Desde las cinco de la mañana los gallos cantan y no puedo seguir durmiendo, además de las constantes pesadillas que tampoco me dejan descansar. El sonido estridente y repetitivo de sus cantos penetra las paredes de la casa, recordándome que ya no estoy en la ciudad. Cada "quiquiriquí" es como una aguja que se clava en mi consciencia, alejándome más y más del sueño.
Acostumbrarme de nuevo al campo no será fácil. Han pasado diez años desde que no escuchaba el áspero y ronco canto de los gallos, y ahora que lo escucho, me resulta muy extraño. Es como si mi cerebro hubiera olvidado cómo procesar estos sonidos rurales, tan diferentes de los ruidos urbanos a los que me había habituado. El zumbido constante del tráfico, las sirenas ocasionales y el murmullo de la gente han sido reemplazados por este coro avícola que anuncia la llegada del alba.
Paso un buen rato dando vueltas en la cama tratando de conciliar el sueño. Las sábanas, aunque suaves y limpias, se sienten ajenas. El colchón, a pesar de ser cómodo, no es el mío. Cada movimiento me recuerda que estoy en un lugar diferente, en una cama que no es la mía, al menos no es la que usaba en los últimos diez años. Los minutos se arrastran lentamente mientras lucho contra mi insomnio, intentando encontrar una posición que me permita caer en los brazos de Morfeo.
Cuando finalmente lo estoy logrando, el sonido de una aspiradora acaba con el delicioso sueño en el que me encontraba. El rugido mecánico del aparato rompe la frágil paz que había logrado construir, sacándome bruscamente de mi estado de somnolencia. Es como si el universo conspirara para mantenerme despierto, negándome el descanso que tanto anhelo.
Suspiro profundamente y entro al baño. Seguir en la cama no me ayudará a dormir. El frío de las baldosas bajo mis pies descalzos termina de despertarme completamente. Me miro en el espejo y veo el reflejo de un hombre cansado, con ojeras pronunciadas y el pelo revuelto. No es la mejor imagen para empezar el día, pero es la que tengo.
Sé que será difícil seguir durmiendo, más aún si las empleadas ya han empezado con la limpieza. Esta es la vida en el campo y debo acostumbrarme nuevamente, como en mi niñez y adolescencia. Los recuerdos de aquellos días lejanos comienzan a aflorar en mi mente: los despertares temprano para ayudar en las tareas de la finca, los desayunos abundantes preparados por mi nana, las carreras por los campos verdes con mis amigos de infancia. Pero esos recuerdos se sienten distantes, como si pertenecieran a otra vida, a otro yo.
Salgo de la ducha envuelto en una toalla en mi cintura. El agua fría ha terminado de despejarme, llevándose los últimos vestigios de sueño. Abro las ventanas para recibir el fresco aire del campo, una brisa suave que trae consigo el aroma de la hierba recién cortada y las flores silvestres. Camino hasta el balcón y contemplo los enormes cerros que rodean Valleral. Son extremadamente altos, imponentes guardianes de piedra y vegetación que parecen tocar el cielo. Estamos en un valle que es espléndidamente hermoso, un oasis de verdor en medio de la naturaleza salvaje.
Saco un tabaco y empiezo a fumarlo. El humo se mezcla con el aire puro de la mañana, creando un contraste entre mi vida urbana y este entorno rural. Inhalo profundamente, dejando que la nicotina calme mis nervios y me ayude a enfrentar este nuevo día en un lugar que solía ser mi hogar pero que ahora se siente extrañamente ajeno.
Luego, escucho mis tripas rugir y decido bajar. El hambre se impone sobre cualquier deseo de quedarme en la soledad de mi habitación. Mientras desciendo por las gradas, los aromas de la cocina comienzan a llegar a mí: café recién hecho, pan tostado, quizás incluso huevos fritos. Mi estómago gruñe con más fuerza, anticipando el desayuno.
Cuando estoy por las gradas, escucho a mi madre reprender a la empleada de una manera inapropiada e intervengo. La voz de mi madre dura y cortante me sorprende. No recuerdo que fuera así con el personal de la casa.
—Tranquila mamá, ya estoy despierto—comunico acercándome a ella, intentando calmar la situación.
—Adi, seguro el ruido que hizo esta insolente te despertó—replica mi madre crujiendo los dientes y mirando con desprecio a la muchacha que se encuentra de espaldas. Su tono de voz y su expresión me desconciertan. ¿Dónde está la mujer cálida y comprensiva que recordaba?
—¿Por qué te expresas así de tus empleados, mamá? —censuro descontento por lo que escucho. No puedo evitar sentir una punzada de decepción ante esta actitud.
La mujer, mejor dicho, la joven que se encuentra de espaldas a nosotros se aleja. Intuyo que es una joven debido al cuerpo bien formado que posee. Su postura, aunque tensa por la situación, revela juventud y vitalidad.
