Con el alboroto que había seguido a la llegada de los guardias, los nueve que reposaban en la cabaña se habían despertado y habían corrido a ver qué pasaba. Marcos, que para estar más cómodo dormía sin ropas envuelto en la tela, había salido en ese estado. Un soldado, temiendo que escondiera un arma bajo la sábana, se la había arrancado violentamente y el joven, desnudo, había huido precipitadamente en la oscuridad. Se había parado algo más allá para recuperar el aliento, junto a un olivo pluricentenario, rechinando los dientes por el frío de la noche y maldiciendo su costumbre de dormir desnudo. Había oído pasar a muchos hombres huyendo: había sabido enseguida que se trataba de los discípulos del arrestado, que, después de haberle prometido que no le abandonarían nunca, estaban escapando precipitadamente. Mucho tiempo después, cuando estuvo completamente seguro de que los guardias habían abandonado el lugar del arresto y Getsemaní había quedado desierto, el joven había vuelto a la cabaña a recuperar sus ropas. Tras vestirse, se había dirigido a su casa con cautela. Una vez llegado, había relatado los últimos acontecimientos a su madre, que, en cuanto se dio cuenta del peligro que había corrido marcos, le habría gritado con gran severidad;
—¿Has visto qué pasa cuando desobedeces a tu madre? ¡Sé un buen hijo! ¿Por qué eres tan malo conmigo? —Solo después de desfogarse se había preocupado por el maestro arrestado.
Madre e hijo habían conocido el resto de los acontecimientos por los discípulos del rabino Pedro y Juan: los once, como el propio Marcos, habían huido en la oscuridad tras el arresto, pero nueve habían vuelto rápidamente uno a uno al comedor, mientras que los dos primeros habían seguido a escondidas los acontecimientos hasta el alba. Luego Pedro se había refugiado en casa de María y Marcos y les había referido lo que había visto, mientras que Juan había asistido además a la muerte del nazareno en la cruz antes de volver y narrar el último acto de la tragedia. En resumen: esa noche el rabino había sido condenado oficiosamente por aquellos miembros del sanedrín que había podido reunir en la oscuridad el sumo sacerdote en su propio palacio y luego, con las primeras luces, este había sido conducido atado ante el procurador Poncio Pilatos para obtener una sentencia oficial de muerte por sedición, condena capital que, según los acuerdos con Roma, el sanedrín no podía imponer nunca, ni reunido informalmente y sin todos sus miembros, como en ese caso, ni haciéndolo oficialmente y en sesión plenaria. Pilatos, para apaciguar a la multitud instigada por los sacerdotes, había hecho flagelar al prisionero horriblemente y luego le había condenado a la muerte en la cruz en el lugar de las ejecuciones, la pequeña colina cerca del exterior de las murallas llamada Calvario.
En la mañana del tercer día después de la muerte del maestro nazareno, algunas seguidoras que habían participado en su sepultura y conocían la ubicación de su sepulcro se habían acercado para rendir los honores fúnebres al cadáver, ungiéndolo, algo que no había sido posible cuando estaba colgado en la cruz, antes de la puesta de sol del viernes y por tanto poco antes del sábado, día del sagrado reposo de los hebreos. De forma completamente inesperada, las valientes mujeres habían encontrado abierta la tumba y, como testimoniarían luego, sin ser creídas, habían visto a un hombre joven vestido de blanco, sentado sobre la piedra sepulcral, que se había vuelto hacia ellas afirmando que el crucificado había resucitado y pidiendo que dieran a los once la orden del maestro de volver a Galilea, donde le volverían a ver. Habían quedado estupefactas y en lugar de obedecer habían vagado sin rumbo por Jerusalén. Finalmente, una de ellas, una tal María originaria de Magdala, al pasar por delante de la casa de María la viuda, su amiga, se había decidido a entrar para contar lo acaecido. La madre de Marcos le había llevado hasta los once, a quienes finalmente la mujer magdalena había referido los últimos hechos extraordinarios. Todos, salvo el joven discípulo Juan, habían permanecido incrédulos y se habían dicho unos a otros algo así: ¿Cómo se podía confiar en las mujeres? Ni siquiera tienen derecho a dar testimonio en un juicio salvo sobre cosas banales, imaginaos si es posible creer esa noticia. ¿Un mensajero del cielo? Histeria femenina. También Marcos se había mostrado escéptico, aunque guardando en su mente las palabras de la mujer. Juan sin embargo había querido ir al sepulcro y Pedro, movido por la curiosidad, se había armado de valor y le había seguido. Les había guiado María de Magdala, porque, al no haber participado en la sepultura, no conocían la tumba. La habían encontrado realmente abierta y vacía, salvo por las telas sepulcrales.
