La Familia Dietrich

1172 Words
Ha pasado un mes desde que Alexander Dietrich depositó su hoja de vida en el departamento de recursos humanos de la empresa, ingresando como asistente de contabilidad, cuando van a la cafetería y se encuentran con una voz familiar y especialmente estruendosa: -¡Alex! ¡Cotti! A lo que responde el más joven de los dos hermanos frenando de golpe y ladeando la cabeza en gesto disgustado, mientras que Scott rápidamente le llama la atención en voz baja y mirando a los presentes de forma intimidante para apagar cualquier atisbo de risa o burla ante tal escena. - Gissela, aquí no... Esas no son las formas ni el lugar... - No me venga tú con que dizque eres el presidente de la empresa a deci'me como hablarte, una mujer que te vio encuero a ti. Ante eso Scott se sonroja y da gracias a Dios de que ella no lo dijera en voz alta. Los jóvenes se retiran de la cafetería. Los comentarios no se hicieron esperar, ya que nadie creería que los Dietrich se mezclaran con la masa trabajadora de la empresa, y menos con ese cariño. Pero el caso de Gissela Ortega era diferente, ella fue la Nana y cocinera de la familia por muchos años, y cuando ya debía retirarse no quiso hacerlo sino que pidió que fuera contratada, ella y su hijo en la cocina general de la empresa. El domingo siguiente, luego de su visita mañanera al culto dominical de su iglesia, la familia Dietrich recibió un caluroso saludo por parte de Gissela, que con voz escandalosa los saluda y los hace pasar a la mesa de comedor del jardín. - ¡Venga familia, la mesa está servida! - Yo tengo mucho que aprender aún, Gissela-, dice Jessica apenada. - Eso se hace con amor y práctica, mi niña... Lo dice poniendo la mano con cariño sobre sus hombros. Mientras ellos conversan, Alexander hace una pregunta que asombra, no por lo que pregunta sino por el fondo de la misma: - Gissela... ¿Y el animal ese no piensa venir? - ¡Niño! ¡Qué forma tan mal educada es esa de preguntarle a una madre por su hijo!-, interpela Lucille, a lo que dulcemente alguien le contesta: - No se preocupe, señora Dietrich, ese no sacó la educación de la madre-, interviene Ernesto Ortega, el animal por el que Alexander preguntaba, seguido de un saludo de manos a Scott y al señor Steven, un beso en la mano a la señora Lucille, un abrazo efusivo a su madre y un saludo chocando hombros a Alex; amigos de toda la vida. En cuanto a Jessica, apenas si le dedica una mirada , la cual ella responde con desprecio. - ¿Aún no ha cambiado su relación de amistad-, pregunta Lucille Todo el mundo reacciona indiferente ante su actitud infantil. Y es que las primeras impresiones de la relación de la familia Dietrich y los Ortega fue divertida y tumultuosa a la vez. Gissela emigró cuando era joven a Nueva York desde República Dominicana. No fue difícil para ella aprender el idioma, aunque mantiene su acento a la hora de hablarlo. Se convirtió en madre soltera unos años después de llegar allí, y comenzó a buscar trabajo, pero no encontraba ninguno hasta que fue a probar suerte, más nerviosa que animada, en el Emporio Dietrich. Un día, al ver que ella llegaba tarde tan seguido a la cocina, el señor Steven casi decidía despedirla cuando la señora Lucille probó su comida en el comedor de los almuerzos en las oficinas directivas, y llamó a Gissela personalmente. - ¡Anda la porra! ¡Ya me botaron! - Dice preocupada conforme va llegando al punto de reunión. - Entra, siéntate, no tengas pena. Mi nombre es Lucille Dietrich. Él es mi esposo, Steven Dietrich. ¿Cómo te llamas? -Gi...Gissela. Gissela Ortega. - ¡Mucho gusto, Gissela! Te llamamos para saber por qué motivo llegas tarde a la cocina, si sabes que esta debe estar funcionando desde tempranas horas de la mañana. - ¿La verdá, doña? Es que tengo un hijo pequeño que sólo depende de mí, y como se me hace difícil encontrar a alguien que me lo cuide a la hora que tengo que venir, pues llego tarde... - Sr. Dietrich-, dirigiéndose Lucille a su esposo, - Despídala, que yo la voy a contratar para que cocine en la casa. Gissela casi rompe en llanto, pero le vuelve el alma al cuerpo cuando escuchó que no dejaría de trabajar. - Recoge tus cosas, hoy mismo empiezas en la casa a trabajar conmigo. Empezó a explicarle cuál sería su función que era más bien de cocinar todos los días y para eventos especiales, y que tenía dos niños, uno de seis años, otro de cuatro, además de que estaba en la dulce espera. Ella le contaba que su niño tenía justamente la edad de su hijo más pequeño. La señora Lucille se había retirado a sus habitaciones cuando llegaba de la escuela entrando despavorido por la gran entrada de su residencia Scott Dietrich, un niño pequeño y frágil, y con notorio nerviosismo, siendo que la nueva empleada doméstica le tocara recibirle. - ¡Pero niño! ¿Qué te pasa?- Pregunta Gissela ofuscada por la estrepitosa entrada. - Es que yo... Las niñas... Los niños... - Espera, habla más despacio... ¿Qué te pasó? - Las niñas de la escuela me atacaron porque todas querían sentarse al lado mío, y una me dio un beso, y otra me pellizcó la mejilla muy duro-. Gissela le responde con una risotada, - Si, veo el pellizco, y veo que eso te asustó, pero ya pasó. ¿Quieres un jugo y galletas? ¡Sí! Desde ese día Scott quedó rendido a los encantos culinarios de Gissela. Y al otro día, cuando ella llega a su trabajo trajo consigo a su niño, al que no le gustaba socializar con otros niños de su edad, pero inmediatamente conoció a Alexander no tuvo más remedio que seguirlo. Al niño de color trigueño y ojos grandes Le encantaba jugar con los jueguetes del rubio regordete, y no les importaba compartirlos o pelearse por ellos. Años más tarde, cuando Scott tenía doce años, Alexander y Ernesto diez, y la dulce pero arisca Jessica apenas seis, empujó al amiguito de su hermano menor en señal de repudio. - ¿Qué pasó, Jessica?- Le pregunta su madre. - Él me pellizcó. - ¿Y por qué la pellizcaste, Ernesto Miguel?- Le inquiere Gissela muy seria. - Porque ella me dio un puntapié por querer ayudarla a levantar sus jueguetes. - ¡Eso no se hace, Jessica! Ahora pídele perdón-, le impone Lucille a su hija. - ¡Perdón!... Ya le pedí perdón a ese feo-, contesta la niña aburrida. - Tú no me pareces fea. Ese comentario apagó todo deseo de llamar la atención a cualquiera además de subirle los colores a la niña, que aún de adulta no lo olvida, lo que causó risas entre los convidados. -
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