Hiz lo sabía, pero no podía detenerse, de hecho, todo lo que había dentro de ella se estaba chocando y batiendo una guerra.
—¡Estás loca! —gritaba Dane detrás de ella y sus amigas la apoyaban en el reclamo—. ¡¿Cómo se te ocurre despreciar a la segunda persona más importante del mundo?!
—¡Sí, Hiz, estás buscando que nos maten a todas por tu culpa! —gritó otra chica, una de cabello rubio y ojos rasgados color esmeralda.
—Parece que se te olvidan todos esos cuerpos que vimos en la plaza —soltó Dane con amargura.
Hiz se devolvió para verle las caras a sus amigas que detenían el paso en seco. Se encontraban a la entrada de un estrecho camino hecho de ladrillos rojos que las conducirían a una serie de callejones por el cual podrían salir de la diminuta ciudad para poder llegar a su aldea.
Hiz sabía que allí, en aquella soledad, podría decirles a todas esas chicas lo que estaba pensando sin que el miedo la detuviera.
—¡Es justamente por todos esos cuerpos, por esas personas! —Dijo con amargura y resaltó la última palabra con un tono de impotencia—. ¡¿Cómo se les ocurre recibir la invitación de la persona que mandó a asesinar a todos nuestros amigos, vecinos y familiares?! —Las lágrimas quemaban sus ojos—. ¿Acaso todas ustedes no son huérfanas de padre?, ¡él dejó que nuestros padres se murieran en esa mina, los enterró vivos!
Para ese momento, Dane ya se encontraba llorando; para ella, el recuerdo de su padre era mucho más doloroso que para la propia Hiz, ya que, su padre trabajaba doble tiempo en la mina para poder pagarle unas clases particulares de arte, por lo mismo, ella sentía que era la culpable de su muerte.
—Yo prefiero morir antes que aceptar las presunciones de ese sucio y asqueroso hombre —gruñó Hiz desde el fondo de su ser—. Prefiero morir antes que aceptar sus amabilidades.
Sus amigas estaban compungidas, subían los hombros en un intento desesperado por esconder sus caras.
Un silencio incómodo las consumió, y Hiz, sintiéndose ahora con un fuerte malestar de amargura, giró sus pies para poder seguir el camino con paso apresurado.
El camino hacia la aldea fue bastante silencioso, aunque, con el paso de una hora, al ver que ya el sol daba sus últimos rayos, algunas de ellas comentaban cosas sobre el cansancio de sus pies o el hambre que asolaba su estómago; sin esperanza de encontrar comida en su casa.
Cuando vieron el primer cuerpo colgado en una viga, que era devorado por las aves carroñas, todas recordaron el por qué Hiz había hablado con tanta amargura, y ella, supo que no estaba equivocada: todo lo contrario, actuó como a su padre le habría gustado, de hecho, le habría dicho que estaba orgulloso de ella.
Desde pequeña, Hiz había visto a las demás marcas humillar a la suya, por lo cual sabía que debía aprender a bajar la cabeza por su supervivencia, así fue como llegó a su mayoría de edad. Estaba acostumbrada, sí, de hecho, no se quejaba, porque, para su suerte, nunca le tocó dejar que hombres sucios y pervertidos tocaran su cuerpo, de hecho, contaba con la tranquilidad de tener un trabajo estable para poder llevar a su casa la comida y no tener que acostarse con hambre en las noches (como les pasaba a muchas personas de su aldea).
Sin embargo, desde que había conocido a Dober, notó algo en él, era… una cierta firmeza y seguridad que la dejaban decir no. De cierta forma, esa seguridad que él llegaba a inspirarle, le decía que estaba bien, que él no sería capaz de hacerle daño.
Cuando Dober la besó, aunque ella le estaba diciendo que no a su petición de irse con él, cuando él envió a su chofer para que la llevara a su casa, confirmó más aquella seguridad. Era como… si un hilo tan delgado que no era capaz de verse, comenzara a envolver a Dober y el inicio de ese hilo estuviera en las manos de Hiz, para que ella pudiera apretarlo o empujarlo hacia su cuerpo y así acercar al atado Dober Momson.
Esa sensación era… poder. Hiz comenzaba a sentir poder sobre el segundo hombre más importante de su planeta, y eso le daba miedo, porque podría comenzar a pisar en suelo falso.
Tal vez eso era lo que Dober quería que ella creyera.
