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El laberinto del amor

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Para eludir las pretenciones matrimoniales de una millonaria norte americana, el Marqués de Broxbourne fingio estar casado. Era una mentira inocente, pero acabó por convertirse en una trampa. Pronto el Marqués se vio en la obligación de presentar una esposa, o perdería la oportunidad de rehacer su fortuna y su prestigio social.Carola Greton, su joven y soñadora vecina, estaba dispuesta a fingir ser la Marquesa de Brobourne por unos días… pero las cosas iban a complicarse más de lo que uno y otro podían imaginar.Originalmente publicada bajo el título de :-El Laberinto del Amor por HARLEQUIN IBÉRICA,S.A.-Laberinto de Amor por Harmex,s.a.de C.V.

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Capítulo 1-1
Capítulo 1 1896CAROLA, que cabalgaba en dirección a su casa, pasó por Brox Hall y pensó, como tantas otras veces, que era la casa más hermosa que había visto nunca. Correspondía al estilo de su época favorita, ya que había sido edificada a mediados del siglo XVIII. Las estatuas de la cornisa superior a la altura del techo aparecían siluetas recortadas contra el fondo del cielo. Solía siempre deprimirla, sin embargo, ver que la mayor parte de las ventanas permanecían tapiadas. Nadie habitaba la enorme mansión, aparte de los dos viejos cuidadores que llevaban en ella años y años. Lo que hacía más triste aún el asunto era que el Marqués de Broxbourne estaba en Londres. Según le había contado a Carola su hermano, que lo conocía, se dedicaba únicamente a divertirse. —¿Por qué no vuelve a su casa, la abre y dedica su tiempo a mejorar la propiedad?—, se decía la joven. Pero bien sabía que la razón estaba en que no había suficiente dinero. Lo mismo les sucedía a otras muchas familias aristócratas. Todo se había vuelto más caro y las grandes casas, que solían emplear un ejército de sirvientes, ya no podían sostenerlas sus dueños. Mientras continuaba su camino, Carola pensó que debía sentirse agradecida de que la casa donde su familia había vivido durante generaciones fuera mucho más pequeña. El primer Barón había obtenido el título durante el Reinado de Jacobo II, y en cada generación sucesiva hubo siempre un hijo varón que heredara el título. Su hermano Peter era en la actualidad el sexto Barón y se sentía sumamente orgulloso, no sólo de su nombre, sino también de su finca, aunque ésta era mucho más pequeña que la del Marqués. Éste nunca iba Brox Hall y, por lo tanto, no se sentía deprimido al ver los campos sin arar y los setos sin recortar. Había dos o tres arrendatarios en la finca, pero incluso ellos se sentían desalentados por el hecho de no ver nunca a Su Señoría. Carola continuó cabalgando y pasó de Brox Hall a su propia finca. Aquella era una parte solitaria del condado. Aparte del Marqués de Broxbourne, no había ningún terrateniente por allí. Para Carola, lo mas deprimente era que tampoco había familias lo bastante acomodadas para celebrar fiestas a menudo. Se daban algunas por Navidad, y el representante de la Reina en el condado, que en circunstancias normales debía haberlo sido el Marqués, organizaba una gran reunión en su jardín cada verano. Eran las únicas oportunidades para que quienes vivían en aquel olvidado rincón del mundo se conocieran. Tenía la impresión de que cuando se despedían, al final de cada fiesta, siempre decían: “Nos veremos el próximo año” Un poco más adelante, Carola divisó la Casa Greton, la cual había sido tan alterada en tiempos de la Reina Ana, que ahora se hacía difícil reconocer que había sido construida en una época anterior. Quedaban, sin embargo, algunas habitaciones con muros de más de medio metro de espesor y ventanas con paneles de pequeños cristales emplomados. Las habitaciones principales eran amplias y de techos muy altos. Como el Padre de Carola solía decir en tono de broma: —Al menos puedo permanecer en ellas con la cabeza levantada. El Padre de Carola había sido un hombre muy alto, como ahora lo era su hermano Peter. Ella, en cambio se alegraba de parecerse a su madre, que había sido pequeña y graciosa. Desgraciadamente, era también una mujer muy frágil, de