Sé que me llaman Satán.
Lo descubrí hace solo 6 meses cuando escuché, por pura casualidad, una conversación entre Ana y Hugo.
–Tendrás que hacer las pizzas sin mí –dijo ella–. Satán me envió a limpiar el comedor
–¿Justo ahora? –preguntó él con indignación–. Qué culero. Solo espero que Satán no venga. Solo va a chingarme.
El resto de la conversación no lo escuché porque me alejé de ahí casi corriendo. No supe cómo sentirme por el descubrimiento de que me llaman Satán.
Comprendo que me llaman Satán como diminutivo de "Satanás", pero, a estas alturas, no me importa en lo absoluto.
Y mucho menos me importa si la nueva chica se entera de mi sobrenombre y empieza a llamarme así (aunque, en realidad, solo se refieren a mí como Satán cuando no estoy presente).
Después del desastre a la hora de preparar una orden quise mandarla a limpiar todo el comedor, pero supe controlarme y admitir que es solo su primer día, por lo que es normal que cometa errores. Pero no fue tarea fácil, pues con mi impaciencia soy capaz de mandar lejos al que vaya demasiado lento. Y vaya que esa tal Sofía iba lento.
La mitad de los empleados ya se han ido, pero aún quedan 3 pizzeros, por lo que puedo relajarme un rato en la oficina junto con Ale, quien está escribiendo en la computadora y platicando conmigo al mismo tiempo.
–Creí que me mandarías a mí a capacitar a la nueva –le digo.
–Pensé en hacerlo –me dice sin dejar de mirar la pantalla–, pero creo que lo mejor es dejar que los otros lo hagan. Al menos durante sus primeros días.
–¿Por qué?
–Para que se adapte y conozca a sus compañeros. Mientras, puedes relajarte y quedarte en tu horno, gallito
La única que no conoce mi sobrenombre (o al menos no lo usa) es Ale, quien, más bien, me llama "gallito". Me gusta ese apodo y siempre me río cuando lo usa, pero esta vez no lo hago. Porque siento que me está ocultando algo.
–Pero me encargaste capacitar a los últimos dos novatos –insisto.
De repente, Ale deja de escribir y suspira fuertemente. Gira su silla y me mira con un poco de seriedad.
–Y esos dos renunciaron a la semana –me dice.
–¡Eso no fue mi culpa!
–No, pero... –Ale suspira y cierra los ojos mientras se masajea las sienes–. Mira, Daniel, eres mi amigo y por eso te lo voy a decir: debes ser más paciente con los demás. Quiero que esa vacante sea ocupada por alguien que sea estable, y si para eso debo encargarle la capacitación a alguien más, lo voy a hacer. Velo como quieras, pero no quiero acusarte de que ahuyentas a mis empleados. Y no hablo solo de los novatos, ¿eh?
Luego de sus palabras, Ale regresa su atención a la computadora. Por mi parte, yo me siento molesto... y triste.
Me alejo de la pared donde estaba apoyado y me despido de mi jefa antes de salir de la oficina. Suspiro mientras hago un esfuerzo por no llorar ni gritar.
Ahora resulta que yo soy el villano aquí. Yo, que soy el único que se preocupa por seguir protocolos, por no llegar tarde, por no holgazanear en horas de trabajo... Claro, típico que el más capacitado sea el más odiado.
Furioso, me dirijo a las escaleras para subir al piso de arriba. Hoy necesito hacerlo. Ahora más que nunca.
Llego al piso de arriba y me voy al rincón, justo donde están los lockers. A pesar de todos los robos que ha habido, esta parte sigue siendo un punto ciego para las cámaras de seguridad, así que no tendré ningún problema.
Mirando detrás de mí por si acaso, meto la mano en el bolsillo de mi pantalón y saco el pasador que siempre cargo conmigo para casos como estos. Hoy tenía intención de no usarlo, pero la plática con Ale me afectó tanto que no dudo ni un instante cuando selecciono el locker de Fátima como mi objetivo.
Meto el pasador en el candado y, en solo 3 segundos, lo abro. Lo quito y abro el locker para, después, sacar la mochila verde que está guardada dentro. La abro y empiezo a buscar. No hay mucho, pero encuentro la cosmetiquera de Fátima. Sin embargo, no me la llevo toda, sino que únicamente saco su rímel y me lo guardo en la parte trasera de mi pantalón antes de regresarla a la mochila.
