—Escúchame bien —había contestado Anaximandro alzando la voz—: no le conozco, no ha estado nunca aquí y ahora tengo cosas que hacer —Y le había cerrado la puerta en las narices y había vuelto a poner el pasador. Marcos había dado dos golpes secos a la puerta como invitación perentoria para que abriera, pero desde el interior le había llegado el aviso: —No me molestes con preguntas absurdas o te las verás con el perro. No tengo tiempo que perder, debo enganchar las mulas e irme. —Volveré esta tarde, cuando dejes de estar enfadado. Y te recuerdo el quinario de plata. No, te daré un quinario de oro. —¿De oro? —Había oído en un tono sorprendido. Marcos había esperado en la calle a que el carretero saliera con el carro del establo adyacente: quería echar una mirada en el interior. Había po