modo que un año antes había seguido a su esposo a la tumba. —Mamá, simplemente, no quería seguir viviendo», pensaba Carola con frecuencia. Esperaba conocer algún día un hombre que la amara como sus Padres se habían amado. Mas no parecía tener muchas probabilidades de que tal cosa ocurriese, por el momento al menos. Pocos jóvenes de las familias vecinas querían permanecer en el campo, a menos que estuvieran casados. Preferían irse a Londres, como su hermano Peter, y divertirse de la misma forma que el Príncipe de Gales, cuyo ejemplo seguían en todo. Allí se relacionaban con las bellezas “oficiales” de la Alta Sociedad, cuyas fotografías se podían comprar en muchas papelerías, y llevaban a cenar a las fascinantes coristas del Teatro Gaiety. Era Peter quien le había contado cuan emocionante era esto y también que cenar en el selecto restaurante Romano's era uno de los mayores lujos a que un joven podía aspirar. Por cierto que Peter exclamó ceñudo, —¡Demasiado caro para mí! —¿Caro?—preguntó Carola—. ¿Te refieres a la comida? Hubo una ligera pausa antes de que Peter repusiera, —Sí, a la comida, y bueno a las flores que uno tiene que enviarle a la muchacha que invita. Cambió de tema en el acto y Carola no pudo entender por qué no quería seguir hablando del asunto. Cuando su Madre vivía, se había planeado que Carola fuese a Londres para ser presentada en la corte, y si no, a la Reina Victoria, al Príncipe de Gales y a su bella esposa, la Princesa Alejandra. Mas ahora, pasado un año de luto, ningún familiar se había ofrecido a apadrinar su presentación. Por lo tanto, estaba resignada a vivir en el campo. Montaba los caballos que tenían y esperaba con paciencia las infrecuentes visitas de Peter. Éste la quería mucho, pero Carola sabía que iba sólo porque lo consideraba su deber. Había semanas enteras en las que no veía a nadie, aparte de gente de la aldea y, por supuesto, al Vicario. Le habría resultado una vida muy solitaria, de no ser por la amplia biblioteca de su padre, que éste había ido aumentando año tras año, como lo hicieran sus antepasados. Por lo tanto, siempre había algo que a Carola le apetecía leer. Se llevaba un libro a la cama todas las noches y leía hasta que los ojos se le cerraban de sueño. —Supongo—, se dijo ahora, mientras seguía cabalgando hacia la casa, —que podría organizar alguna fiesta. Era, la Señora Newman, la cocinera que llevaba tantos años con ellos, quien se lo había sugerido, —¿Por qué no invita a algunos amigos suyos a almorzar, Señorita? Estoy cansada de cocinar sólo un plato o dos para usted. Si seguimos así, se me van a olvidar mis mejores recetas. —Es una buena idea, ciertamente— aprobó Carola—. Pero tal vez la gente encuentre aburrido venir aquí, a menos que Sir Peter estuviera en casa. —Sir Peter se está divirtiendo en Londres— agregó la Señora Newman con firmeza—, y me parece justo que usted se divierta aquí. Carola rió al oír esto. —Haré una lista de las personas que no he visto en mucho tiempo y tal vez organice un almuerzo el próximo domingo. Según recordaba, su Madre decía que el domingo era el mejor día para las invitaciones. Los vecinos no estaban ocupados, ni atendiendo sus jardines, ni haciendo compras en los pueblos cercanos donde había mercado, ni en los Comités de Beneficencia. Carola se encontró, sin embargo, con que hacer una lista no era tan fácil como imaginaba. La mayor parte de las chicas de su propia edad, diecinueve años, se habían presentado en sociedad el año anterior. Muchas de ellas se habían casado ya y, en los fines de semana estaban ocupadas recibiendo a las nuevas amistades que habían hecho en Londres. Carola comprendía que una muchacha joven y soltera como ella no encajaba en tales reuniones. Pero había, además, otro motivo — aunque Carola no se diera cuenta de ello, era demasiado bonita y atractiva para que muchas de sus amigas no estuvieran celosas de ella. Su madre había sido muy hermosa y Carola heredó su belleza. Tenía el cabello rojo, pero de un tono nada corriente. Era dorado en las raíces y parecía salpicado de fuego. Cuando el sol le daba en la cabeza, su aspecto era tan esplendoroso que los hombres contenían la respiración al mirarla. Había un matiz verde en sus