¡MIRADAS PROFUNDAS!

792 Words
En el resplandor del salón iluminado, Eleonora entró con gracia, capturando la atención de todos. El príncipe, fingiendo encanto, se acercó con cortesía, realizando una venía elegante antes de tomar su brazo con gentileza. Juntos, se pasearon por el salón, saludando a los invitados mientras la elegancia de Eleonora deslumbraba a cada paso. El príncipe, Juan, anhelante de atención, ideo maneras para destacarse: —Eleonora, he notado que mis ojos no se cruzan con los tuyos en esta fiesta. —¿Y eso te inquieta, príncipe Juan? —No quisiera confesar, pero no puedo evitarlo; encuentro una especie de encanto al mirar mi reflejo en los ojos de otras personas. —¿Tu reflejo dices? Eso suena bastante… poético, ¿no crees? —se burló Eleonora. —Quizás, pero en los ojos encuentro mi belleza, es algo que no puedo resistir. —Eleonora supo que lo que su amiga le había dicho era verdad, para hacerlo feliz solo bastaría con regalarle un espejo. Ese hombre vanidoso no era el que ella ansiaba para conformar una familia. El rey Leónidas, con la solemnidad propia de un monarca, condujo a la princesa Eleonora y al príncipe Juan hacia el rey de Silvaria. Con gestos de cortesía, Leónidas pronunció formalmente las presentaciones, destacando la unión que fortalecería los lazos entre ambos reinos. Mientras tanto, Eleonora mantenía la compostura real, pero sus ojos se encontraron con los de un hombre que bebía de una copa de vino. En ese breve intercambio de miradas, un destello de reconocimiento o quizás intriga se reflejó en los ojos de Eleonora, un presagio que dejó una huella sutil en la atmósfera de la corte. Ese hombre era nada más y nada menos que el Conde Sebastián de Thornefield, un hombre poderoso, talentoso y espantosamente atractivo, quien no pudo evitar poner ojos encantadores para seducir a la novia. Mientras la presentación formal transcurría en la corte entre reyes, princesas y príncipes, Eleonora experimentó una sensación inusual al sentir la mirada intensa del Conde de Thornefield. Sus ojos se encontraron en un instante y en ese fugaz encuentro, la princesa captó algo más que cortesía y formalidad. En las profundidades de la mirada de aquel hombre, halló un destello de deseo que la tomó por sorpresa, encendiendo una llama inesperada en su interior. Aunque la etiqueta real dictaba la contención, Eleonora no pudo evitar sentirse profundamente atraída por la misteriosa conexión que se gestaba en ese instante. La velada continuó, pero el eco de esa mirada persistía en su mente, dando espacio a la ilusión de que ese hombre pudiese ser su salvador. Una vez que las puertas de la alcoba real se cerraron tras Eleonora y su dama de honor, la princesa se volvió hacia ella con una expresión de confidencia. —Hay algo que necesito, algo que te pediré por ser mi más leal acompañante —susurró Eleonora, asegurándose de que la privacidad envolviera sus palabras. La dama de honor asintió, atenta a las palabras que estaban por venir. Eleonora continuó, —En la corte de esta noche, he sentido la mirada de un hombre en particular. No puedo explicarlo, pero su presencia ha despertado en mí un hechizo pasional que no puedo ignorar —La dama de honor asimiló la revelación con atención, preparándose para el favor especial que su princesa estaba a punto de solicitar. —Lady Isabella, necesito que hagas algo por mí. Lleva esta carta al conde de Thornefield. —Princesa, ¿estás segura de esto? En vísperas de tu boda con el príncipe Juan, enviar una carta al conde podría ser imprudente. —No puedo explicarlo, pero siento que debo hacerlo. Por favor, lleva esta carta discretamente. —Pero, mi princesa, piensa en las consecuencias. Podrías perder tu título, comprometiendo tu posición. —Comprendo los riesgos, pero hay asuntos que necesitan ser abordados. Mis súbditos confían en mí y también confío en tu discreción. —Lo haré por ti, pero ruego que reflexiones sobre las implicaciones antes de seguir adelante. —Eleonora sonrió e hizo una reverencia a Lady Isabella ordenando que actuara de inmediato. La madre del conde Sebastián de Thornefield, aguda y perspicaz, detectó con desaprobación las miradas lujuriosas de su hijo hacia la prometida del príncipe Juan durante la opulenta fiesta. Con un suspiro resignado, pero firme determinación, se aproximó a Sebastián y con gesto severo, le instó a retirarse de la celebración: —Sebastián, tu comportamiento es inaceptable. No permitiré que manches el honor de nuestra casa con miradas imprudentes. Márchate de la fiesta ahora mismo —declaró con autoridad. Aunque contrariado, Sebastián, bajo la mirada severa de su madre, se vio obligado a abandonar la festividad, dejando atrás el fulgor de la noche y las consecuencias de sus impulsos insensatos.
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