Elizabeth Collins.
El día estuvo de mierda.
Digo “estuvo” porque son pasadas las 1am y me falta mucho para llegar a casa, especialmente porque el último autobús pasó justo antes de mi salida y tengo que caminar por más de 20 calles para llegar.
—¿Qué podría ser peor hoy? —resoplo, frustrada. Caminar no se me da mucho y menos tan cansada y deprimida como estoy de un día tan desgastante y agotador.
Las calles están oscuras y silenciosas, como es de esperarse a esta hora de la madrugada, y lo peor de todo es que hay amenaza de lluvia. ¡Vaya vida de mierda la mía!
Trato de enfocarme en lo positivo y es que esta caminata me hace realmente falta, pero aun así estar solita a esta hora no es nada agradable.
Luego de aproximadamente 30 minutos, largos y sombríos, por fin llego hasta el portón de la casa y me sorprende ver la luz prendida; un mal presentimiento me envuelve apenas me percato que hay movimiento adentro. Generalmente todos están durmiendo a la hora que yo llego del restaurant.
«¿Qué pudo haber pasado?» pienso, ansiosa.
—¡Por fin llegas! —los gritos de mi tía me reciben en cuanto pongo un pie dentro. —¡¿Estas son horas de llegar?!
—¿El autobús me dejó? —me excuso, en vano, porque su gritadera no cesa. La noto mucho más histérica e inquieta que de costumbre.
—¡Pues mientras tú estabas quien sabe dónde tú abuela enfermó y no pude llevarla al hospital porque no tengo dinero para pagar a la ambulancia!
—¡¿Qué?! —me sobresalto. —¿Qué le paso a mi abue?
Corro hasta la habitación y la encuentro postrada en su cama con una fiebre muy alta.
—¿Desde qué hora está así? ¿Por qué no me avisaron antes? —me desespero cuando toco su frente. —No estaba es ese estado cuando la vi en la mañana ¿Por qué dejaste que llegue a esta condición si sabes que su salud es delicada?
Se encoge de hombros indiferente entre tanto me mira desde la puerta. Busco mi celular con las manos temblorosas para llamar a urgencias, pero nadie contesta.
Es la segunda vez en este mes que recae y estoy muy asustada, ya el doctor me había advertido que esto sería más a menudo, en especial si no se cuida y descansa.
—Estoy bien, mi niña —susurra con la voz apagada. —No es necesario que llames a la ambulancia. Ya me siento mejor.
—Abue, no estás bien, tus piernas están muy inflamadas y tu fiebre muy alta.
Vuelvo a discar el número de urgencias y nadie atiende, lo que me hace maldecir en todos los idiomas posibles.
—Eso le pasa por andar en ese charco todo el día —vocifera mi tía. —A su edad ya no debe trabajar en ese asqueroso lugar. Tiene suerte que aún no le han cortado la pierna, puede que ahora ya no se salve de la amputación.
—¡Por favor, cállate, tía!
Es la primera vez que me atrevo a gritarle, pero francamente no soporto su falta de empatía ¿Cómo se atreve a decir eso en frente de mi abuela? ¿Qué clase de hija es?
—Raiza tiene razón, Lissy —intercede mi abuela. —Todo es mi culpa, debí cuidarme.
Un dolor inconmensurable me invade al oírla y me niego a dejar que esta mala hija le haga creer algo que no es cierto.
—No es así, abue. Tú no tienes la culpa de nada, siempre fuiste la mujer más fuerte del mundo, llevaste el peso de la familia sola sobre tus hombros desde que tengo uso de razón, tienes el derecho de sentirte cansada y enferma después de dar tu vida por nosotros —la abrazo fuerte. —No vuelvas a decir algo como eso, nunca.
—Ya no tiene caso, Lissy —replica. —Así como estoy ya no le sirvo a nadie, solo soy una carga.
—A mí sí me sirves, abue —mis lágrimas empiezan a caer de forma automática. —No me imagino mi vida sin ti y no eres una carga, eres lo único hermoso que tengo.