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Era todo un espectáculo ver las naves nodrizas de la r**a Pluma cuando caía la noche. Cuando una se aparcaba sobre las ciudades de las marcas primitivas como la Infinito, muchos se veían obligados a elevar las cabezas para apreciarla: sus montones de luces que se asemejaban a ciudades flotantes; las enormes puertas de acero que se abrían para dejar entrar a las otras naves o bolas de cristal.
Esa noche, cuando las chicas llegaron a la aldea, no dejaban de parlotear sobre que al día siguiente podrían ver el despegue de la nave nodriza.
—¿Se imaginan que algún día un Infinito esté en una de esas naves? —preguntó una chica igual de pelirroja que Hiz.
—Primero se debería tumbar del poder a los Plumas —soltó Dane con tono burlesco, porque sabía que eso era imposible.
Hiz alzó la mirada hasta el centro de la nave, donde estaban dos plumas entrelazadas, como si fueran dos espadas cruzadas: eran blancas, tan relucientes que brillaban con todo su esplendor por las luces que estaban a su alrededor. Eran tan grandes estas plumas que, por alta que estuviera la nave nodriza, todo ojo en la tierra lograba verlas.
Por un momento la imaginación de Hiz logró visualizar en ese mismo lugar la marca de un infinito; y se vio tan precioso, tan imponente, que por un momento la chica llegó a creer que podría ser posible.
Pero después volvió a la realidad.
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Él era un insignificante Triángulo, sin embargo, eso no le impedía que llevara diez años enamorado de Hiz, porque sabía que estaba a su alcance. Porque tenía la tranquilidad que ningún otro hombre sería capaz de fijarse en ella, él era su única opción si deseaba en algún momento crear una familia. Porque sabía que ella era un Infinito.
Porque sabía que Hiz estaba por debajo de él, y eso era bueno, era tranquilizador.
Era muy raro que dos razas se juntaran, de hecho, era tan raro que aún Hiz no era capaz de aceptar al pobre y flacucho Ben. No es que él no le agradara, de hecho, le llegaba a parecer tierno, y más cuando lo veía esperando en la pequeña sala de su casa a que ella llegara de su extenuante jornada laboral, porque sabía que él vivía en la ciudad de los Triángulos, en un pueblito de a las afueras y eso quedaba a dos horas en tren hasta la aldea de los Infinitos.
Ben llevaba tres años haciendo esas visitas, llegando a un punto en que la madre de Hiz ya le daba cobijo en las noches, cuando se le pasaba el tren de la tarde. Las dos mujeres sabían que era bastante evidente que él dejaba que se le fuera el tren a propósito, para así poder quedarse a dormir, sin embargo, preferían no decirle nada, ya que llegaba a ser bastante gracioso.
Tanto para la madre de Hiz como para Dane, sabían que aquel chico estaba perdiendo el tiempo, porque el pobre muchacho nunca llegaría a ser correspondido.
Hiz sabía que el aceptarlo sería como brindarle a él un peso en su espalda que, seguramente, terminaría por derrumbarlo.
Sí, se habían dado casos de parejas de diferentes marcas, y no es como que estuviera prohibido que no pudieran juntarse, sin embargo, era bastante raro, a tal punto que las parejas decidían alejarse y buscar un reemplazo que fuera de su propia r**a.
Pero este caso era diferente, porque Hiz era un Infinito y Ben un Triángulo. Él era por encima de Hiz cinco veces superior en tema de jerarquía, y el que lo vieran a él en una relación amorosa totalmente estable con ella, o peor aún, que los vieran viviendo juntos… sería como reducir a Ben a su propio nivel.
Ya de por sí, Hiz sabía que al muchacho lo criticaban por las constantes visitas que hacía a la aldea de los Infinitos. Y, aunque Ben no se quejara o le comentara a ella los problemas que había tenido a raíz de esto, Hiz sabía que él decidió menguar las visitas una vez al mes para poder opacar los rumores.
Esa noche, cuando Hiz volvió a su casa, encontró en la sala a Ben y su madre estaba al lado del muchacho cociendo una camisa de color negra, desgastada. Eso le demostraba a la chica que las cosas no andaban bien; bueno, que estaban mucho peor que a como en la mañana, porque su madre solo remendaba las camisas cuando se sentía ansiosa y angustiada.
Cuando pasó el umbral de la puerta, tanto su mamá como Ben, se pusieron de pie.
