Podemos entender cómo afectó la pérdida a la aflicción del joven Marcos y su madre. La viuda María, cuando finalmente se tranquilizó, vendió en nombre del hijo, único heredero de Jonatán Pablo, la tienda de telas, causa indirecta de la muerte del querido marido y padre, e invirtió lo ganado en una buena parcela de terreno junto a la que ya poseían: había razonado que, así, Marcos no tendría que hacer viajes largos y peligrosos para adquirir mercancías. Prohibió además a su hijo viajar a Perga a visitar la tumba paterna, porque «muertos en casa, basta con uno» y, más aún, ir a buscar a los asesinos, como este habría deseado:
—Una idea —le había reprendido con dureza—, completamente absurda, que solo se le podría ocurrir a un niño como tú.
Capítulo IV
Habían pasado dos años del homicidio y era el viernes 6 de abril de la semana de Pascua del año de Roma de 783.4 Hacía poco que se había puesto el sol y, con la primera oscuridad, se había iniciado el día pascual tanto para el pueblo como para la cerrada secta de los esenios, que calculaban la fecha de la Pascua siguiendo el calendario solar. Por el contrario, para las sectas de los saduceos y los fariseos el gran día solo sería el día siguiente, ya que establecían la ocasión según el calendario lunar, en el que por tanto el 6 de abril solo era el parasceve, es decir, el día de los preparativos.5
Un rabino originario de Nazaret de Galilea y doce seguidores se habían reunido en la primera planta de la casa amistosa de Marcos y su madre para celebrar la cena pascual en la ciudad santa de Jerusalén, como estaba prescrito para todos los hebreos hacer cuando fuera posible. El cordero tradicional de Pascua que sería consumido por los trece al terminar el solemne convite lo había comprado el discípulo del rabino y tesorero del grupo Judas Bar Simón, llamado el Iscariote,6 y presentado en el templo, donde había sido degollado ritualmente por un ministro del culto.
La viuda de Jonatán Pablo había conocido al maestro nazareno en la cercana Betania en casa de las amigas Marta y María y su hermano Lázaro y, fascinada por el carisma de ese hombre, se había convertido en su seguidora espiritual. Por simpatía, le había cedido su propio comedor para que pudiera celebrar con los suyos la cena pascual en la ciudad, a cubierto de ojos enemigos. Su vida estaba de hecho amenazada por los miembros del consejo supremo judío de Jerusalén, el sanedrín, en el que se sentaban sacerdotes, escribas y algunos ancianos de la comunidad, ricos potentados que conspiraban para arrestarlo cuanto antes y enviarlo al tribunal romano con una acusación susceptible de muerte, porque los había criticado e injuriado públicamente en la plaza delante del templo. Para esos poderosos no se trataba solo de venganza: le temían porque sus enseñanzas eran una amenaza continua para ellos. Enseñaba de hecho, sin ambages, que en ningún momento los jefes de la colectividad deben exigir ser alabados y servidos, sino que, por el contrario, deben estar a disposición del pueblo. Y afirmaba que el Eterno había establecido que la pureza o impureza de un ser humano no estaba en el cumplimiento o no de los preceptos formales de la Lay, ni en el encargo de sacrificios animales para la adoración,7 ni en las ofertas de primicias, ni en el desarrollo de los rituales inventados por los sacerdotes y doctores de la Ley para obtener prestigio y ganancias, sino en la elección entre amor y odio hacia el prójimo. Si estas enseñanzas habían alarmado bastante a los jefes de Israel, por el contrario, habían entusiasmado a muchos como la viuda María.
El joven Marcos no estaba entre los seguidores del rabino, pero al ser oficialmente el amo de la casa y religiosamente mayor de edad desde hacía dos años,8 habría tenido el derecho a sentarse en el lugar de honor sobre las esteras de la mesa pascual junto a los invitados. Sin embargo, había renunciado a ello porque, siguiendo las costumbres farisaicas de su padre, él, junto con su madre y sus servidores, festejarían la Pascua la tarde siguiente y de hecho se había sacrificado otro cordero en el templo para ellos. Así que se había dejado a los trece solos en el comedor, completamente libres para celebrar la fiesta entre ellos.
