Capítulo III
IIIDespués de decirle que si lo aceptaba tal como iba vestido él se sentiría muy feliz de comer con ella, la señorita Chancellor se excusó un momento y fue a dar órdenes al comedor. El joven, una vez solo, miró a su alrededor: los dos salones pequeños que, por estar comunicados, formaban evidentemente un solo ambiente, y se dirigió hacia las ventanas posteriores desde las que se veía el río, ya que la señorita Chancellor tenía la fortuna de habitar en aquel lado de Charles Street desde el que se puede contemplar el crepúsculo vespertino en un horizonte interrumpido a intervalos con postes de madera, mástiles de barcos solitarios, chimeneas de sucias fábricas sobre una extensión salobre de carácter irregular, demasiado grande para ser un río, y demasiado pequeña para una bahía. La vista le pareció muy pintoresca, aunque en la penumbra del crepúsculo lo único que se podía distinguir fuera una línea amarilla al oeste, una superficie de agua oscura y el reflejo de las luces eléctricas que habían comenzado a aparecer en la fachada de una hilera de casas. Estas impresionaron a Ransom por su arquitectura, extremadamente moderna, dominando la laguna desde un embarcadero a la izquierda, hecho de piedras amontonadas burdamente. Consideró que aquel panorama, contemplado desde una casa en la ciudad, era casi romántico, y de allí regresó hacia el interior de la habitación (iluminada por una lámpara que la camarera encargada de la limpieza del salón había colocado sobre una mesa mientras él permanecía en la ventana) como hacia algo que tuviera el poder de alegrarlo e interesarlo todavía más. El sentimiento artístico de Basil Ransom no había sido cultivado en alto grado; y ni siquiera (aunque había pasado los primeros años de su vida como hijo de una rica familia) su concepción del bienestar material era muy precisa; consistía sobre todo en la vista de abundantes cigarros y brandy y agua y periódicos y una mecedora de mimbre con la inclinación correcta, para poder extender las piernas. A pesar de todo le parecía que nunca había visto una habitación tan íntima como ese extraño salón en forma de corredor, cuya propietaria era su nuevo descubrimiento; nunca se había visto en la presencia de una intimidad tan bien organizada y de tantos objetos que hablaban de los hábitos y gustos de sus propietarios. La mayor parte de las personas a las que había conocido carecían de gustos personales; tenían algunos hábitos, pero eran de un género que no exigía toda aquella parafernalia. Aún no había estado en muchas casas de Nueva York, y nunca antes había visto tantos accesorios. El carácter general del lugar le impresionó como bostoniano. Todo en conjunto respondía, en efecto, a la idea que se había hecho de la ciudad de Boston. Había oído decir siempre que Boston estaba habitada por gente culta, y ahora veía tal cultura en las mesas y sofás de la señorita Chancellor, en los libros colocados en todas partes, en pequeños estantes (como si los libros fueran pequeñas estatuas), en las fotografías y en las acuarelas que tapizaban las paredes, en las cortinas que pendían como rígidos festones a los lados de las puertas. Observó algunos de los libros y se dio cuenta de que su prima conocía el alemán y la impresión de importancia de tal fenómeno (como síntoma de superioridad) no disminuyó por el hecho de que también él había estudiado aquella lengua (por saber que contenía una amplia literatura jurídica) durante el período árido y vacío del verano pasado en la plantación. Era prueba de una modestia natural inherente a Basil Ransom, que el principal efecto al observar los libros alemanes de su prima fuese reflexionar sobre la energía característica de la gente del Norte. Lo había advertido muchas veces antes, y se había ya dicho que debía contar con ese hecho. Pero solo después de muchas experiencias descubrió que pocos norteños, en lo más secreto de su alma, eran tan enérgicos como él. Muchas otras personas habían hecho ese descubrimiento antes que él. Sabía muy poco de la señorita Chancellor; había ido a visitarla solo porque ella se lo había pedido por escrito; por su propia cuenta jamás hubiera pensado en ir a buscarla y hasta ese momento no había encontrado a nadie en Nueva York que le pudiera proporcionar informes sobre ella. Por eso solo podía suponer que fuera una mujer joven y rica; una casa como aquella, amueblada en tal estilo, para una soltera tranquila, significaba que debía contar con una renta considerable. ¿Cuánto?, se preguntó; ¿cinco mil, diez mil, quince mil dólares al año? Para nuestro joven la menor de esas cifras constituía una fortuna. No es que fuera de índole mercenaria, pero tenía un inmenso deseo de triunfar, y había reflexionado más de una vez en que un capital moderado significaba una ayuda para el triunfo. En sus días juveniles había visto uno de los más grandes fracasos que recuerda la historia, un inmenso fiasco nacional, y eso había impreso en su alma una profunda aversión a todo lo que fuera inefectivo. Pensó, mientras esperaba que volviera a aparecer su anfitriona, que esta no se había casado, y que era, además, rica; que, aunque era una mujer sociable (como testimoniaba su carta), también era una mujer soltera; y por un momento tuvo la idea fantástica de convertirse en socio de una empresa tan floreciente. Trabó los dientes cuando pensó en los contrastes del conjunto humano; este acogedor nido femenino le hacía más aguda la sensación de carecer de casa y de sostén. Tal estado de ánimo, sin embargo, podía ser solo momentáneo, porque era consciente, en el fondo, de que poseía un estómago que toda la cultura de Charles Street no habría podido llenar.
Más tarde, cuando volvió su prima y pasaron juntos al comedor, donde se sentó frente a ella en una pequeña mesa decorada con un ramillete de flores en el centro, en una posición desde la cual veía otro panorama, a través de una ventana donde las cortinas, por indicación de ella, no habían sido corridas (y ella le hizo notar que lo había hecho en su beneficio), el panorama del oscuro cauce del río con manchas de luz aquí y allá; en ese momento, repito, le hubiera parecido natural decirse a sí mismo que nada en el mundo lo lograría inducir a hacerle la corte a semejante tipo de mujer. Varios meses después, en Nueva York, en una conversación con la señora Luna, a quien estaba destinado a frecuentar bastante, aludió incidentalmente a aquella cena, al puesto que su hermana le había asignado en la mesa y a la observación con que le había hecho notar las ventajas de aquel asiento.
—Eso es lo que en Boston consideran ser una persona «atenta» —dijo la señora Luna—; concederle a uno la vista de la Back Bay (¿no es un nombre detestable?), y atribuirse el mérito de haber dispensado esa merced.
Esto, sin embargo, ocurriría en el futuro; en aquel momento lo que Basil Ransom percibió fue que la señorita Chancellor era una mujer predestinada a la soltería. Tal era su condición, su destino; nada podía estar escrito más claramente. Existen mujeres solteras por accidente y otras por propia elección, pero Olive Chancellor era una mujer ajena al matrimonio por todas las implicaciones de su persona. Era soltera como Shelley era un poeta lírico, o como el mes de agosto es agobiante. Era tan esencialmente célibe que Ransom comenzó a pensar en ella como si fuera una vieja, aunque al examinarla detenidamente (como él mismo se dijo) le resultó evidente que apenas tenía unos cuantos años más que él. No le desagradó, había sido muy cordial; pero, poco a poco, le comenzó a producir una sensación irritante, el sentimiento de que uno jamás se hallaría a gusto con una mujer que tomaba las cosas tan en serio. Se le ocurrió que tal vez por tomar las cosas tan en serio, ella se había propuesto conocerlo; por su excesivo celo y no por ser una mujer cordial; tenía siempre ante sus ojos —¡y qué ojos extraordinarios eran aquellos!