La anfitriona permaneció silenciosa durante un momento, con los ojos en el suelo. En aquel momento parecía hacer un gran esfuerzo por elegir una entre las muchas cosas que podría decir, todas tan importantes que la elección se volvía algo en verdad muy arduo.
—Pienso que pueda interesarle —comentó ella, por fin— asistir a una discusión, si es que le agradan. Tal vez no estará usted de acuerdo —añadió, dejando caer sobre él su extraña mirada.
—Tal vez no esté de acuerdo en todos los puntos —dijo Ransom sonriendo y palmeándose una pierna.
—¿No le preocupa a usted el progreso humano? —continuó la señorita Chancellor.
—No lo sé… Nunca lo he visto. ¿Podría usted mostrarme alguno?
—Puedo mostrarle un esfuerzo honesto hacia él. Esto es de todo de lo que se puede estar seguro. Pero no tengo la certeza de que usted sea digno de ello.
—¿Es algo en verdad muy bostoniano? Me gustaría conocerlo —dijo Basil Ransom.
—Existen también movimientos en otras ciudades. La señora Farrinder viaja por todas partes. Es posible que hable esta noche.
—La señorita Farrinder, ¿la célebre…?
—Sí, la célebre; la gran apóstol de la emancipación de las mujeres. Es una gran amiga de la señorita Birdseye.
—¿Y quién es la señorita Birdseye?
—Es una de nuestras celebridades. Es la mujer que más ha trabajado en el mundo, creo yo, por toda clase de reformas inteligentes. Me parece que debo informarle —continuó la señorita Chancellor después de una breve pausa— de que ha sido una de las primeras, una de las más apasionadas abolicionistas.
En efecto, pensó que era su deber decírselo, y eso le produjo un ligero temblor de excitación. Sin embargo, si ella temía que Ransom pudiera mostrar alguna irritación ante la noticia, quedó desilusionada ante el buen humor con que este exclamó:
—Caramba, pobre señora… debe de ser ya muy anciana.
Por consiguiente la señorita Chancellor añadió con severidad:
—Ella nunca será vieja. Es el espíritu más joven que haya yo conocido. Pero si no tiene simpatía, tal vez será mejor que no venga —concluyó.
—¿Simpatía hacia qué, querida señorita? —preguntó Basil Ransom, sin lograr adoptar, a juicio de ella, el tono de una persona seria—. Si, como usted dice, va a haber una discusión, tiene que haber distintas posiciones, y por supuesto uno no puede simpatizar con ambas.
—Sí, pero todos allí, a su manera, son partidarios de las nuevas verdades. Si a usted estas no le interesan no debe venir con nosotros.
—Insisto en que no tengo la menor idea de cuáles puedan ser. En el mundo hasta hoy no he tropezado sino con viejas verdades… tan viejas como el sol y la luna. ¿Cómo puedo conocerlas? Pero lléveme; será para mí una oportunidad de conocer Boston.
—¡No se trata de Boston, sino de la humanidad! —Al hacer esta observación la señorita Chancellor se levantó de su silla, y por sus ademanes parecía indicar que consentía en que la acompañara. Pero antes de dejar a solas a su acompañante para ir a arreglarse le hizo la observación de que estaba segura que él había comprendido muy bien de qué se trataba, solo que fingía no hacerlo.
—Bueno, después de todo, tal vez tenga una ligera idea —confesó Ransom—, pero no se da cuenta de cómo esta pequeña reunión me dará la oportunidad de robustecerla.
Ella dudó un poco; volvió a aparecer en su rostro una expresión de ansiedad.
—La señora Farrinder le aclarará sus ideas —dijo, y salió a prepararse.
El estado de ansiedad formaba parte de la naturaleza de esta pobre dama, el sumar escrúpulo sobre escrúpulo y prever las consecuencias de las cosas. Regresó diez minutos más tarde, con un sombrerito, que aparentemente usaba en reconocimiento al ascetismo de la señorita Birdseye. Mientras se calzaba los guantes —su huésped se había fortificado contra la señora Farrinder con otro vaso de vino—, la señorita Chancellor volvió a declarar que casi se arrepentía de haberle propuesto acompañarla; algo le decía que sería un elemento poco propicio.
—¿Cómo? ¿Se trata de una reunión espiritista? —preguntó Basil Ransom.
—Bien, yo he oído a la señorita Birdseye hablar bajo el influjo de la inspiración. —Olive Chancellor estaba determinada a mirarlo fijamente a los ojos mientras decía esto; la sensación de que sus palabras lograrían golpearlo actuaba en ella como estímulo y no como freno.
—¡Excelente, señorita Olive, todo esto parece hecho a propósito para mí! —exclamó el joven de Mississippi, radiante y frotándose las manos. Ella advirtió en ese momento que era muy apuesto, pero también reflexionó que, por desdicha, los hombres se interesaban en la verdad, especialmente en las nuevas verdades, en razón inversa a su apostura. Ella tenía de todos modos un recurso del que poder echar mano en cualquier circunstancia: le había servido de ayuda en momentos de excitación extrema y era el de odiar a los hombres, por lo menos en cuanto categoría—. Tengo muchísimas ganas de ver a una vieja abolicionista; jamás he puesto los ojos en ninguna —añadió Basil Ransom.
—Por supuesto que no podía usted ver a ninguna en el Sur; las temían ustedes demasiado como para dejarlas llegar allá. —Ahora la señorita Chancellor trataba de buscar algo que decir que fuera en extremo desagradable, alguna frase que lo hiciera desistir de sus intentos de acompañarla. Era algo extraño registrar en una persona, sobre todo si estaba dotada de una sensibilidad tan aguda, el hecho de que sus pensamientos referentes a la invitación se transformaban de momento a momento en un miedo irracional ante el efecto que pudiera causar su presencia—. Tal vez a la señorita Birdseye le disguste que usted vaya —continuó mientras esperaban el carruaje.
—No lo sé; me parece que así va a ser —dijo Basil Ransom de buen humor. Evidentemente no tenía ninguna intención de dejar escapar esa oportunidad.
Por la ventana del comedor oyeron en aquel momento la llegada del vehículo. La señorita Birdseye vivía en el South End; la distancia era considerable y la señorita Chancellor había pedido un coche de punto; una de las ventajas de vivir en Charles Street era la de tener cerca los establos. La lógica de su conducta resultaba todo menos clara. De haber ido sola hubiese asistido a la reunión en tranvía; no por razones económicas (tenía la fortuna de no tener que depender del dinero hasta ese grado), tampoco por afición a pasear por Boston en la noche (un tipo de exhibición que la disgustaba profundamente) sino debido a una teoría que devotamente alimentaba, una teoría que la llevaba a eliminar las diferencias que creaba la envidia y a mezclarse en la vida ordinaria. Hubiera ido a pie a Boylston Street y allí hubiera tomado el vehículo público (en el fondo del alma lo detestaba) para ir hasta el South End. Boston estaba lleno de muchachas pobres que tenían que caminar por la noche y subirse a aquellos tranvías de caballos donde todos los sentidos resultaban mortificados; ¿por qué tenía que sentirse superior a ellas? Olive Chancellor regulaba su conducta por principios nobles, y esta era la razón por la que aquella noche, contando con la protección de un caballero, pidió un carruaje para neutralizar esa protección. Si hubiesen ido juntos en el vehículo público habría sentido que le debía algo y él pertenecía a un sexo hacia el cual no deseaba tener ninguna deuda de gratitud. Meses antes, cuando le había escrito, lo había hecho con el sentimiento de ponerlo a él más bien en deuda. Mientras se dirigían hacia el South End, lado a lado, en medio de una buena dosis de silencio, tropezando y saltando sobre las ruedas del carruaje, aunque menos que si esas ruedas corrieran sobre ellos, y mirando cada uno a su lado las hileras de casas rojas, oscuras a la luz de las farolas, con frentes salientes, hacia las que se subía por escaleras de piedra; mientras proseguían, en esa ondulación contemplativa, la señorita Chancellor le dijo a su compañero, con un deseo concentrado de desafiarlo, como un castigo por haberla sumergido (no sabía explicarse por qué) en aquella turbación:
—¿No cree usted posible, entonces, el advenimiento de un nuevo día? ¿No cree posible que se pueda hacer nada por el género humano?
El pobre Ransom percibió el desafío, y se sintió apenado; se preguntó qué tipo era, después de todo, aquel que se había echado sobre los hombros, y qué juego estaba jugando o tratando de jugar con él. ¿Por qué Olive se le había insinuado si deseaba punzarlo de esta manera? Sin embargo, él estaba dispuesto a jugar cualquier clase de juego, ese igual que cualquier otro, y advirtió que estaba ya «dentro» de algo de lo que desde hacía tiempo deseaba tener una visión cercana.
—Bueno, señorita Olive —respondió, volviéndose a poner su gran sombrero, que hasta ese momento había tenido sobre las piernas—, lo que más me asombra es que el género humano haya nacido para soportar tales penas.
—Eso es lo que les dicen los hombres siempre a las mujeres, para hacerles soportar con paciencia la situación en que las han colocado.
—¡Oh, la condición de las mujeres! —exclamó Basil Ransom—. La condición de las mujeres es la de enloquecer a los hombres. Yo cambiaría mi posición por la de ustedes en cualquier momento —continuó—. Esto es lo que me decía cuando estaba sentado en su elegante apartamento.
No podía ver, debido a la oscuridad del carruaje, que ella se había ruborizado intensamente, y no supo que a ella le disgustaba que se le recordaran determinadas cosas que, según ella, trataban de mitigar la dureza de la vida de la mujer. Pero el temblor apasionado con que, un momento después, le respondió su prima fue suficiente para confirmarle que él había tocado un punto sensible.
—¿Me reprocha usted que posea yo un poco de dinero? Mi más ardiente deseo es poder hacer algo con él por los demás… por los desafortunados.
Basil Ransom debió haber saludado esta última declaración con la simpatía que se merecía, habría podido felicitar a su pariente por sus nobles aspiraciones. Pero lo que más le impresionó fue la extrañeza de aquel tono áspero y tenso en una conversación que una hora o dos antes había transcurrido en perfecta amistad, y una vez más estalló en una risa incontenible. Esto hizo sentir a su compañera, intensamente, lo lejos que ella estaba de bromear.
—No sé por qué debía importarme lo que piense usted —dijo al final.
—No se preocupe… no se preocupe. ¿Qué importa eso? No tiene la más mínima importancia.
Ransom podría haber dicho eso, pero no era cierto; ella sentía que había razones por las cuales sí le importaba aquella conversación. Lo había acercado a su vida, y ahora ella debía pagar por ello. Pero quería conocer de una vez lo peor.
—¿Está usted en contra de nuestra emancipación? —le preguntó, volviendo hacia él una cara blanca por la momentánea irrupción de la luz de una farola.
—¿Quiere decir sus votos y discursos y todo ese tipo de cosas? —Al hacer esta pregunta Ransom intuyó toda la gravedad con que ella esperaba su respuesta; casi se espantó y no quiso atizar el fuego—. Se lo diré después de que haya escuchado a la señora Farrinder.
Habían llegado a la dirección indicada por la señorita Chancellor al cochero, y su vehículo se detuvo con una ligera sacudida. Basil Ransom descendió; permaneció al lado de la puerta con la mano extendida para ayudar a la joven. Pero ella pareció dudar; seguía sentada con su cara espectral. Al fin exclamó en voz baja:
—Usted odia nuestros esfuerzos.
—La señorita Birdseye me convertirá —dijo Ransom, con marcada intención, porque ahora sentía una gran curiosidad, y tenía miedo de que al final la señorita Chancellor se empeñara en impedirle entrar en la casa. Ella descendió sin su ayuda, y comenzó a subir los altos escalones de la residencia de la señorita Birdseye. Ransom sentía una gran curiosidad, y entre las cosas que deseaba conocer era por qué le había escrito aquella susceptible solterona.