—No la defiendas —brama mi madre—. Sabes que tengo razón, esa insolente terminó despertándote.
—Sí, es verdad que desperté con el ruido, pero no por eso vas a maltratar a las empleadas. Mamá, tú no eres así —replico frunciendo el ceño ya que ese aroma que quedó en el aire me pareció haberlo respirado en otro lugar. Es un perfume sutil, floral, que evoca recuerdos que no logro ubicar con precisión.
—Hijo, por favor. No interfieras en mi manera de ser con ella, además, no es mi empleada. Sabes que no trato así a mis empleados.
—¿Cómo es eso de que no es tu empleada? Entonces, ¿por qué está haciendo la limpieza? —indago sin apartar la mirada de aquella mujer, que por cierto tiene unas curvas bien pronunciadas. Su figura, enmarcada por el uniforme de trabajo, es innegablemente atractiva.
—Es la sobrina de Félix, Dominga la ha traído para que la ayude, según Dominga no se da abasto con las otras tres empleadas.
—Félix, ¿el capataz? —cuestiono curioso. El nombre me trae recuerdos vagos de un hombre alto y fornido, siempre ocupado con las tareas de la finca.
—Sí, pero dejemos de hablar de esa mocosa y su familia. Mejor vamos a desayunar.
—Está bien —pronuncio dándole una última mirada a esa joven, quien se encuentra de espaldas limpiando el pequeño bar. Hay algo en ella que me intriga, una familiaridad que no logro descifrar.
Mi madre pasa su brazo por mi espalda y caminamos abrazados hasta el comedor. A pesar de su actitud anterior, siento el cariño en su gesto. Es como si el tiempo no hubiera pasado y volviera a ser el niño que ella solía consolar.
—Dominga, por favor, que nos sirvan el desayuno.
—Está bien.
Me siento a esperar el desayuno, sumergido y perdido en mis pensamientos porque ese aroma se ha quedado impregnado en mi olfato desde la noche anterior. Es como un hilo invisible que conecta el presente con un pasado reciente, un pasado que se niega a revelarse completamente.
Sigo recordando de dónde había percibido ese olor. Como cuando pasa una estrella fugaz, el recuerdo de aquella noche llega a mi mente. La imagen borrosa de una discoteca, luces parpadeantes, música estruendosa y... ese perfume.
Sí, es el mismo perfume que aquella mujer usaba, mi nariz estaba tan cerca de su cuerpo que lo grabó muy bien, incluso, esa silueta parece ser la misma que se alejó tras darme ese golpe. El recuerdo del dolor y la confusión de ese momento vuelve a mí con claridad.
Sin perder más tiempo, me levanto y camino en dirección al bar. La curiosidad me consume, necesito confirmar mis sospechas.
—Iré por un trago —informo. Mi mamá me reprocha que no beba tan temprano, su voz cargada de preocupación maternal. —Tranquila, solo será uno —camino rápidamente y en el pasillo que cruza a la alberca encuentro a mi padre.
—Adi, ¿ya desayunaste?
—No, voy por un trago primero, luego desayuno.
—Te acompaño —dice y camina a mi lado. Su presencia es reconfortante, un ancla en este mar de confusión y recuerdos entremezclados.
La curiosidad por ponerle rostro a ese esplendoroso cuerpo que se mueve al limpiar es grande, no puedo esperar más, tengo que verle la cara. Mi corazón late con fuerza, anticipando el momento de la revelación.
—Aquí has estado —pronuncia mi padre con cariño.
—Señor Mohamed, ¡buenos días! —verbaliza al darse la vuelta. Al verme, se queda petrificada.
La joven mantiene una sonrisa en su rostro que desaparece en el momento en que nuestras miradas se encuentran. Y es de esperarse, después del encuentro fortuito que tuvimos anoche, supongo que encontrarse conmigo en este lugar era lo que menos se esperaba.
Mis ojos azules se clavan en los verdes de ella, no puedo creer lo que estoy viendo, solo era una pinche adolescente, una mocosa había sido la culpable del calambre que me dio anoche. La realización me golpea como un puñetazo en el estómago. ¿Cómo es posible que esta joven, casi una niña, fuera la misma mujer de la discoteca?
En la oscuridad de la discoteca, no pude distinguir el color de sus ojos, pero ahora, ahora podía verlos claramente y eran verdes, tan verdes como el color de Valleral. Son ojos que hablan de juventud, de inocencia mezclada con una sabiduría precoz, ojos que me miran con una mezcla de sorpresa y temor.
—¿Qué haces aquí, pequeña? Deberías estar estudiando —dice mi padre con mucho cariño en sus palabras. A diferencia de mi madre, él sí la trata bien. Su tono es el de un hombre bondadoso, preocupado por el bienestar de aquella mocosa.
Se queda en silencio, pasando saliva cada segundo por su garganta. Se nota la impresión que le ha causado encontrarse nuevamente conmigo. Sus manos tiemblan ligeramente mientras sostiene el trapo de limpieza, su postura rígida revela su incomodidad.
—Oh, qué burro, no te he presentado. Él es Adiel, tal vez no lo recuerdas porque eras muy pequeña cuando se fue —le explica cruzando su brazo por los hombros de ella. Luego me mira y pregunta: —Adiel, ¿recuerdas a Kiara, la sobrina de Félix?
—¿De Félix? —formo una mueca en mis labios expresando que no recuerdo. Pero es una mentira, una actuación para ocultar el torbellino de emociones y recuerdos que se agitan en mi interior.
Como no voy a recordarla, si esa niña solía robarse las flores de mi madre. Sonrío para mis adentros al recordar el día en que la ayudé a escapar y desde entonces la convertí en mi cupidita. La imagen de una niña pequeña, con trenzas y rodillas raspadas, corriendo entre los rosales, vuelve a mí con claridad cristalina.
Vaya, cómo ha pasado el tiempo volando. Era solo una niña de seis años y ahora se ha convertido en toda una mujer, y ¡vaya mujer! Trago saliva al recorrer con la mirada su cuerpo. Me siento culpable por mirarla así, sabiendo que es la misma niña que solía proteger, pero no puedo evitarlo.
—En realidad, no la recuerdo —digo mirándola fijamente a los ojos. Es una mentira descarada, pero necesaria.
—Pero ¿cómo no la vas a recordar? Es Kiara, aquella niña con la que solías encontrarte en el jardín y a quien escondías de tu madre.
—Adi, cariño, el desayuno está servido —llama mi madre, a lo que le respondo—. En un segundo estoy ahí —vuelvo a dirigir la mirada a ambos y digo—. Lo siento, papá, pero no recuerdo casi nada de mi pasado, especialmente si se trata de personas o cosas insignificantes —comunico al retirarme, notando el rubor en su rostro. Algo me dice que he herido su orgullo de niña valiente.
Me dirijo al comedor con mi mente ocupada por ella. Sonrío al ver lo maravilloso que es el destino, porque no tuve que buscarla, la trajo hasta esta casa para que cobrara venganza por lo que me hizo.
Vuelvo a sonreír, esta vez al recordar su hermoso rostro sorprendido al verme.
—¿Por qué sonríes? ¿Qué travesura estás recordando? —pregunta mi madre, lo que me hace detenerme.
Si le contara que sonrío por esa niña que acaba de captar toda mi atención, seguro se enfadaría, sabiendo que nunca le ha agradado. El conflicto entre mi madre y Kiara es un capítulo de mi pasado que había olvidado, pero que ahora vuelve con fuerza.
Suspiro al recordar cómo trataba a esa niña pequeña, ahora convertida en adolescente y tan hermosa. Los recuerdos se mezclan, la niña traviesa y la joven misteriosa se funden en una sola imagen en mi mente.
¿Pero qué estoy diciendo? Me reprendo por las palabras que mi mente pronuncia. No puedo pensar así de ella, es solo una niña, me repito, intentando convencerme.
—Por nada, mamá, solo recordaba algo que me causó gracia.
—¿Y qué fue lo que te causó gracia? —continúa preguntando, lo que me lleva a ponerle un alto. Su curiosidad, antes bienvenida, ahora me resulta invasiva.
—Por favor, mamá ¿Quieres que te cuente todo lo que me ha causado gracia a lo largo de mi vida? Porque si es así, nunca terminaremos.
—Tengo todo el día para escuchar a mi niño, sabes que no te veo desde hace años y tenemos que ponernos al día en todo.
—Nos pondremos al día en todo, no te preocupes. Me quedaré en Valleral y no volveré a la capital.
—Qué bueno, eso me alegra.
Mientras estoy en la mesa, mi mente sigue dando vueltas. Kiara, la discoteca, el perfume, los recuerdos de infancia, todo se mezcla en un torbellino confuso. Nunca imaginé que mi estancia en Valleral, se volviera de un día para otro, fenomenal.
El aroma del café recién hecho y el pan tostado llena el comedor, pero apenas lo noto. Estoy sumergido en mis pensamientos, planeando mi próximo movimiento.
Mientras unto mantequilla en mi pan, miro por la ventana, hacia los cerros que rodean el valle. Son imponentes, inmutables, testigos silenciosos de tantas historias. El desayuno continúa, la conversación fluye superficialmente entre mi madre y yo, pero mi mente está en otro lugar. En una joven de ojos verdes, en una noche en una discoteca y lo atrevida que fue al golpearme, pero pronto haré que se arrepienta por ello.