—¿Un robo del cadáver por parte del sanedrín? —había propuesto Pedro a Juan.
Después de haber reflexionado, habían concluido que los jefes de Israel no habrían conseguido ninguna ventaja con la desaparición del cuerpo: por el contrario, no habrían querido que se diera crédito a voces de prodigio. Los dos habían razonado también que habría sido mucho más cómodo para los ladrones, y completamente natural, llevarse el cuerpo envuelto en la sábana, no desenvolverlo primero y luego transportarlo. Y además, habían advertido que el tejido fúnebre de lino en el que se había envuelto el cadáver no yacía en desorden, sino sencillamente arrugado, como si el cuerpo se hubiera desvanecido en su interior. Habían concluido que, a menos que algunos desconocidos hubieran organizado una puesta en escena por motivos misteriosos, el crucificado debía haber resucitado de verdad.
—Hay suficiente oscuridad como para no creerlo, querido Juan, pero hay claridad bastante como para creerlo —había dicho Pedro, más para sí que para su compañero.
Al día siguiente los once habían partido hacia Galilea, no solo por la posibilidad de que su maestro se les apareciera realmente, sino para evitar finalmente los peligros.
En cuanto a Judas Iscariote, había corrido la voz en Jerusalén de que se había suicidado después de haber devuelto el precio del vendido y haber pedido en vano ser juzgado por el sanedrín como mentiroso acusador de un hombre justo. Marcos, al oír estos rumores y habiendo sabido por Juan que el traidor se había unido al entorno de los zelotes revolucionarios, había supuesto que habría denunciado al nazareno pensando que el arresto habría causado una sublevación popular que habría puesto al maestro en el trono de Israel y Judas se habría reafirmado en su idea cuando el propio rabino no solo le había dicho que conocía sus intenciones, sino que, además, le había exhortado a no entretenerse. A la vista de lo opuesto del resultado, el traidor se habría sentido culpable según las leyes de Moisés por haber denunciado a un inocente y, como el sanedrín no le había querido procesar y condenar, se habría ajusticiado a sí mismo. Marcos tenía un buen corazón, pero el juicio moral de muchos sobre Judas habría sido de condena absoluta.
Un día los hechos recogidos por Marcos en esos días y otras noticias sobre el maestro nazareno que habría obtenido de Pedro se reunirían en su librito Evangelio de Jesucristo, hijo de Dios: sería el propio Marcos el que inventaría el género literario del evangelio, es decir, la buena nueva. Pero eso ocurriría muchos años después, más allá de nuestra historia.
Dos semanas después de haber dejado Jerusalén, los once habían vuelto y habían llamado a la casa de Marcos y su madre. Les habían contado que Jesús de Nazaret se les había aparecido realmente en Galilea, ordenándoles volver a Jerusalén a predicar la buena nueva de su resurrección y de la salvación eterna para los seres humanos, y de extenderla a continuación a todas las naciones.
Marcos se había mostrado incrédulo. Había sugerido a Pedro:
—… ¿Y si pura y sencillamente habéis sufrido alucinaciones?
—Estamos seguros de que no —había respondido el jefe de los discípulos—. Todos tenemos ahora luz más que suficiente para creer, aunque comprendo que para ti y para cualquiera que no haya visto al maestro resucitado haya oscuridad bastante como para no creer. ¿Sabes? Creo que siempre será así: luz y sombra, confianza y desconfianza en nuestro testimonio sobre Jesús resucitado nos acompañarán hasta el fin del mundo.
A diferencia de Marcos, María había glorificado al maestro, completamente convencida de que había resucitado de verdad, aunque no le hubiera visto. Los apóstoles, es decir, los enviados como, como ya se definían los once, le habían pedido que rogara al hijo que consintiera tenerlos como huéspedes. El joven, a pesar de su escepticismo personal, había aceptado por amor a su madre. Así que su casa se había convertido en la sede de la dirección de la recién nacida Iglesia.
Sin estas oportunidades y contactos, Marcos nunca se habría encontrado en disposición de poder investigar sobre el asesino de su padre.