—¡Por todos los cielos, Hiz, ¿qué son estas horas de llegar?! —exclamó su madre, tornando su rostro acalorado.
Se apresuró a acercarse a su hija, como para poder repararla y ver que sí estaba bien. Después, comenzó a cerrar la puerta con rapidez y la reforzó con la tranca.
—Perdimos el tren —informó la chica, mordió su labio inferior mientras pensaba en qué decir—. Pero no vine sola, todas las chicas de la aldea me acompañaron.
Hiz notó la presencia de Ben, a veces se le olvidaba que él estaba cerca. Cuando lo reparó, lo notó mucho más alto que antes y hasta un tanto con más masa muscular, sobre todo los brazos. Esto la impresionó, porque lo recordaba como un chico insípido, de esos que pasan tan desapercibidos que se te olvidan que existen: tan delgado que pensaba que podría llegar a romperse sus huesos; encorvado, hablando bajito y sonando muy inseguro.
Sin embargo, cuando lo barrió de pies a cabeza, se dio cuenta que no había crecido, era porque ahora posaba con la espalda recta y no se veía tan flacucho. Seguramente el nuevo trabajo en la empresa de inteligencia electrónica le estaba sintiendo bastante bien.
—Hola, Ben —lo saludó.
—Hiz —le mostró una sonrisa demasiado dulce, y Hiz notó que en el tema de personalidad no había cambiando nada de nada.
—¿Comiste algo? —inquirió su madre, soltó un resoplido y no esperó que su hija respondiera—. Claro que no, en ese mugriento hotel nunca te dan nada. Por eso estás así, tan flaca que un ventarrón es capaz de llevarte volando. —Se alejó refunfuñando—. ¡Ven, a comer!
Hiz estuvo a punto de replicar, ya que sentía que ese día ninguna comida llegaría a pasarle por la garganta, pero, cuando a su madre se le disparaban los nervios, era mejor no rechistar a sus órdenes. Además, sabía que su preocupación era bastante evidente: había perdido a su esposo, el perder a su única hija sería el infierno personificado.
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—Vi los cuerpos —informó Ben sentado en la cama con las piernas subidas al colchón.
Hiz rebuscaba en el escaparate de madera unas sábanas, tenía que ponerse de puntitas para poder sacar del fondo la manta con la que Ben siempre se arropaba cuando pasaba la noche en la casa.
—Pero los vi cuando venía hacia acá —aclaró con tono apresurado—. Por eso tu mamá me dijo que me quedara —Ben siempre justificaba el hecho de pasar la noche allí.
La joven volteó a verlo. Ahí, en la intimidad de la habitación, Hiz le pareció que por primera vez en muchos años (si no es que era la primera vez del todo) le pareció algo guapo. Tal vez se trataba que estaba usando ropa que se notaba que era nueva; que la camisa de color gris le hacía resaltar su piel acaramelada y sus ojos azules agua marina y ese cabello castaño oscuro, liso y despeinado, lo hacía lucir fresco esa noche.
Le pasó la sábana que Ben aceptó con un diminuto “gracias”. Hiz se sentó a su lado en silencio.
Ella no era muy parlanchina, de hecho, con Ben acostumbraban a pasar largas horas en silencio y parecía que para los dos eso estaba bien. Sin embargo, eso a Hiz le recalcaba que ellos no emparejaban de ninguna forma posible.
—Te vez más delgada que antes —comentó Ben mientras la miraba fijamente a los ojos.
—Y tú más… grueso —por no decir acuerpado, pensó Hiz.
—Ah… es que en la empresa me pidieron hacer ejercicio para ganar masa muscular —Ben se miraba el pecho y tomó la tela de la camisa en la parte del pecho con sus manos, hablaba con un tono casual, pero Hiz estaba segura que eso le hinchaba de orgullo.
—Me alegra —repuso ella con tono pasivo, casi rayando en el aburrimiento.
—En serio, no me gusta el color de tu cara, te ves muy pálida —repuso Ben.
—Siempre he sido de piel pálida —se excusó Hiz.
—Pero no tan pálida, hasta los labios se te ven blancos, ¿tendrás anemia?
—Es que… —Hiz sabía que debía dar una explicación o nunca la dejaría tranquila—, están sucediendo muchas cosas.
—¿Es cierto que en el hotel se están hospedando los Plumas?
