La encontraré y la haré pagar.
RELATA ADIEL.
Levanto la copa dejando caer todo el líquido en mi boca, al momento que cae siento cómo el fuerte alcohol recorre mi garganta y calienta mi pecho. Cierro los ojos y me dejo llevar por un torrente de recuerdos que me transporta a un día que debería haber sido el más feliz de mi vida.
Hace dos años, me encontraba en una iglesia adornada con flores blancas y cintas doradas, frente al altar, esperando a la mujer que amaba. La luz del sol entraba por los vitrales, creando un ambiente mágico. Ella, en un vestido de novia que la hacía parecer un ángel, caminaba hacia mí con una sonrisa radiante. El murmullo de los invitados se desvaneció en un silencio reverente mientras la observaba acercarse, su belleza deslumbrante iluminando la sala. Pero justo en el momento en que el sacerdote pronunció aquellas palabras que sellarían nuestro destino, un silencio ensordecedor interrumpió la felicidad. Ella se desvaneció, dejándome en un abismo de dolor y desolación, como si el mundo se hubiera detenido en seco. La brisa del amor se convirtió en un huracán de tristeza que arrasó con todo a su paso.
Ahora, estoy aquí, en una discoteca abarrotada, el sonido de la música electrónica vibrando a través de mis huesos. Las luces parpadean en un caleidoscopio de colores, mezclándose con el sudor y la energía de la multitud. La música retumba como un latido frenético, y las risas y gritos de alegría se mezclan en un coro ensordecedor. Cada trago que tomo es un intento de ahogar mis penas, de matar el eco de su ausencia que me persigue en cada rincón de mi mente. La gente ríe, baila, se divierte, pero yo solo siento un vacío que se expande como un agujero n***o en mi corazón.
Con cierto mareo, me abro paso entre la masa de cuerpos, empujando a quien se interponga en mi camino hacia el baño. Las paredes de la discoteca están revestidas de espejos, reflejando un mosaico de rostros desconocidos. La luz estroboscópica crea sombras que parecen bailar a su propio ritmo, mientras el aire se llena del olor a sudor, perfume y un toque de desinhibición. De repente, siento un empujón, me voy hacia adelante y antes de caer me alcanzo a prender de la blusa una mujer. Su blusa de tela estirable rueda, dejando sus senos al descubierto, solo cubiertos por el brazier.
Tras observar su busto por unos segundos, alzo la vista y me encuentro con unos ojos que parecen brillar en la penumbra. Son de un color profundo, casi hipnótico, como dos pozos oscuros que invitan a perderse en ellos. Sus labios, pintados de rojo intenso, contrastan con su piel clara y suave. Ella me observa con desdén, como si fuera un insecto molesto que acaba de interrumpir su noche. La mirada que me lanza es como un dardo, afilado y directo, y me encuentro atrapado en su magnetismo.
El aire entre nosotros se vuelve denso, casi palpable. Siento su respiración, y aunque la música retumba a nuestro alrededor, el bullicio se disuelve en un silencio ensordecedor. Por un momento, el mundo desaparece, y solo existimos nosotros dos. Pero de repente, en un movimiento rápido y sin previo aviso, su rodilla se eleva y golpea mi entrepierna.
—¡Idiota! —exclama, y el dolor agudo me hace encorvarme, sintiendo cómo el ardor se apodera de mí. La vergüenza se mezcla con el dolor, y antes de que pueda reaccionar, ella toma dos botellas llenas de bebida y las rocía sobre mi cabeza. El líquido frío cae sobre mí provocando que mi cuerpo se tense en un instante. La sensación de humillación se apodera de mí, y el calor de la ira comienza a burbujear en mi interior.
—Aprende a respetar a las mujeres —me dice antes de desaparecer entre la multitud, dejándome aturdido y humillado.
Me quedo inmóvil, procesando lo que acaba de ocurrir, sintiendo cómo el calor de mi ira se mezcla con el frío que empapa mi cabello. La música continúa retumbando, pero mi mente está atrapada en un torbellino de emociones.
Henry, mi amigo, aparece a mi lado, mirándome con preocupación.
—¿Qué te pasó? —pregunta, llevándome de regreso a la barra. Su tono es de incredulidad, y puedo ver una chispa de diversión en sus ojos, como si estuviera esperando la historia que estoy a punto de contar.
Aprieto los puños, la rabia burbujeando en mi interior mientras busco a la mujer que me humilló. Mis ojos recorren la sala, pero ella ha desaparecido en el mar de cuerpos. Este pueblo, a pesar de su crecimiento, es pequeño. Sé que, si pregunto, mañana sabré quién es esa atrevida. La idea de venganza se asienta en mi mente, y la imagen de su rostro se graba en mi memoria. Pienso en la forma en que me miró, Enel golpe que me dio.
—¿Dónde estabas que no lo viste? —le reprocho a Henry, consciente de su naturaleza burlona.
—Te juro que no vi, estaba en el baño —responde, tratando de contener una risa que no puede evitar.
—Mejor así —concluyo, levantándome para salir—. Llévame a casa.
—Okey.
Mañana sabré quién eres, desconocida insolente.