ojos, mas no esmeralda, sino el verde claro de un arroyuelo transparente. Y como les ocurre a casi todas las pelirrojas, su piel era de un blanco translúcido. Debido primero a la prolongada enfermedad de su madre y luego al año de luto, Carola había recibido muy pocos cumplidos, y no tenía idea de lo original que era su belleza. La joven no lo sabía, pero durante su última estancia en la casa, Peter se había dicho que debía hacer algo por ella. —Debo encontrar a alguien que le sirva de Dama de Compañía, para que pueda ir Londres—, pensó. No se lo dijo a su hermana para no hacerle concebir esperanzas que tal vez luego no pudieran realizarse. Peter había interrogado de forma tentativa a una o dos de las bellas mujeres con las que se relacionaba en Londres y ellas, mujeres jóvenes y con hijos todavía muy pequeños, si bien estaban interesadas por Peter porque era un muchacho muy apuesto, no deseaban oír la triste historia de su hermana. Al enfilar al sendero de entrada, Carola iba pensando en Peter y en algunas de las reparaciones que era preciso hacer en la casa. No le gustaba dar orden de que se hicieran, sin consultarlo antes a él. Tenía la sospecha de que Peter estaba gastando más de la cuenta en Londres, lo que podía significar que no tuviera el dinero suficiente para hacerlas. —Debo preguntárselo—, se propuso. Le disgustaba mucho que la casa no se mantuviera tal como estaba en tiempos de su Padre. Una teja suelta, un vidrio roto, preocupaban a su hermano, tanto como a ella, hasta que no se reparaban. —Cuando heredé la casa de mis Padres—, había dicho su Padre, estaba perfecta, y así he de conservarla para Peter. —Claro que sí, Papá—aprobó Carola—. Yo también me siento muy orgullosa de esta casa. Es el hogar más agradable que nadie puede desear. Su Padre, evidentemente satisfecho con la respuesta de ella, la besó y dijo, —Espero, querida mía, que cuando te cases y tengas que irte a vivir a otra parte, tengas una casa tan acogedora como ésta. Carola hubiera querido decir que lo que ella deseaba era una casa llena de amor, pero temió que su padre encontrara impropio oírla hablar de amor cuando sólo tenía diecisiete años. En lugar de decir nada más, se fueron cogidos de la mano a la biblioteca, para desembalar algunos libros nuevos que acababan de llegar de Londres. Mientras recorría la larga avenida que servía de sendero de entrada, bordeada por grandes limoneros, vio la Casa Greton al frente y, junto a la puerta había un carruaje tirado por dos caballos. Con un vuelco del corazón, comprendió que Peter estaba en casa. No se detuvo a pensar por qué no le había avisado de su llegada ó de preguntarse si sería él realmente ó no. Simplemente, lanzó su caballo al galope para recorrer los pocos metros que el faltaban y llegó en cuestión de segundos. El caballerango, que era el que cuidaba de los caballos de Peter en Londres, la saludó llevándose la mano a la frente. —¡Buenas tardes, Jim!— lo saludó a su vez Carola—. En cuanto he visto el coche, me he dicho que Sir Peter había llegado. —Me alegra mucho volver a verla, Señorita— dijo Jim, mientras cogía a los caballos de las riendas para llevárselos al establo junto con el vehículo. Carola descabalgó y un mozo de la casa acudió a hacerse cargo de su montura. Ella subió apresuradamente la escalinata. No había nadie en el vestíbulo, pero la puerta del salón estaba abierta, cosa extraña porque aquella estancia se usaba muy pocas veces en la actualidad. Sorprendida, vio que Peter se hallaba en pie al fondo de ella, cuando generalmente prefería el estudio que había sido el refugio de su padre. Había en él un gran número de cuadros deportivos que Peter y Carola amaban desde niños. Por el momento, sin embargo Carola no podía pensar en nada más que en la llegada de Peter Corrió hacia él con una exclamación de alegría, —¡Estas en casa! ¡Oh, Peter, ¿por qué no me avisaste que venías? Su hermano la besó y dijo, —No había tiempo, Carola. Estoy aquí porque necesito tu ayuda. —¿Mi ayuda?— exclamó Carola—. ¿Qué ocurre? ¿Te ha sucedido algo malo? —No, no pasa nada malo— contestó Peter—. Es sólo que necesito que me ayudes. No hay nadie más que pueda hacerlo.

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