Desde que empezamos a tener uso de razón, la mayoría de las mujeres soñamos con nuestro primer amor. Anhelamos ver llegar el día en que conoceremos al hombre que literalmente nos robará el aliento y se convertirá en nuestro príncipe azul. Es así, estamos programadas para enamorarnos, para creer que allí afuera se encuentra esa persona especial, con la que viviremos el más intenso de los amores y que estará con nosotras por el resto de nuestras vidas.
En mi caso, lo conocí en un día como cualquier otro, de esos que son nublados y sin mucho que hacer. Recuerdo claramente, que fue una gris tarde de otoño, no había sido mi mejor día, mis padres estaban en plena separación y usualmente osaban involucrarme en sus discusiones forzándome a tomar partido o simplemente como mediadora ― Lo odiaba ―
Saturada de oírlos pelear, decidí salir a tomar un paseo. No me importo el frio, ni mucho menos la enorme probabilidad de tormenta, simplemente quería escapar, necesitaba hacerlo. De camino a la plaza, quise pasar por mi librería favorita, en busca de una nueva historia que me ayudara a liberarme esas tensiones. Gracias a mis problemas familiares, la lectura se convirtió en mi refugio, en esa válvula de escape que me hacía sentir que mi mundo no era tan malo después de todo.
Caminaba absorta en mis pensamientos, deseando que de una vez por todas se terminara el tomento en el que se había convertido mi hogar. Últimamente se había convertido en mi deseo más recurrente, sin embargo, no importaba cuanto suplicara por su fin, las cosas iban de mal en peor entre mis padres. Por estar completamente distraída, no puse atención a la luz de alto peatonal y lo siguiente que sucedió, fue que el sonido de la bocina de un auto embargó todo el ambiente, mientras que, por mi parte, grité llevándome las manos a la cabeza y esperando el impacto.
― ¡¿Estás bien?! ― Gritaron.
No pude responder, estaba temblando de miedo, un nudo se había formado en mi garganta y mi nerviosismo era tal que apenas si podía moverme de donde estaba.
― Señorita, ¿está bien? ― Sentí que me sujetaron por los brazos y me ayudaron a levantarme. Eran manos fuertes, decididas, la sensación que tuve fue tan extraña, pero, al mismo tiempo, una cierta calidez recorrió mi cuerpo haciéndome sentir segura.
― Sí, estoy bien. ― Alcancé a responder, con la boca seca y las piernas aun temblando.
― ¿Segura?, ¿no está herida?
Lo vi mirarme por todas partes, cerciorándose de que en verdad no me sucedió nada y fue entonces, cuando me di cuenta de lo guapo que era y mi corazón comenzó a latir desbocadamente.
― Tranquilo, estoy bien. No se preocupe, fue solo un susto.
― Debe tener más cuidado, de no haber funcionado los frenos de mi auto, estaríamos ante una tragedia.
― Lo siento, es toda mi culpa.
― Tampoco sea tan dura consigo misma. Lo mejor será que la lleve a un centro médico, me sentiré más tranquilo.
― No es necesario, de verdad, estoy bien ― Quise caminar, pero una fuerte puntada en la rodilla me detuvo.
― ¡Lo ve! Le ruego me acompañe, será lo mejor para ambos, después de todo, no quiero tener problemas legales ― Ruborizada, sonreí.
El corazón se me iba a salir del pecho, cuando caballerosamente me tomó en brazos para ayudarme a subir al auto. No daba crédito a lo que estaba sucediendo, parecía salido de una película de romance de los noventas. Pero era real, me estaba ocurriendo a mí ― Tiene que ser un sueño ― pensé, mientras disimuladamente admiraba su rostro.
Sus rasgos eran marcados varoniles de mandíbula cuadrada pero delicada al mismo tiempo, su piel estaba bronceada y muy lisa, sus ojos eran de color aceituna enmarcados por unos bonitos lentes de marco delgado, su cabello era liso, castaño perfectamente peinado. Alto de contextura fuerte, pero sin exagerar. En resumen, estaba siendo cargada por el hombre más apuesto que había conocido hasta ese momento.
Delicadamente me ubicó en el asiento, me puso el cinturón de seguridad, pasando su rostro muy cerca del mío. Admito que me sentí un poco incomoda, por todas las sensaciones que ese desconocido estaba generando en mí.
― ¿Estás cómoda? ― dijo al subir al auto.
― Si, gracias estoy bien. Aun creo que no es necesario ir al médico.
― Por favor, permíteme hacerlo por mi tranquilidad. Por cierto, mi nombre es Abraham, es un gusto conocerte, aunque no sea en las mejores circunstancias ― Extendió su mano.
― Mucho gusto, me soy Irene ― mis nervios eran notorios cuando quise estrecharle la mano.
El trayecto hasta el hospital fue silencioso, no me atreví a hablarle ― ¿Qué podría decirle? ― simplemente me dediqué a disimular lo nerviosa que estaba, aunque estoy segura que mi movimiento de manos no me estaba ayudando en nada. Sin embargo, su presencia me trasmitía calma, no se explicarlo, pero no encontré motivos para desconfiar de sus intenciones, aunque, claramente hice mal en subir al auto de completo desconocido, solo porque fue bueno conmigo.
― ¿Estás incomoda? ― negué con la cabeza ― Me alegra saber eso, no te preocupes, ya estamos por llegar.
Así fue, al cabo de unos minutos estábamos en el hospital. Amablemente pidió a las enfermeras una revisión para mí, cosa que hicieron pasada una media hora. El doctor de turno, confirmo lo que ya sabía, estaba totalmente ilesa, salvo por un pequeño rasguño en la rodilla, que atendieron inmediatamente.
― Ahora puedo estar tranquilo, ya sé que estas fuera de peligro ― Su sonrisa era tan encantadora, que me hacía sentir cálida, en verdad, podía hipnotizar a cualquiera que la mirara por más de un minuto.
― Gracias por todo señor Abraham.
― ¡Por favor!, no me digas señor que me haces sentir como un anciano. El señor Abraham es mi padre ― Su forma de hablar, me pareció encantadora.
― Esta bien ― sonreí tímidamente. ― Entonces, muchas gracias por todo, nuevamente disculpe las molestias que le causé ― hice una pequeña reverencia, juntando mis manos a la altura de mi pelvis y di la vuelta decida a marcharme de allí.
― ¡Espera! Puedo llevarte a casa, si así lo deseas ― Era tan atento, que me hacía sentir contrariada, pues, era la primera vez que recibía tantas atenciones por parte de un hombre que no fuera mi padre.
― No, no hace falta. Muchas gracias, pero debo irme.
Tal vez fui una estúpida al rechazar su ofrecimiento, pero, en ese momento, me pareció la decisión correcta. Sin embargo, me sentí afligida, porque a medida que me alejaba, se desvanecía la esperanza de volver a verlo. Que equivocada estaba y aun, no lo sabía.