Alrededor de cinco minutos después la tenía llamando a mi puerta. Le di permiso, y se quedó de pie en el umbral, dubitativa.
—Cariño, acércate —le pedí, incorporándome.
Obligó a sus piernas a obedecerme. Caminó hasta situarse a un metro escaso de mi cama. Me senté en el filo del colchón y estiré los brazos, invitándola a terminar de acortar distancias. Dio un par de pasos más, entregando sus estrechas caderas a las manos de su padre.
—No te has limpiado la cara —observé.
—No. Pensé que…
—Estás muy guapa —la tranquilicé.
Era preciosa, más aún con la carita cubierta por mi corrida. Hay algo inherentemente morboso en mancillar un rostro inocente. En mi hija convergía la vergüenza de una chiquilla inexperta con la urgencia s****l de una sumisa desesperada, de una zorra masoquista.
—¿Cóm