Capítulo V
Cumplidos los veinte años, el joven se había casado con la única hija de Pedro, Ester, de catorce años. El matrimonio había sido acordado por los respectivos padres, como entonces era habitual en Israel. Se trataba de una buena chica que, sometida al marido como era normal entre las esposas judías en aquel tiempo, se veía parcialmente recompensada, como todas ellas, ejercitando una autoridad férrea sobre los hijos menores de edad y, a veces, tratando de influir sobre ellos posteriormente, igual que trataba de hacer María con Marcos, aunque con poco éxito. Ester había aceptado las enseñanzas religiosas de su padre y creía en Jesucristo resucitado. A diferencia de su suegra, su cultura era casi nula, pero, en ese entorno antiguo, eso se consideraba normalmente como un mérito más que un defecto en una mujer. Iba a dar hijos a Marcos y, a causa de los muchos viajes que el marido emprendería años después, estaría a menudo sin él, en la sombra de su casa de Jerusalén. Ahora mismo podemos hacerla salir de nuestra historia.
Cinco años después del matrimonio, era el año 793,10 Marcos había cumplido finalmente la mayoría de edad y había pasado a ocuparse directamente de sus negocios. Seguía siendo escéptico acerca de la resurrección de Jesús: era el único del grupo que no había pedido el bautismo cristiano.
Entretanto la Iglesia, compuesta al inicio por cerca de ciento veinte personas, había aumentado y ya sobrepasaba, solo en Jerusalén, el número de treinta mil, a pesar de la hostilidad del sanedrín, lo que llevaba a persecuciones que causaban arrestos y a homicidios. Parte de los cristianos habían por tanto abandonado la ciudad, iniciando la evangelización de Samaría y otras regiones. Se habían fundado otras iglesias menores y comunidades importantes en Damasco y Antioquía de Siria, todas tributarias de la de Jerusalén.
El primo de Marcos, Bernabé, al encontrar cristianos en Salamina, cuya mínima iglesia dependía de la de Antioquía y estaba compuesta por inmigrantes de esa ciudad, se había visto afectado por su predicación. Conociendo bien las Sagradas Escrituras, se había convencido de Jesús era realmente el Mesías anunciado por los profetas y se había convertido. No teniendo hijos a los que dejar sus bienes, había vendido su propiedad, se había mudado con su mujer a Jerusalén y había donado lo ingresado a la Iglesia. Luego había empezado a colaborar con Pedro. Al hablar griego, la lengua internacional del imperio, y tener cultura bíblica, había encontrado enseguida trabajo como enviado en diversas regiones.
Entretanto, en el bando opuesto, un hombre natural de Tarso que se llamaba Saulo, que con Bernabé y durante algún tiempo con Marcos iba a tener parte importante en nuestra historia, había empezado a perseguir a cristianos por encargo del sanedrín, consiguiendo éxitos relevantes.
Saulo era ciudadano romano por nacimiento, bajo el nombre de Pablo, seguidor del gran maestro Gamaliel de Jerusalén. Era una persona muy inteligente y también, gracias a sus estudios personales, había adquirido una profunda cultura. Disfrutaba de un gran vigor físico y de una fortaleza mental que se desbordaba en una capacidad hipnótica y su persona producía una gran fascinación a pesar de su fealdad: a diferencia de Bernabé y Marcos, personas altas, delgadas, de rasgos finos y con mucho pelo y frondosas barbas, Saulo era calvo desde joven, gordo y pequeño de estatura, tenía unas cejas muy pobladas y pelos ralos en el rostro, en que exhibía una nariz gigantesca. Ahora no importaban sus miserias físicas, pero de joven no había sido así: habían sido objeto de burlas y de apodos haciendo que su carácter se volviera propenso a la ira. Sin embargo, gracias a largos ejercicios, la había vencido hacía mucho tiempo y cuando encontraba un obstáculo o, peor, un comportamiento hostil, en lugar de cólera sabía extraer una indignación constructiva enérgica pero tranquila. Viudo prematuramente, había decidido dedicar su vida a Dios y, considerando servirle, en el 787,11 se había puesto a las órdenes de sanedrín, convirtiéndose en cazador de cristianos, pero esa tarea duraría solo tres años, pues luego Saulo entraría él mismo en el grupo de los perseguidos. En el 790,12 mientras por encargo de sus superiores estaba dirigiéndose a pie a Damasco, con guardias, para identificar y capturar a seguidores de Cristo y estaba a la cabeza de los suyos, estando ya cerca de la ciudad había caído de golpe al suelo13 como golpeado por un rayo invisible. Había visto, solo él, al Resucitado envuelto en un fulgor de luz cegadora, mientras que sus hombres solo habían oído las palabras que Saulo iba pronunciando entretanto: Primero había dicho con voz potente, con los ojos cerrados, como si estuviera repitiendo involuntariamente lo que estaba oyendo: