Era temprano en la mañana cuando Emily paseaba por las bulliciosas calles de Londres. La llovizna que había comenzado al bajar del barco había cesado, pero el cielo seguía oscuro y gris. Alzó la vista y contempló las espesas nubes.
«Detrás de todo eso se esconde un hermoso sol matutino» pensó, suspirando. En ese momento, un hombre apresurado la golpeó en el hombro mientras pasaba a su lado.
—¡Ve por donde caminas! —exclamó el hombre, sin prestar atención a su propio descuido. El corazón de Emily se aceleró de susto y no tuvo tiempo de responder, ya que el hombre continuó su camino.
—Qué amargado... —murmuró mientras recogía su maleta que había caído al suelo. El bullicio de la ciudad llenaba el ambiente. Emily observaba detenidamente a la multitud que se aglomeraba en las calles, hombres, mujeres y niños que iban y venían. El ruido ensordecedor de las personas gritando, las máquinas a vapor y los carruajes tirados por caballos, el olor a comida callejera, tabaco, agua estancada, heces de caballo y pescado podrido del muelle. Todo esto le recordaba que se encontraba en otro país, en una nueva realidad.
—¡Mi dinero! —exclamó en voz baja mientras sacaba su monedero del bolsillo de su modesto vestido —. Tengo cuatro dólares americanos... tengo que cambiarlos a la moneda local. ¿A dónde debo ir? ¿Cuál será el tipo de cambio? —Emily siempre tenía la costumbre de decir sus pensamientos en voz alta.
Con la necesidad de cambiar sus dólares por libras esterlinas, se dispuso a buscar a alguien que pudiera ayudarla. Pero mientras caminaba e intentaba preguntar a los transeúntes por una dirección, se dio cuenta de que esta tarea aparentemente sencilla se iba convirtiendo en una labor titánica.
«Si solo fuera más bonita, quizás serían más amables... a las chicas bonitas siempre las tratan bien». Esta vez, mantuvo ese pensamiento para sí misma y desvió la mirada hacia la vitrina de una tienda de telas. Cuando vio su reflejo, se asustó al ver lo terrible que lucía. Era evidente que la lluvia había arruinado su ya sencillo aspecto.
Su cabello castaño siempre lo había detestado, no era liso ni enrulado, simplemente tenía una textura perfecta para adquirir volumen en días húmedos como aquel, dándole un aspecto despeinado. Sin embargo, en la parte superior, su melena estaba aplastada por el incómodo sombrero que ahora colgaba de un lazo en su cuello, mientras que la trenza que había usado para sujetar sus rebeldes mechones se encontraba completamente deshecha debido a la llovizna. El frío había conferido a su piel pálida dos tonos más de palidez, otorgándole una apariencia enfermiza, especialmente porque ella era muy delgada. Ser pálida y esbelta no era una combinación favorecedora en aquellos tiempos, y eso Emily lo sabía.
En su aspecto físico, no había nada destacable (según su opinión): su rostro era pequeño, sus ojos de un café muy oscuro y sus cejas pronunciadas. Nunca había dejado sin aliento a ningún chico o llamado la atención lo suficiente como para que alguien se volteara a mirarla dos veces. Emily estaba acostumbrada a escuchar comentarios sobre lo común que era su rostro, comparable a las monedas de cobre que cambiaban de manos en el mercado, o sobre cómo no tenía el rostro de alguien que pudiera pagar una dote matrimonial. Esos comentarios nunca se le olvidaban, y en ese momento resonaron en su mente, mientras intentaba acomodarse un poco y darle algo de color a sus mejillas pellizcándolas.
—Necesito encontrar un lugar para cambiar mi dinero —murmuró la joven, volviendo su atención al camino.
Decidida a encontrar una casa de cambio por sí misma, Emily caminaba observando todo a su alrededor, pasando frente a los negocios y tiendas. Al cruzar la calle, divisó a un jovencito, un pregonero, que se preparaba para vender los periódicos del día. Al verlo, Emily esbozó una sonrisa y dijo:
—Ese niño debe saber dónde hay una casa de cambio. Si le compro un periódico, seguramente accederá a responder mis preguntas.
Resuelta, Emily se dispuso a acercarse al joven pregonero, que parecía tener apenas doce años.
Mientras el jovencito estaba al frente, cruzando la calle, Emily esperó pacientemente a que la bulliciosa y peligrosa vía, plagada de carruajes y caballos, se calmara un poco para cruzar al otro lado. Pero mientras aguardaba, un lujoso carruaje de un oscuro y lustroso color se detuvo justo frente al joven pregonero. Era evidente que su ocupante era adinerado, ya que su carruaje destacaba entre los demás.
Entonces, descendiendo del elegante carruaje, un hombre con un sombrero de copa alto y porte distinguido salió. Se podía percibir que pertenecía a la aristocracia, con su espalda recta como un poste y su andar digno. El hombre se acercó al muchacho y le preguntó con cortesía:
—¿Has vendido algún periódico esta mañana, jovencito?
El chico, que se veía desaliñado en comparación con el elegante caballero, respondió:
—Todavía no, señor. Acabo de llegar de la imprenta y los estoy organizando.
—Perfecto —dijo el caballero con una sonrisa, sacando su billetera de su costoso traje.
Mientras esto ocurría, Emily finalmente logró cruzar la calle y se acercó al pregonero decidida a comprar un periódico. Con una pequeña sonrisa, como si estuviera de buen humor constantemente, esperó su turno mientras el hombre elegante realizaba su compra. Sin embargo, escuchó al caballero decir algo que la sorprendió enormemente:
—Aquí tienes —dijo, entregándole al pregonero dos monedas de oro sólido, dejándolo asombrado—. Dame todos los periódicos y quédate con el cambio.
Aquel hombre distinguido y de porte elegante resultó ser Campbell, el mayordomo de la mansión Wolfsbone. Había ocurrido un "incidente" la noche anterior, y la idea de buscar una esposa para su señor a través de un simple anuncio en el periódico debía ser eliminada de inmediato. Sin embargo, cuando Emily escuchó que el hombre compró todos los periódicos, quedó tan sorprendida que estuvo a punto de decirle que eso no era justo. Pero en ese momento, cuando estaba a punto de quejarse, un toque de corneta sonó, eclipsando su protesta...