Meto rápido la mochila en el locker, lo cierro con todo y candado y corro hacia las escaleras. Mientras empiezo a bajar, puedo sentir una gran satisfacción recorriéndome todo el cuerpo.
Sin embargo, mi enojo no ha desaparecido del todo (algo raro, considerando que ya me desahogué) y, al llegar a la cocina y no ver órdenes en la pantalla ni tickets en el horno, busco a los pizzeros. Los encuentro en el rincón. Hugo está escribiendo en una etiqueta y Paco le muestra a Sofía una hoja que identifico como la tabla de caducidades. Supongo que ambos chicos están enseñándole a fechar.
En otras circunstancias los dejaría en paz (sé que la novata debe aprender cómo fechar), pero, a pesar de ser débil, mi enojo me impulsa a hablar:
–¡Paco! –veo que los tres se giran a verme–. ¿Ya abasteciste tu make? –su expresión es respuesta suficiente–. Hazlo ya mismo. Hugo, haz tres adelantos de original y uno de orilla. De seguro no tardan en llegar pedidos.
Ambos chicos me obedecen, pero veo ira acumulada en sus rostros tensos. Una ira que casi me deleita.
Me volteo hacia Sofía, quien permanece quieta, pero nerviosa.
–¿Ya te enseñaron algo, Sofía? –le pregunto.
–Ah... Yo...
Adivino que no solo está nerviosa, sino que también se siente intimidada. Comúnmente disfrutaría el saber que intimido a los demás, pero en esta ocasión empiezo a desesperarme por el balbuceo de la chica.
–¿Ya te enseñaron el lavado de manos? –le pregunto mientras ruedo los ojos.
–Sí, sí –me responde.
–Enséñame.
Nos dirigimos al lavamanos y observo detenidamente cómo se lava las manos.
–Mal –le digo cuando acaba.
–¿Por? –me pregunta.
–Lee tu guía –me limito a decirle mientras señalo la guía ilustrada que está pegada a un lado del lavamanos.
Noto que ella queda desconcertada, pero no me importa: debe aprender a hacer bien las cosas.
–¿A qué hora sales, Sofía? –le pregunto cuando termina de leer la guía.
–A las 10.
–Bien –cruzo los brazos–. Creo que tenemos tiempo para enseñarte unas cuantas cosas.
Sonrío mientras la veo tragar saliva. Ni un día aquí y ya me teme. Eso es bueno: el temor ayuda a que uno haga bien las cosas.
***
Cuando están a punto de dar las 9:50, le pregunto a Sofía por qué no me ha pedido su tarea.
–¿Tarea? –me pregunta con confusión.
–Tu tarea. Tu tarea de salida. No me digas que no te informaron que debes realizar una limpieza, a la que llamamos "tarea", antes de irte.
Casi no aguanto las ganas de reírme ante la perplejidad de Sofía. Pero lo de no decirle de las tareas sino hasta que casi es su hora de salida no es cosa mía, sino que es tradición entre los empleados, una especie de bienvenida a los novatos. A mí también me lo hicieron en mi primer día.
–Encárgate del comedor –le ordeno a la chica–. Lava las mesas y dale una barrida y una mopeada al suelo.
–Claro –dice ella sin ganas.
Cuando sale de la oficina, me río. Y también me río cuando checa su salida, casi 20 minutos después de las 10.
Solo fue su primer día, pero ya estoy pensando que ella no servirá mucho aquí. Le enseñé cómo preparar las pizzas, pero falló al momento de hacerlas, pues en sus únicos 5 intentos no logró darles forma ni tamaño. Sin mencionar que tampoco le quedó bien el borde y, además, la última masa se le rompió al estirarla.
No es que esperara que lo lograra al primer intento ni nada, pero en las otras ocasiones que he enseñado, los novatos no han cometido tantos errores y, por si fuera poco, han logrado una pizza decente en el quinto intento. En cambio, Sofía lo hizo terrible esta tarde.
No creo que la chica dure mucho en este trabajo. Y tampoco creo que eso sea algo malo. Porque tener a alguien que no aprende rápido no es nada bueno para el negocio.