Inesperadamente, en un cierto momento de velada, uno del grupo, ese Judas que había proporcionado el cordero, había descendido a la planta baja con una fea mueca en el rostro, las mejillas enrojecidas y se había dirigido a la puerta de la casa sin siquiera saludar a Marcos, que estaba en el vestíbulo. El joven se había preguntado si ese hombre había recibido un encargo imprevisto y urgente del maestro y por su carácter le agradaba mucho investigar sobre hechos oscuros. Evidentemente habría querido ante todo descubrir a los asesinos de su padre, pero en ese momento lo consideraba inviable: faltaban varios años para el sueño extraordinario que le incitaría a investigar. Al no ver volver a Judas, la curiosidad del joven había aumentado. Cuando el grupo del nazareno había dejado la casa siguiendo al maestro para irse a dormir, con autorización de María, en la cabaña del olivar llamado Getsemaní, que Marcos había heredado, el jovencísimo propietario había dicho a la madre que acompañaría a los doce, se quedaría con ellos a pasar la noche y volvería con el alba: sospechaba interiormente que poco a poco averiguaría las razones de la salida imprevista del Iscariote y de la falta de su retorno.
María seguía protegiendo mucho a su hijo, como solían hacer las madres hebreas, al menos en esos tiempos. Alarmada, había exclamado con tono acalorado, aunque sabiendo que sus palabras no servirían de nada contra la testarudez de joven:
—¿Pero qué vas a hacer allí de noche? ¿Es posible que siempre hagas que me preocupe? ¿Por qué no escuchas por una vez a tu madre?
María tenía solo quince años más que su hijo y era todavía una mujer bella, pequeña, pero de rasgos finos y un cuerpo exuberante que gustaba mucho en esos tiempos, y una vez terminado el luto había recibido propuestas de matrimonio de varios viudos, también porque heredaría otros bienes a la muerte de sus padres: propuestas todas rechazadas porque la mujer había decidido dedicarse enteramente a Marcos.
Con el rostro triste, sin añadir más palabras, la madre había ordenado a los sirvientes preparar lo necesario, tres linternas para iluminar el camino y trece telas de lino en las que envolverse para dormir. Cuatro de los discípulos habían cargado la ropa blanca, tres habían tomado cada uno una lámpara encendida y el grupo se había ido detrás del maestro, con Marcos a la cola, que se había ido ignorando a su madre. María se había quedado justo fuera de la puerta y había seguido en silencio su paso, con los ojos humedecidos, acompañándolo solo con la mirada hasta que el grupo desapareció de la vista.
El rabino nazareno estaba silencioso, sumido en graves pensamientos. Los suyos, para no molestarle, hablaban en voz baja y a Marcos le parecían inquietos: ¿tal vez temían un arresto? Sin embargo, razonaba el joven, era imposible que esos hombres fueran localizados en el olivar, fuera de la ciudad y en la oscuridad e indudablemente estarían a salvo si, antes de amanecer, dejaran la zona y se volvieran a su Galilea. Más todavía, añadía para sí, porque, tras haber cumplido con la obligación de la fiesta pascual en Jerusalén, no tenían ningún otro motivo para quedarse.
Marcos no había resistido mucho y había preguntado uno de ellos, algo menor que los demás, Juan Bar Zebedeo, que estaba a la cola del grupo a su lado y era el único que parecía completamente tranquilo:
—¿Por qué tu condiscípulo ha abandonado casi corriendo la cena y no ha vuelto?
—Ha recibido un encargo imprevisto del maestro —había respondido el otro, confirmando su hipótesis—, pero no sabría decirte cuál, porque le ha hablado en voz baja. Sé que, en un tono más alto, le ha exhortado finalmente diciéndole: «¡Lo que tengas que hacer, hazlo rápido!». Había supuesto que le había enviado a buscar más provisiones, pero, visto que Judas no ha vuelto todavía, ahora no sé qué pensar, ni me atrevo a preguntárselo al rabino.
Había intervenido Jacobo Bar Alfeo, pariente del maestro, que marchaba justamente delante de los dos y, girando al cabeza había susurrado a su condiscípulo:
—No estoy en absoluto tranquilo desde que en la cena el rabino nos ha anunciado que uno de nosotros le traicionará y él será arrestado, mientras que nosotros huiremos.
