Asentí. —Que así sea—, dije. Pude sentir que Seonaid me observaba y escuché su aspiración brusca; pensó que la estaba abandonando a la merced de ese hombre. —Puedes tenerla—. Les di a todos un momento para digerir mi supuesto consentimiento tan manso y poder sentir su decepción, —si puedes matarme primero.
Un clamor llenó la habitación cuando los guerreros agrupados mostraron su aprobación.
—¡Tienes una pelea en tus manos, Lachlan!— Dijo un gigante pelirrojo. —¡Debes matar a este Armstrong para ganar a la mujer!
—¡Bien dicho, Ill Will!— Un guerrero pecoso palmeó mi espalda con unas manos tan duras y pesadas como un yunque de herrero. —Ahora veremos que clase de hombre tienen en Liddesdale.
Los demás estaban igual de complacidos ante la expectativa de una pelea a muerte, ya que sabía qu
