tan divina y mágica. Ella cerró los ojos, juntó sus manos en mi pecho y dejó que yo me embriagara con su boca la que hasta hace poco tenia asco. Una a una, fui descubriendo, entonces, esas curvas maravillosas y bien pinceladas de ella, sus caminos amplios y delictuales, sus empinados cerros y toda su sensual belleza. La desnudé con afán y vehemencia y disfruté como loco, de su grandiosa anatomía, llegando a sus mágicas montañas, sus valles sensuales y me deleité con la tersura de su piel. No pude detenerme hasta llegar hasta los deliciosos abismos de sus intimidades y profané sus divinos tesoros, febril y encantado, a la vez, lamiendo con afán su busto y estrujando emocionado sus amplias y poderosas caderas. Avancé gozoso hasta las fronteras más extremas de ella y conquisté esas cumbres tan mágicas de su cuerpo perfecto y hasta delictuales. La devoré igual a un lobo hambriento, dejando las huellas de mis dientes hasta el último centímetro de su delicioso cuerpo. Mis besos y caricias fueron y vinieron por sus piernas, sus brazos, sus muslos, sus sentaderas, sus pechos y todo me pareció sensual y excitante. Ella gritó y se desesperó cuando la hice mía, conquistando sus límites y luego quedó rendida, tumbada en la almohada, exánime, parpadeando de prisa, obnubilada, entregada a mi pasión. Ya me había olvidado, por completo, del futbolista y de mi malhumor.
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