Durante catorce años, Elvira había vivido bastante tranquila. Es verdad que alguno le había llamado alguna vez bruja bromeando, pero no había sufrido persecuciones. Incluso había tenido propuestas de matrimonio. Pero ella, harta de los hombres, había rechazado todas.
En los primeros tiempos había tenido que defenderse del hermano del notario, que, impenitente, había ido a su hogar a abrazarla, sin conseguirlo, por la habitual defensa de la mujer. Por eso había nacido en él un rencor enorme, mientras que su deseo iba aumentando igualmente. Por suerte, los parientes le habían encontrado por fin un trabajo respetable en Roma y se había ido, dejándola en paz.
Entre los cortejadores había estado ese Remo Brunacci que le había arruinado, el borracho del pueblo, al que siempre había echado burlándose de él. Cuando este acudió al párroco, presa del vino, diciendo haber perdido el m*****o por la magia de Elvira, el sacerdote había comprendido que se trataba solo de ebriedad y que el remedio era la abstinencia. Había por tanto fingido ver entre las piernas del hombre la desaparición de los atributos viriles y luego había encerrado a Brunacci para que se disipasen los humores, también gracias al uso de agua: común, no bendita, al contrario de lo que le había dicho para tranquilizarlo. No había previsto las consecuencias. El pueblo había empezado a murmurar contra Elvira, luego a reclamar a voces que fuera arrestada. Lo peor es que esos días estaba en el pueblo el juez Astolfo Rinaldi, que visitaba al notario.
—¡Rinaldi! —repetí al oír el nombre del viejo superior, interrumpiendo la narración del moribundo.
Él era el hermano del notario. Gracias a los importantes parientes de su cuñada, se había incorporado al Tribunal de Roma, donde había hecho carrera rápidamente. ¿Tal vez él mismo, me pregunté, había puesto la carta anónima en el buzón apropiado de la Inquisición en Roma? ¿Por venganza? Por otra parte, el párroco, asustado por la nueva situación y en particular por algunas miradas que el juez le había lanzado poco antes de partir, había presentado a su vez, en la gendarmería del ayuntamiento, su propia denuncia oficial, transmitida de inmediato a Roma. El sacerdote había temido vilmente perder su propia vida, es más, lo había considerado muy probable, ya que sin duda no habría sido el primero en ser arrestado, torturado y condenado por complicidad con la brujería. El resto ya lo sabía y yo mismo había llevado las consecuencias a su extremo. Lleno de remordimientos por su falso testimonio, por otro lado jurado ante Dios, después del proceso el párroco había vivido pobremente en el habitáculo donde había estado recluido Brunacci, se había puesto el cilicio, se había sometido a humillaciones de todo tipo, había renunciado a cualquier placer, incluso al más inocente. A punto de morir, siendo inútiles los temores que, aunque fuera en el remordimiento, habían seguido atormentándole, había querido advertirme de lo que estaba sucediendo de nuevo, esta vez a Marietta y la rubia y bella hija de Elvira. Cuando llamó a su puerta el santo pelotón, la madre, intuyendo algo malo, había metido a Marietta debajo de la cama, después de haberle indicado en voz baja que se quedara quieta y en silencio, por si pasaba cualquier cosa. Después de que los inquisidores se fueran con Elvira, la niña salió y, sin saber que habían apresado a su madre, había acudido al párroco denunciando que la habían raptado. El arcipreste, al corriente del arresto, no había aclarado el equívoco; por el contrario, la había dicho que, en ese momento, no se podía hacer nada por Elvira: ¡sabía bien que para estas cosas no había suficientes gendarmes! y que se tranquilizara por tanto. Ese mismo día la había alojado como sirviente de unos campesinos. Sin embargo, después de la ejecución de la madre, Rinaldi había venido a Grottaferrata con tres guardias del tribunal de la ciudad, había detenido a la jovencita con la excusa de investigaciones adicionales y se la había llevado a Roma. ¿Tal vez quería vengarse de Elvira culpando también a su hija? El párroco me pedía que investigara esto, por justicia, y que, si ante la justicia había un delito, castigara al culpable y sobre todo que averiguara, si era posible, la suerte de la joven y, si seguía con vida, la salvara de otros posibles males. Solo así podría morir en paz.
Prometí al agonizante que buscaría hacer justicia con todas mis fuerzas.
Durante el resto de la noche, alojado en el rico antiguo dormitorio del párroco, entre colchas suavísimas y sobre un cómodo colchón, no pegué ojo.
Hacía la medianoche expiró el moribundo; oí de hecho las oraciones del joven sacerdote, pero no me levanté para unirme a él.
Tenía en mi interior una gran sensación de flaqueza. No debería haber tenido remordimiento por la injusta condena de Elvira porque, como siempre, había actuado de acuerdo con la ley y según mi conciencia, pero sentía una inquietud molesta y una ligera náusea que no me abandonaría hasta la mañana.
Capítulo V
Al salir el sol me volví, después de haber rezado por el alma del sacerdote, y me volví solo, sin esperar al guardia. Actué por impulso, pero, reflexionando, ahora pienso que, aunque estando absuelto racionalmente, mi instinto deseaba recibir castigo en el mayor peligro de ese retorno solitario. Por otro lado, yo tenía y siempre he mantenido en la vida un gran valor físico y manejaba perfectamente la espada y el puñal que, como magistrado, tenía derecho a portar. De hecho mi padre, en cuanto se hizo cargo de mí, me había hecho recibir lecciones de un cliente suyo, el maestro de armas José Fuentes Villata, un hombre delgado pero vigoroso y, cosa rara para un mediterráneo, altísimo, casi un brazo más que yo: aceptado como guardia personal de Alejandro VI, se había mantenido después de la muerte de Borgia con su escuela de esgrima. En ese tiempo, ya no joven pero todavía un hábil espadachín, se había convertido en jefe de la escolta privada del exjuez Rinaldi.
Así que no partí solo y con miedo.
Siempre había tenido en cambio prudencia con los poderosos: ¿por qué correr el riesgo, en efecto, de un ataque de un esbirro de la calle debido a la enemistad de solo uno de ellos que te tenga antipatía y te persiga? Astolfo Rinaldi se había hecho muy poderoso. Este habría sido el verdadero peligro si le hubiera atacado. Este, al haber entrado en el círculo de Bartolomeo Spina y por tanto de su protector Médicis de Milán, ya antes de convertirse en el papa Clemente, había alcanzado el grado de Juez General, luego, después del saqueo de Roma, mientras yo había sido nombrado para su puesto, había sido elevado a noble caballero y promovido a Mayordomo Honorario de las Estancias de Su Santidad. Había tenido otros diversos encargos, diplomáticos y privados y se comentaba que también tareas secretas. Disfrutaba también, desde los tiempos de servicio en la magistratura, de la gracia del gélido y poderosísimo príncipe de Biancacroce.
Ya sabía desde hacía tiempo que Rinaldi era un hombre ansioso de dinero. Cuando era todavía magistrado, había logrado acumular riquezas ingentes. Había hecho regalos suntuosos a Clemente, ese pontífice que, después de morir, sería llamado el Papa de los achaques, también hambriento de dinero y sediento de alabanzas, que le había prodigado el juez y sin duda de esto le había venido al caballero Rinaldi la recompensa de su éxito.
En realidad, al inicio de mi carrera yo no había entendido a ese hombre y siendo un joven ingenuo deseoso de justicia, la había tenido por maestro, pero, después de un cierto tiempo, habiendo apreciado este mi devoción y tomándola por tímido sometimiento, entendiendo que podía fiarse de mí se había abierto un poco. Un día en el que estaba particularmente contento y tal vez había bebido más de lo debido, me había dicho sin contenerse:
—Todos comemos de la caza de brujas: yo, tú… ¡todos! Es un negocio: esbirros, carceleros, escribanos y cancilleres, cómitres, verdugos; leñadores, carpinteros, fogoneros y… nosotros los jueces —Me había guiñado un ojo—. ¡Vivan esas malditas! —había añadido, levantando la mano como si tuviera una copa para brindar—… ¿Y las ventajas políticas? Los poderosos hacen todo lo que les place y la culpa de todos los males es de las brujas. O, si no, de los judíos, los «pérfidos asesinos de Cristo»… ¿y qué pasa con los tenderos? ¡Qué bueno es que la plebe se enfade con ellos! ¡Qué bien que cuando un príncipe reduce el contenido en metal precioso de la moneda, ese envilecimiento se atribuya a esos pobres que, debiendo consecuentemente aumentar los precios, parecen los principales causantes de ese mal! Y luego nos toca a nosotros intervenir para ponerlos en la picota pública para tranquilizar al vulgo y, cada cierto tiempo, tal vez ahorcar a alguno. ¡Qué éxito para el orden público, querido Grillandi! ¡Qué tranquilidad para los grandes, cardenales, príncipes, banqueros! Es todo un negocio, querido mío, y somos los fieles servidores de ese inmenso poder. ¿No te hace sentir orgulloso?
