—Chiquilla insolente, ¿quién te crees que eres? –camino de un lado a otro como un pájaro enjaulado y la analogía, en vez de parecerme adecuada, me resulta de lo más patética–. Me agarraste por sorpresa, por eso... Me detengo bruscamente con el ceño fruncido, mirando por el enorme ventanal de mi habitación hacia las luces que aún adornan la oscuridad de la noche en Ontario, tratando de entender todo este asunto que me resulta de lo más increíble y frustrante. Aún no puedo creer que me haya quedado estático y sin decirle absolutamente nada a esa mocosa molesta. Esa actitud no es propia de mí, eso de quedarme así jamás me había pasado con nadie, ni siquiera con Miles; que puede resultar bastante amedrentador, peligroso... y con razón. Pero, ¿una mocosa de un metro cincuenta y seis? ¡Ni si