—Sí, es algo extenuante, debemos estar todo el tiempo pendientes de ellos, —dejó salir un suspiro lleno de cansancio—. Y… —comenzó a gatear por la cama para sentarse al lado de Ben, con las piernas estiradas, él también las estiró y los dos se miraban las piernas—, bueno, ya sabes cómo son ellos.
—¿Te han tratado mal?
—No, la verdad es que no —y lo decía con certeza, a Hiz le parecía muy increíble, porque nadie le había hablado de manera grosera—. De hecho, siento que me han tratado bien. Bueno… a otras compañeras sí les han dicho cosas, a Lisa, ¿la recuerdas?
—Sí, la gordita que de niña llevaba siempre mocos en la nariz.
Los dos rieron un poco por eso.
—Sí, bueno, ella, —explicó Hiz—, la hicieron quedarse todo un día con los brazos estirados, sosteniendo una camisa en una ventana, porque uno de ellos quería ver cómo se secaba la camisa en su habitación. De hecho, parece que es un juego que tienen los de esa r**a, humillar de esa manera a los demás.
—Son unos imbéciles.
—Sí, son horribles —ahora Hiz se sentía tranquila de poder hablar animosamente con Ben, poder desahogarse con alguien. Aunque, sabía que no podía contarle lo de Dober y pedirle un consejo.
De pronto, Ben la rodeó con un brazo por la espalda y la atrajo hacia él, hasta que la chica quedó con su cabeza apoyada en el pecho del joven. Podía escuchar la calmada respiración, sentir el sube y baja paulatino que hacían sus pulmones y la sutil caricia que comenzó a darle a su cabello con las llemas de sus dedos.
—Hiz, ¿qué has pensado? —preguntó.
—¿Pensar de qué?
—Sobre esto, sobre nosotros.
—Ben… yo… Como están las cosas ahora… no creo que sea correcto tener esta conversación.
Aun así, él la acurrucó mucho más en su regazo y fue algo que le agradó bastante a Hiz, pero en el fondo algo le susurraba que no era correcto el estar depositando esperanzas o sentimientos en alguien que podría destruirse por el mero hecho de amarla.
—Esperaré todo el tiempo que sea necesario, Hiz —susurró el chico—. He podido esperar diez años, puedo seguir haciéndolo.
Ella alzó la mirada para observarlo al rostro y él mostró una sonrisa llena de amor. Se acercó lentamente a los labios de Hiz y comenzó a besarla, poco a poco llevó una mano hasta su mejilla.
Hiz se dejó llevar por aquel beso, por los tiernos labios de Ben, por aquel regazo reconfortante que él le daba cuando más lo necesitaba.
Se fueron echando poco a poco sobre la cama y los labios de Ben rodaron hasta el cuello de la chica y un poco más allá. Terminó encima de ella, llevando sus manos por el preciado busto de Hiz.
Como un rayo descontrolador, Hiz recordó el recuerdo de la mirada de Dober observándola desde el sillón donde le gustaba sentarse. Recordó su mirada profunda que la evaluaba, como si estuviera en ese momento viéndola con ganas de castigarla después.
—¡Ben, no! —soltó ella y con sus manos lo empujó lejos.
El chico quedó sentado a los pies de Hiz, observándola con sus enormes ojos azules brillantes, aturdidos por lo que acababa de pasar.
—Ah… Hiz… Yo… —comenzó su inseguridad a atormentarlo.
Hiz se abrazó a sí misma, aunque llevaba puesto su grueso vestido gris, ella se sentía desnuda, vulnerada y a la vez con una carga grande de culpa por pensar en el asqueroso Dober cuando estaba con aquel chico que solo quería amarla y cuidarla.
—No… Ben, no es… —sus labios temblaron por primera vez al no saber qué decirle—. Lo siento, es que…
—Lo sé, lo sé —Ben aceptó con un movimiento de cabeza—. Sé que nunca te habías besado con alguien. Lo siento, en serio, sé que quieres ir despacio, que esto es mucho para ti.
Oh… no, ahora su carga de culpa fue más grande: ¡ese no fue su primer beso!
Mi primer beso fue con el señor Dober, no puedo creerlo, pensó Hiz. Pero no dijo nada; claramente, el pobre chico se sentiría más mal que lo que ya venía sintiéndose.
—Es mejor que ya te duermas —Hiz se bajó de un salto de la cama—. Buenas noches.