Me había dado náuseas. Durante varios días había estado tentado de abandonar todo y dedicarme a la abogacía. Recuerdo bien haber pensado:
«¿Y si el juez Rinaldi, tan apegado al dinero, hubiera influido en las sentencias en ciertos casos bajo soborno?» Recordaba de hecho que en más de un caso, mientras que yo lo habría mandado sin duda a la hoguera, él había dictado prisión en su lugar. Por el contrario, en otros casos que, para mí, eran solo de prisión, mi superior había sentenciado la hoguera. En concreto, me había quedado indeleble el caso de Giannetto Spighini, hombre rico de familia de mercaderes, funcionario no aristócrata de las finanzas del papado. En su momento había comprado ese cargo para aumentar su prestigio social.
Me habían encargado su caso en los primeros tiempos de mi carrera, cuando mi estima por Rinaldi era grandísima.
Conocía el proceso con anterioridad porque vivía en su bonito palacio enfrente del alojamiento que yo había arrendado y me había dirigido el saludo y habíamos entablado conversación alguna vez de la terraza al balcón. Era una persona espontánea y apasionada y en realidad también estrambótica hasta el punto de parecerme alguna vez incluso un loco, como cuando se sentaba sobre la terraza con su torso desnudo para disfrutar, según él, del benéfico influjo de los rayos del astro solar. Una tarde de verano salí a tomar un poco el aire a la pequeña terraza y le sorprendí apoyado en su balaustrada, con la cara fruncida y la boca doblada en una larga mueca de disgusto. Al verme, sin ni siquiera saludarme me había dicho con vehemencia:
—Señor mío, ¿para cuándo la justicia? —Creí que hablaba como un filósofo, del mundo en general y sonreí—. ¡No hay nada de lo que sonreír, juez Grillandi! Usted, perdóneme, es joven: hay porquerías que usted no llega a imaginar. Ese príncipe de Biancacroce, que roba a mansalva, ¿lo conoce?
—De nombre sí —le respondí de mala gana.
—Y estoy seguro —había continuando interrumpiendo mi última palabra— de que además de ser él mismo un ladrón, es el verdadero jefe secreto de los bandoleros de la campiña romana, el hombre misterioso del que se murmura que se le protege en Roma y de quien nadie ha descubierto, o querido descubrir, su nombre. Yo lo he visto, con estos ojos, admitir con toda la cara dura, en plena Tesorería, a un individuo feo con todo el aspecto de un bandido al que habían escoltado sus propios guardias privados y recibir de él un saquito que tintineaba como si estuviera lleno de monedas, para luego hablarle a la oreja, como si le diera informaciones secretas y finalmente dejarlo ir sin molestarle.
—Perdone —había tratado de corregirle—, ¿no piensa que podría ser un simple p**o de impuestos?
—¡Pero qué p**o de impuestos! Soy funcionario, lo sabía, ¿no? ¿Y si luego he vigilado al príncipe y le han mandado a través de él esos bajoccos2 y en otras ocasiones se va a la campiña romana con su escolta privada y un carro vacío y nadie sabe para qué y a la vuelta ese carro está lleno?
—Iría simplemente a comprar provisiones para su despensa, ¿no? —repliqué, está vez en tono descortés.
En ese momento, entendiendo que tal vez había hablado demasiado, había suspirado y se había vuelto a su casa.