El supuesto castigo que le impuse a mi hijastra duró poco, a los pocos días le devolví el teléfono, después de haber implementado en casa lo que llamé, con ironía, mi “nueva política de puertas abiertas”. Básicamente saqué todas las puertas de sus goznes, no dejé ni la del baño. —Papá, te estás pasando —se quejaba mi niña mientras me veía apoyar esa última puerta contra las otras, en una esquina de mi habitación—. ¿No crees que merezco un mínimo de intimidad? —Dadas las circunstancias, me importa más tu seguridad que tu intimidad. Si quieres el teléfono de vuelta, tengo que estar cien por cien seguro de que no lo vas a usar para seguir chateando con ese tipo. —Pero… —¿Qué prefieres, el teléfono o las puertas? —la interrumpí. —El teléfono —admitió, tras pensarlo un instante. Así de en