Los guardias se alejaron y ellos quedaron solos. El pecho de Hiz subía y bajaba con rapidez. Dober solo sabía observarla y se preguntaba cómo podría sacarla de la conmoción en la que estaba sumida. Ella comenzó a llorar y parecía que las fuerzas la abandonaban. Dober respiró hondo y le extendió una mano. —Te estás ensuciando, levántate. Sorpresivamente, Hiz tomó su mano y se recompuso. Él sacó un pañuelo blanco de seda del bolsillo interior de su chaqueta y limpió las manos de la chica. Hiz notó que Dober tenía un pequeño aruño que le cruzaba el tabique y llegaba hasta su labio superior. Pero, parecía que a él eso no le molestaba. Limpió en silencio las manos de Hiz, hasta dejarlas sin nada de mugre, después le organizó su cabello rojo fuego que lo llevaba suelto y le llegaba por