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El tiempo avanzaba en la imponente mansión de los Duques Fitzwilliam. Las siete de la mañana se convirtieron en las ocho, las nueve y las diez. ¡Incluso ya eran las once y Thomas aún no había aparecido! Parecía que nadie se preocupaba por el carruaje, mientras Isabella se sentía como si hubiera quedado plantada en una cita que solo existía en su mente. «¿Por qué no ha llegado? Él prometió estar aquí temprano en la mañana. Tenía tanta seguridad en sus palabras que le creí», pensó Isabella mientras se sentaba en una de las hermosas ventanas, decoradas con suaves cojines para descansar e incluso dormir si así se deseaba. La joven se recostó allí como una princesa aburrida, observando el paisaje hasta que una de sus doncellas interrumpió sus pensamientos. —¡Señorita Fitzwilliam, ha llegado a