— no un placer, sino una obligación. Por su parte ella debía de esperar que él también fuera serio; pero no podía serlo, en la vida privada le resultaba imposible. Estar en privado consistía precisamente para Basil Ransom lo que llamaba «dejar sueltas las riendas». A medida que la fue conociendo fue dejando de parecerle tan sencilla como le resultó en un principio; el joven de Mississippi poseía la suficiente cultura como para percibir su refinamiento. Su tez blanca tenía un aspecto singular, como si estuviera pegada sobre la cara; sus rasgos, aunque agudos e irregulares tenían una delicadeza que indicaba una educación refinada. Su perfil tenía algo de perverso, pero nada de insignificante. El curioso tono de sus ojos era vivaz; cuando se volvía hacia uno producía vagamente el efecto de un destello de hielo verde. Su cuerpo carecía absolutamente de atractivos, y presentaba una apariencia de frialdad. A pesar de todo, había en su aspecto algo muy moderno y profundamente desarrollado; tenía todas las ventajas así como también las desventajas de un carácter nervioso. Constantemente sonrió a su huésped, desde el principio hasta el fin de la cena, y aunque él hizo algunos comentarios que pensó que podían resultarle divertidos jamás la vio reír. Más tarde se dio cuenta de que era una mujer sin risa. La jovialidad, si es que alguna vez la visitaba, debía de ser muda. Solo en una ocasión, en el curso de su posterior conocimiento, la oyó reír; y aquel sonido permaneció vibrando en el oído de Ransom, como uno de los más extraños que había oído en su vida.
La señorita Chancellor le hizo infinidad de preguntas, sin añadir ningún comentario a sus respuestas, que solo le servían para reiniciar otra serie de interrogantes. En aquel momento la timidez la había abandonado definitivamente. Se sentía lo suficientemente segura como para permitirse desear que él se diera cuenta del gran interés que suscitaba en ella. ¿Qué era lo que la hacía interesarse en él?, se preguntaba Ransom. No podía pensar que fuera de la misma clase que ella; él era consciente de llevar una vida bohemia en Nueva York; bebía cerveza en las tabernas, no trataba con damas, y tenía relaciones con una actriz de variedades. Seguramente si ella lo conociera mejor desaprobaría su vida, aunque, por supuesto, él no mencionaría nunca a la actriz, ni tampoco, si no era necesario, la cerveza. La concepción que Ransom tenía del vicio se constreñía a una serie de casos especiales, de accidentes explicables. No le importaba demasiado aquello; si formaba parte del carácter de los bostonianos ser tan inquisitivos, él se mostraría hasta el final como un cortés caballero de Mississippi. Podía hablarle de Mississippi todo lo que ella quisiera; no le importaba decirle hasta qué punto las viejas ideas estaban extinguidas en el Sur. No lo iba a entender ella mejor por eso; la señorita Chancellor no hubiera podido comprender lo poco que los puntos de vista particulares de él se habían modificado por una admisión tan insignificante. Lo que su hermana le había dicho sobre su manía de reformar el mundo le había dejado a Ransom en la boca una especie de mal sabor; de cualquier modo sintió que si ella profesaba la religión del humanitarismo —Basil Ransom había leído a Comte, había leído todo— nunca lograría comprenderlo. También él tenía una visión personal de las reformas, cuyo primer principio era el de reformar a los reformadores. Cuando se acercaban al fin de aquella cena que, a pesar de todas las latentes incompatibilidades, había transcurrido brillantemente, ella le dijo que después de cenar tendría que abandonarlo, a menos que deseara acompañarla. Se trataba de una pequeña reunión en casa de una amiga, que había invitado a unas cuantas personas «interesadas en las nuevas ideas» para escuchar a la señora Farrinder.
—Oh, gracias —dijo Basil Ransom—. ¿Es una fiesta? Desde que Mississippi se unió a la Secesión no he estado en una sola fiesta.
—No, la señorita Birdseye no ofrece fiestas. Es una asceta.
—Bueno, de cualquier manera ya hemos cenado —respondió Ransom, riendo.