—¿No podría ser Judas el traidor? —había intervenido Marcos.
—No —había considerado Bar Alfeo, siempre en voz baja—, ¿le haría el maestro un encargo de confianza su hubiera sospechado de él? Y, además, solo después de que Judas se ha ido nos ha dicho que le abandonaríamos, así que pienso que el renegado está entre nosotros once, aunque sin duda no soy yo.
—… ¡Ni mucho menos yo! —se había picado Juan, como si el otro hubiera sospechado de él, y había proseguido—: Te has olvidado de añadir que el maestro también ha dicho que uno de nosotros sin embargo no huirá y estará con él hasta su muerte y creo que seré ese discípulo —Su voz apasionada había atraído la atención de todo el grupo, incluido el rabino, que se había detenido y girado hacia él. En este momento había empezado un vocerío en torno al maestro, en primer lugar, por parte de un tal Simón Pedro, que había exclamado:
—¡No te abandonaré nunca, nunca, nunca!
Su hermano Andrés, para no ser menos había dicho con furor:
—… ¡Y no pienses que yo me iré, rabbonì! —Palabra que significa maestro mío e imprime la máxima devoción posible hacia el propio rabino.
De Jacobo Bar Alfeo había salido un grito, o casi:
—¡No escuchéis a Juan! Yo soy el que no le abandonará.
Uno de nombre Tadeo había dicho:
—¿Y quién podría abandonar a un maestro como tú?
En resumen, uno por uno, todos habían prometido fidelidad absoluta, así que, como si se hubieran puesto de acuerdo antes, habían dicho al unísono:
—¡Ninguno de nosotros te abandonará nunca, oh, rabbonì!
—Pedro, tu que has prometido el primero, has de saber que, antes de que el gallo cante dos veces, tú me habrás negado tres —había profetizado el maestro—, y como os había anunciado, todos vosotros escapareis dentro de poco, salvo uno: y ahora os digo que este es el joven Juan —Luego, tras dar la orden de no hablar más, el maestro se volvió a sumir en sus propios pensamientos.
Llegados al terreno de Getsemaní, Marcos y ocho de los once habían entrado en la amplia cabaña de las herramientas y se habían tumbado en el suelo, en las zonas libres de utensilios, para dormir. Por el contrario, los discípulos Simón Bar Ioná, llamado Pedro y los hermanos Juan y Jacobo Bar Zebedeo, obedeciendo una orden del maestro, habían intentado en vano mantenerse despiertos en oración con él entre los olivos.
Apenas un par de horas más tarde, en el momento más oscuro de la noche, se había sabido que el traidor anunciado era Judas, como había sospechado Marcos. Entonces había aparecido el Iscariote a la cabeza de unos guardias del sanedrín que empuñaban espadas y bastones y había identificado al rabino, que había sido arrestado. Sabiendo la intención del maestro de subir al olivar por la noche, el malvado discípulo debía haber informado a los jefes de Israel, que habían visto la posibilidad de poder arrestar secretamente al odiado y peligroso nazareno aprovechando la oscuridad y el aislamiento de la zona, sin correr el riesgo de una sublevación de la gente que simpatizaba con él. En realidad, al día siguiente, sujeto como siempre a las últimas sugerencias superficiales instigadas por los agentes del sumo sacerdote Caifás, esta pediría a Pilatos que el arrestado fuera eliminado.9
A Judas, como se sabría luego en Jerusalén, le habían dado como recompensa treinta monedas de plata, el precio de un esclavo robusto o de un pequeño terreno. La exhortación que le había lanzado el maestro, «Lo que tengas que hacer, hazlo rápido», podía tener además un significado. Podía tratarse, como había pensado Marcos, del deseo del nazareno de no estar mucho tiempo presa de la ansiedad: el rabino debía haberse dado cuenta de que no tenía escapatoria, de que entonces, al ser muy odiado por los jefes de Israel por sus innumerables ataques contra ellos, aunque hubiese huido le habrían encontrado y, por tanto, que era inevitable su martirio. Una vez conocida la voluntad de Judas de denunciarlo, debía haberla considerado una liberación de la angustiosa espera y, por tanto, tras informar al discípulo que sabía todo, debía haberlo exhortado a no demorarse.