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Heredera de un Pecado

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Por expresa voluntad de su recién fallecida Madre, Josina viajó sola y si dinero desde Italia hasta Inglaterra para ponerse bajo la tutela del Duque de Nevondale. Cuando Josina llegó a Nevon descubrió que el lugar era maravilloso… tanto como su dueño. No obstante el Duque era un mujeriego y para salvarlo de un duelo, Josina tuvo que fingir ser su amante. Aunque aquello evitó un escándalo, la reputación de Josina quedó arruinada y el Duque decidió que tendrían que casarse. Ella lo amaba, pero no podía aceptar que se casara con ella sólo por obligación…

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Capítulo 1-1
Capítulo 1 1879—MAMÁ... mamá! Jasina corrió hacia la cama de su madre y se inclinó sobre ella. Acto seguido, dijo: —Ya estoy aquí, Mamá. ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que te pasa? Lady Margaret Marsh levantó con lentitud la mirada hacia su hija. —Ya estás... aquí..., mi amor— repuso con voz titubeante. Josina se sentó en el borde de la cama. —¡Pero... si estás enferma, Mamá!— exclamó—. ¿Por qué no enviaste por mí antes? —Deseaba... verte..., mi amor— dijo Lady Margaret—. Ya has llegado. Eso es lo que... importa. Josina miró a su madre con ojos preocupados. Lady Margaret, desde la muerte de su esposo, se había desmejorado alarmantemente. Le pareció ahora a Josina como si se hubiera encogido y convertido en un ser más pequeño y frágil a como la recordaba. Su madre guardó silencio y la muchacha se puso en pie. Se quitó el sombrero y lo dejó sobre una silla. Llevaba el sencillo vestido que constituía el uniforme en la escuela de monjas de Florencia donde había estado interna durante dos años. Cuando la Madre Superiora envió por ella, se preguntó qué sucedería. La monja le informó: —Recibí una carta de tu madre, Josina. Desea que vayas a casa en seguida. —¿En seguida?— repitió Josina—. ¿Qué sucede? —No lo sé— contestó la Madre Superiora—, pero he arreglado las cosas para que la Hermana Benedict te lleve con ella. Saldrán dentro de una hora. No parecía querer responder a más preguntas. De modo que Josina se apresuró a hacer su equipaje. En cualquier caso, debía dejar el convento al final del ciclo escolar, por lo que constituyó una sorpresa que su madre enviara por ella tres semanas antes. No podía imaginarse de qué problema se trataría, y durante todo el viaje con la Hermana Benedict en el lento tren que iba de Florencia al pequeño poblado de Pavia, donde su madre vivía, estuvo dándole vueltas a la cabeza. Y no cesó de hacerlo hasta que entró en la casa y la doncella italiana le comunicó que Lady Margaret estaba en su dormitorio y que se encontraba enferma. Josina, comprendió de inmediato que su madre no sólo estaba enferma, sino muy grave. Sintió como si una mano fría la apretara el corazón. Se preguntó qué podría hacer. A la vez, era lo bastante sensata como para saber que debería mantener la calma y escuchar lo que su madre tenía que decirle. Las ventanas estaban abiertas y una brisa fría hacía ondear las cortinas. Obligándose a caminar con lentitud, Josina regresó junto a la cama. La mano de su madre se hallaba sobre la sábana y, cuando se la tocó, advirtió que estaba muy fría. Tanto, que se puso rígida y sus ojos mostraron un gran temor mientras decía con suavidad. —Aquí estoy, Mamita querida. Lady Margaret abrió los ojos y susurró: —Hay unas... gotas... sobre la mesa que ha dejado el doctor. Pon tres de ellas... en mi lengua. Su voz era muy débil y se expresaba con dificultad. Sin hacer comentario alguno Josina hizo lo que su madre le indicara. La pequeña botella negra era, pensó Josina, decididamente siniestra. Sacó el gotero y, con gran cuidado, depositó tres gotas en la boca de su madre. Lady Margaret aspiró hondo. Casi transcurrió un minuto antes de que abriera de nuevo los ojos. Ahora su voz era más fuerte. —Me siento... mejor. Ahora..., escúchame..., Querida. —Te escucho, Mamá— dijo Josina—. No sé por qué no enviaste por mí antes. Habría venido en seguida. —Lo sabía, pero deseaba... que terminarás... tu educación. Sin embargo, ya no hay... hay tiempo. —¿No hay tiempo?