—Me voy —resopla mi tía desde la puerta. —No soporto esta escena patética.
Con la rabia y frustración que siento, me levanto y cierro la puerta de un golpe fuerte. Tomo mi teléfono nuevamente y llamo por tercera vez, con la suerte que ahora si me atienden.
Gracias a los ángeles llegan rápido y estamos en el hospital en la parte de urgencias en menos de media hora.
La incertidumbre me mata y por momentos siento que voy a desplomarme. Me siento tan sola como nunca antes; no tengo a nadie a quien avisarle que estamos aquí, mi única amiga es Alejandra y debe estar durmiendo y de Víctor no sé nada desde que se fue hace dos semanas; no creo que sea prudente llamarlo a deshoras.
—Elizabeth —el endocrinólogo que atiende a mi abuela llega hasta la sala de espera. —Necesito hablar contigo, en mi consultorio.
Asiento con la cara empapada de lágrimas ya presagiando lo que va a decirme; el pronóstico de mi abuela no es bueno.
—Pasa, por favor —me abre la puerta y cierra tras nosotros.
—¿Cómo está mi abuela, doctor? —no puedo impedir sollozar mientras pregunto.
—Esto ya lo hemos hablado muchas veces, Elizabeth —yo asiento. —La situación de la señora Lucia es crítica. Sin los tratamientos que le he indicado su salud empeora cada día y es muy difícil que podamos hacer algo para mantener su pierna. La gangrena ha avanzado mucho en su pierna derecha, no hay nada que podamos hacer para salvarla.
—¿Van a amputarla? —me desmorono como castillo de arena golpeado por la ola. —Mi abuela no va a soportarlo.
—No hay otra opción. —indica con voz serena. —Si hubiera hecho el tratamiento correcto hace seis meses como le indiqué, esto se hubiese evitado.
—¿Cuándo? —mi desazón no me permite hilar una oración completa.
—Debemos hacerlo hoy mismo —se levanta y me pasa una lista. —Esto es lo que necesitamos para el procedimiento. Los necesito para las 7am a más tardar.
Miro la larga lista frente a mí con el corazón atorado en la garganta. Cierro los ojos con fuerza, incapaz de soportar mi desdicha.
—Lo sé, Elizabeth —replica adivinando mis pensamientos. —Pero sabes que este es un hospital público, y necesitamos de esos implementos para entrar a cirugía, el estado no provee nada.
«¿Dónde voy a conseguir el dinero para todo esto?» lloro internamente.
—Si crees que no vas a poder, me avisas —continúa. —Puedo conseguir algunas cosas con otros pacientes, pero la mayoría tendrás que conseguirlas tú y son muy costosas. Todo eso es a groso modo unos $ 48,000.
—Entiendo —resuello con dificultad. —Voy a hacer todo lo posible.
Me levanto con la lista de medicamentos en la mano y el corazón hecho pedazos; no tengo el dinero para esto y tampoco creo que alguien me preste esa suma tan alta a esta hora de la madrugada.
Cuando llego a la vereda, el viento fresco de la madrugada me obliga a volver a mi triste realidad, miro la hora y tengo solo 4 horas para conseguirlos.
Tomo el teléfono y llamo a Víctor, él es el único que podría prestarme ese monto, pero para mí mala suerte no contesta. Insisto muchas veces más y el resultado es el mismo.
Me siento en una de las bancas de fierro de la plazoleta y empiezo a llorar, con fuerza, con rabia, con mucha frustración y dolor. En estas ocasiones maldigo la vida que me tocó, maldigo lo que soy y lo que no puedo lograr a causa de la discriminación que siempre he sufrido.
A pesar de mi pesadumbre, vuelvo a discar, pero esta vez ya está apagado.
Aprieto mi cabeza para amenizar el dolor que siento y aunque va contra todo lo que me he propuesto, tomo la tarjeta que me dejo Dante y disco su número.
«Haré lo que sea por ti, abue» pienso mientras coloco el teléfono en mi oído y espero que me atienda.
Uno, dos tonos y contesta.