—¡Hiz, espera!
La chica dio media vuelta para verle.
—¿Estamos bien? —preguntó Ben con cara asustadiza.
—Ben… —desplegó una sonrisa—, sería incapaz de enojarme contigo.
Aquello se notó que lo relajó bastante.
—Buenas noches, Hitzzy —dijo el muchacho, llamándola por su nombre completo.
—Buenas noches, Tontarrón —Hiz agrandó mucho más la sonrisa, tomó la lampara de gas de una mesa vieja de madera, cerca de la puerta de la habitación y salió rumbo al cuarto de su madre.
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—¡Por todos los cielos! —gritaba Hiz mientras corría por toda la habitación mientras se amarraba su cabello con su típico moño donde enroscaba todo su pelo—, ¡mamá, debiste despertarme más temprano!
—Lo hice, pero no te despertaste —soltó ella mientras se levantaba de la cama con voz ronca—. No te vayas sin desayunar, deja que te caliente algo, al menos.
—¡No, imposible! —exclamó ella mientras terminaba de ponerse sus zapatos negros.
—¡No te vayas sin nada en el estómago!
—Comeré en el hotel.
—¡Yo sé que no lo harás, nunca lo haces! —la mujer salió a toda prisa hacia la cocina.
Hiz chasqueó la lengua con rabia, sabía que ahora la obligaría a comerse algo, no le gustaba, porque después terminaba con agriera por comer muy deprisa; a ese ritmo su gastritis terminaría matándola.
Cuando salió de la habitación se encontró con Ben y su rostro de adormecimiento, se notaba que los gritos de las mujeres lo habían despertado.
—Hiz, ¿te vas tan temprano? —preguntó con palabras perezosas.
—Sí, en su horrible trabajo la hacen llegar ahora una hora más temprano —respondió la señora llegando hasta donde ellos con dos manzanas maduras—. Cómete esto mientras vas en el tren, en serio, cómelas. Me preocupa demasiado lo flaca que te estás poniendo.
—Está bien, las comeré —miró a Ben—. Es que el tren ahora sale mucho más temprano, si no lo tomo, tendría que irme a pie.
—Está bien —el joven le besó la frente—. Ve con cuidado, por favor.
—Chao, Tontarrón, espero verte pronto —hasta a Hiz le sorprendió encontrándose diciéndole eso, no era de tratarlo con tanto cariño.
El chico mostró esa sonrisa melosa a Hiz y la señora los miraba como si acabara de presenciar algo muy raro.
—Ve, Hiz, se te hará tarde —la apresuró.
—¡Sí, sí! —Hiz comenzó a correr con las manzanas en las manos rumbo a la salida. Era mejor no llevarse su típico bolso, así tendría más movilidad.
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La mañana en el hotel comenzaba sutilmente tranquila, ya que, al parecer, los Plumas no se marcharían ese día.
A Hiz le gustó llegar a tiempo, ya que llevaba varios días teniendo impedimentos en la mañana. Pero esa mañana llegó a la hora designada, aunque pensó que no lo haría.
Tuvo que llevar los desayunos en la segunda planta a los huéspedes que despertaban temprano. Vio los primeros rayos de sol que salían en el cielo gris que amenazaba con hacer caer una fuerte tormenta.
Cuando pudo terminar de repartir los desayunos, se detuvo en una ventana cerca de las escaleras y allí pudo comer las dos manzanas que le había dado su madre. Se preguntó si esa mañana Dober la llamaría, si ya sabía que ella se negó a que la llevaran a su casa. Seguramente sí, era su chofer, después de todo.
Cuando notó que se estaba demorando en bajar, tomó el carrito de la comida y se acercó con prisa hasta el ascensor para bajar hasta la cocina.
Al llegar, la señora Margaret se acercó con su típica cara seria, pero con tono algo tranquilo.
—El señor Dober acabó de despertar, sube y llévale un zumo de naranja —ordenó—. Quédate a limpiarle la habitación y después, si ves que no pide su desayuno…
—Le pregunto si le llevo sus vegetales al vapor —terminó de decir Hiz mientras le hacía señas al cocinero de piel trigueña y prominente barriga, que ya las miraba para que se pusiera en marcha con el zumo de naranja.
—Así es —aceptó Margaret—. Y cambia las sábanas. Se nota que es un hombre obsesionado con la limpieza.