— preguntó Josina en un murmullo. Lady Margaret aspiró hondo. Luego, dijo: —Voy a morir..., mi amada... hijita..., y no hay nada... que los doctores puedan... hacer. Así que ambas debemos ser... muy sensatas... y enfrentar... tu futuro. Josina emitió un sonido leve, casi como el sollozo de un niño. Se inclinó y besó la mejilla de su madre. —¡Te quiero..., te quiero, Mamá! ¿Cómo puedes... abandonarme... cuando te necesito tanto? —Eso es lo que... me preocupa— dijo Lady Margaret—; pero sabes..., Querida..., que estaré con tu padre..., y eso es lo que deseo... sobre todas las cosas. Josina contuvo las palabras que acudieron a sus labios porque las imaginó egoístas. Se había dado cuenta, desde que su padre muriera en un absurdo e innecesario duelo, que a su madre le resultaba imposible vivir sin él. Nunca había sido fuerte y, desde el momento en que quedó sola, pareció consumirse día a día; tanto, que atemorizaba observarlo. Había enviado a Josina de regreso a la escuela, indicándole que no se preocupara por ella. Mas Josina comprendió, al enterarse de que tenía que volver a casa, que realmente sabía que ésa era la razón. No habló, sino que se limitó a alzar la mano de su madre hasta sus labios, y la besó. —Ahora, escúchame... con mucha atención— dijo Lady Margaret—, porque tengo... todo planeado, y tendrás que prometerme... que harás exactamente lo que te diga. Josina asintió con la cabeza. —Por supuesto que lo haré, Mamá. Pero, ¿qué será de mí, sin ti? Su voz se quebró en las últimas palabras. No obstante, al comprender que perturbaría a su madre, se obligó a mantener el control. Su madre continuó: —Estuve... pensando en lo que... podrías hacer, cariño, y la respuesta... está muy clara... en mi mente. Debes ir a mi antiguo... hogar. He escrito una carta, pidiéndole al nuevo Duque de Nevondale... que se haga cargo de ti. Josina la miró con los ojos muy abiertos. —¿El Duque? Pero, Mamá, ¡él no me admitirá! Nadie de tu familia te ha hablado ni escrito desde que … huiste con Papá. —Lo sé, mi amor— dijo Lady Margaret—; pero tú sabes que, al fallecer mi padre, éste no tenía heredero, ya que mis dos hermanos... murieron cuando estaban... en el ejército. Quién heredó el título... es un primo muy lejano..., a quien nunca conocí. —Entonces, ¿por qué va a interesarse en mí?— preguntó Josina. —Porque, Querida, es el cabeza de familia— respondió su madre—, así que es el responsable de todos los miembros de la familia Nevon, no importa, quienes sean ni donde estén. —Pero..., Mamá— empezó a decir Josina. Lady Margaret hizo un pequeño ademán y dijo con suavidad: —Déjame.. hablar. Josina reclinó la mejilla sobre la mano de su madre, que todavía sostenía entre la suya. —Te escucho— murmuró. —Cuando yo... muera— dijo Lady Margaret—, y el doctor me ha prometido hacer... los arreglos para mi... funeral, tú viajarás a Inglaterra. De nuevo, aspiró hondo antes de continuar: —No podemos pagar a un guía, pero he ahorrado suficiente dinero como para que viajes en primera clase. Josina iba a protestar, alegando que le parecía un derroche innecesario, pero, antes de que pudiera hacerlo, Lady Margaret prosiguió: —No me gusta la idea de que... viajes sola... y me preocupa. Así que tendrás que hacer lo que te diga, mi amor. O sea, usar mi anillo de bodas. Josina miró a su madre, sorprendida, mas Lady Margaret continuó: —Viajarás con el nombre de señora Marsh y te pondrás mi vestido y mi sombrero de luto, los que usé en el funeral de tu padre. Calló como para recuperar fuerzas y Josina dijo: —Creo que te entiendo, Mamá. Te parece incorrecto que viaje sola, tratándome de una joven soltera. —Por supuesto..., está mal— admitió Lady Margaret—, y los hombres podrían aprovecharse de ella. Pero creo que si pareces... una viuda..., te dejarán en paz... y será lo mejor, cariño mío, que lleves siempre el velo sobre tu lindo rostro. Cerró los ojos, como si hubiera hecho un gran esfuerzo, y después de transcurrido algún tiempo, Josina comentó: —Haré lo que me dices, Mamá; te entiendo. —Encontrarás el dinero... en mi bolso— dijo Lady Margaret con dificultad—, y tendrás que administrarlo con mucho cuidado, porque es todo... lo que nos queda. Josina miró consternada a su madre. —¿Todo, Mamá? —Todo, repitió Lady Margaret—. Tuve que... pagar al... doctor y también darle dinero... para el entierro. Tu dispondrás del dinero... que nos queda. Pero lo importante es que... partas en cuanto... yo muera. Con un esfuerzo, logró añadir con voz más fuerte y firme: —¡Prométeme, y hazlo por lo más sagrado, que acudirás a ver al Duque! —Por supuesto lo haré, si es lo que deseas— aceptó Josina—. Sin embargo, ¿y si la familia está tan indignada todavía contigo que me echa de su lado? —No... lo hará— respondió con seguridad Lady Margaret—. Sería algo en contra del orgullo de la familia el dejarte morir de hambre. Y tal vez..., sólo tal vez, algunos de los otros miembros de la familia... me habrán perdonado... después de todos estos... años. Josina no pudo evitar pensar que aquello era poco probable. Con frecuencia había escuchado el relato de cómo su madre, que era la hija del cuarto Duque de Nevondale, se enteró de que habían arreglado su boda con el Principe Frederick de Lucenhoff. Lucenhoff era un pequeño principado en la frontera entre Alemania y Austria. Se trataba de una unión que complacía mucho a la Reina Victoria, quién ofreciera una cena a la joven pareja cuando ésta se comprometió. Recibieron muchos regalos, ya que el Duque era muy influyente y no sólo en la corte. También era muy conocido en los círculos hípicos, donde sus caballos habían ganado muchas de las grandes carreras clásicas. Lady Margaret, que entonces tenía tan sólo dieciocho años, no había sido consultada a propósito de si deseaba casarse con el Príncipe Frederick. Sólo le comunicó su padre, después de que se hicieran los arreglos, que su prometido era un príncipe coronado y que a su tiempo reinaría sobre Lucenhoff. Fue después de la llegada del príncipe a Inglaterra, mientras visitaban a unos familiares, cuando Lady Margaret conoció al Capitán d'Arcy Marsh. Ocurrió en una fiesta ofrecida por los Duques de Devonshire. El Príncipe Frederick y ella se trataban de los invitados de honor. El salón de baile se abría a un jardín que descendía desde Picadilly hasta la Plaza Berkeley. Cuando Lady Margaret salía del salón de baile con su última pareja, accidentalmente se le cayó el bolso con cadena de oro. Contenía éste un pañuelo, media guinea para dársela de propina a la doncella y un peine pequeño. Al caer al suelo, ella lanzó una exclamación. Y antes de que el anciano político con el que había estado bailando pudiera inclinarse, lo recogió un joven que llegó de improviso. Cuando ella tomó el bolso de sus manos, observó que era, sin excepción, el hombre más apuesto que conociera nunca. —Gracias— dijo con timidez. —Me siento muy honrado de serle útil— repuso el joven y sólo espero que mi recompensa sea que acepte bailar conmigo la próxima pieza. En ese momento, la orquesta empezó a interpretar un romántico vals. Lady Margaret miró con temor a su anterior pareja. —He disfrutado mucho bailando la otra pieza con usted— dijo el político—, pero será la única por esta noche. De modo que vaya, Querida, y diviértase ahora que puede hacerlo. Lady Margaret le sonrió y se volvió hacia el apuesto joven que, impaciente, esperaba a su lado. Éste la condujo por la escalera al interior del salón de baile y, mientras se deslizaban sobre la pista, le dijo: —Me preguntaba, desesperado, cómo podría lograr que me presentaran a usted. Y no sabe lo agradecido que le estoy a su pequeño bolso. Lady Margaret se rió. Su pareja insistió: —Lo digo en serio. ¿Cómo puede ser tan exquisitamente bella y, a la vez, ser una persona de verdad la mujer a quien tengo en mis brazos? Su forma de hablar ruborizó a Lady Margaret. Al mismo tiempo, algo en su tono de voz le hizo estremecerse, como si un rayo ligero la traspasara. Era algo que nunca antes había sentido, y mucho menos con el príncipe, de quién admitía ante sí misma que le inspiraba un cierto temor. Se trataba de un hombre muy pomposo, en extremo rígido y, pensaba ella, de alguien con quien resultaba difícil hablar. Se había preguntado, desde que se anunciara el compromiso, cómo podría casarse con un hombre que parecía tan alejado de ella como si se encontrara en la cima de una montaña. Tenía lo que su niñera llamaba “ojos fríos” y Margaret tenía la inquietante sensación de que jamás se sentiría a gusto con él. Ahora danzaba a lo largo y ancho del salón, mientras su pareja le dedicaba exquisitos cumplidos en el oído, lo que hacía que su corazón latiera más acelerado. Se movían perfectamente al unísono, como si fueran una sola persona. Antes de que la pieza terminara el desconocido la condujo al jardín.

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