Ya creía Hiz que no lo era, más bien, parecía una persona caprichosa y refunfuñona, de esas que se obsesionaba con pequeñas cosas y manías. Por eso molestaba tanto; como casi todos los que vinieron con él.
El cocinero le dio a Hiz un vaso de vidrio tallado con figuras abstractas sobre una bandeja de acero pulcro.
—Gracias —dijo y se volvió sobre sus pasos.
La chica, con bastante agilidad y experiencia, caminó con paso firme hasta el elevador.
Cuando llegó hasta la habitación de Dober, los guardias, que ya la conocían, le abrieron la puerta y la dejaron pasar.
Ella inspiró hondo cuando pasó el umbral y escuchó la puerta cerrarse a su espalda. Buscó con la mirada a Dober y lo encontró sentado en su sillón preferido con la mirada puesta en el enorme ventanal que daba la vista al bosque.
—Buenos días, señor —saludó Hiz con un tono suave.
Él volteó a verla y ella notó su rostro despejado, con el cabello humedecido. Le sorprendió que se bañara apenas se levantaba, además, hacía un frío terrible, ¿sería que tendría mucho trabajo por hacer? Ya le habían comentado sus compañeras que hacían jornadas nocturnas, que a veces el señor Dober pedía cosas a las dos o tres de la madrugada y cuando entraban, lo encontraban trabajando como si nada, sin ningún rastro de sueño.
—¿Y qué trabajo hace? —preguntaba.
—Pues tenía varias tablas de esas voladoras sobre un escritorio electrónico n***o —respondían—. No sabemos de dónde saca ese escritorio, me imagino que son cosas que él trae y que no deja a la vista de los que no son de su r**a.
A Hiz le parecía curioso, porque era cierto, ella nunca lo había visto trabajar y eso que había pasado dos días enteros con él en la habitación.
—Buenos días —respondió Dober mientras la barría de pies a cabeza.
Se veía bastante calmado esa mañana. A ella le sorprendió, porque era la primera vez que lo veía de buen genio a primeras horas del día.
Llevaba puesta una camisa negra de botones de mangas largas, un pantalón de tela gris y zapatos negros de cuero.
Ella se acercó y le dejó el vaso de zumo de naranja sobre la mesita de centro, frente a él.
—¿Cómo amanece? —preguntó ella sonriente.
Dober inspiró profundamente y tomó el vaso de naranja para darle un trago bastante tranquilo. Hiz le sorprendió ver que estaba saboreando el sabor de la naranja. Está evaluando si es zumo totalmente puro —pensó—. Qué quisquilloso.
Cuando vio su aprobación al darle otro trago al jugo, Hiz relajó sus hombros.
—Bastante bien, gracias —respondió Dober con tranquilidad.
La chica le dio otra sonrisa y se volvió hacia la cama para cambiar las sábanas. Mientras lo hacía, se dio cuenta por el rabillo del ojo que Dober la veía como la primera vez; comenzaba a acostumbrarse, él siempre la veía así de raro.
Cuando terminó de cambiar las sábanas por unas blancas de algodón que tomó del closet, echó las sucias en un canasto de paja que había en un rincón de la habitación.
Organizó el poco desorden que el hombre hizo en la noche y, cuando finalizó, volvió su mirada hasta él. Ya se había tomado el zumo de naranja y apenas dejó cinco centímetros del líquido en el vaso que ella sabía que no se bebería.
—Hiz, acércate —ordenó con voz tranquila, pero firme.
Ella así lo hizo. Sin embargo, cuando estuvo cerca de él, la tomó con un brazo por la cintura y la jaló con tal fuerza que Hiz tambaleó y cayó sentada sobre sus piernas.
Su rostro se acaloró y las piernas comenzaron a temblarle al darse cuenta que estaba sentada sobre las piernas de Dober.
Él acercó una mano a la nuca de Hiz y de forma lenta acercó su rostro en la parte derecha, donde se encontraba la marca del infinito.
Después, cuando la chica ya estaba tragando en seco, Dober alejó su rostro y la miró fijamente a los ojos.
—¿Con quién pasaste la noche? —preguntó con un tono sutilmente enojado.
Ella se crispó, estuvo a punto de retroceder su rostro, pero él no la dejó, apretó con algo de fuerza su nuca y el corazón de Hiz quería estallar del miedo.
—Contesta —ordenó Dober—, ¿con quién te estuviste besando anoche?