Para suerte de ellas, el no haberse movido de sus lugares les ayudó a salvar sus vidas, porque no había pasado media hora cuando otro grupo —esta vez como de unos treinta en total—, pasaron por allí. No decían mucho, sólo caminaron a paso apresurado y se pudo escuchar una maldición de uno de ellos que renegaba porque el primer grupo se fue muy deprisa y no los esperaron.
Una hora después de haber pasado aquel grupo, Dane comenzó a llorar.
—Se me durmieron las piernas —sollozó Dane en un hilo de voz.
—Esperemos un poco más —ordenó Hiz a susurro.
—Creo que es un grupo pequeño —comentó su amiga—. Si fuera más grande ya habrían pasado.
—¿Y si dejaron vigilantes?
—Es un grupo pequeño, si fueran más, tal vez los dejarían, pero no creo.
—Entonces —Hiz comenzó a removerse en su lugar—, vamos. No perdamos más tiempo. Esto se pondrá peligroso dentro de unas horas.
—Sí —Dane empezó a reincorporarse, al igual como su amiga.
Las dos chicas, no pensaron en caminar, esta vez, tanto como lo permitían sus piernas, corrieron: saltaron piedras, rodaron por el suelo y llenaron sus bocas de arena, así mismo como recibieron algunos raspones y latigazos de ramas.
Dane estaba a punto de desmayarse cuando vieron las pequeñas y desgastadas farolas de su aldea encendidas. Aquello era muy raro, las personas las apagaban cuando sonaba el toque de queda para así ahorrar gas.
Cuando las chicas caminaron hasta sus casas, encontraron a un grupo de cinco vecinos hablando en una esquina, al verlas, todos caminaron a paso apresurado y se encerraron en sus casas.
Las chicas voltearon por reflejo para asegurarse de que eran las únicas por allí, pero no, no lo eran. Vieron las siluetas de dos hombres que caminaban en su dirección.
No tuvieron que decir palabra alguna, sabían que debían correr por sus vidas. Así lo hicieron y llegaron hasta las puertas de sus casas, tocaron con mucha fuerza y gritaron para que sus madres supieran que eran ellas.
Hiz pudo ver que Dane entró al instante en que la puerta de la casa de la chica se abrió. En cambio, su mamá demoró unos segundos más en abrirle la puerta.
Cuando pudo entrar, ayudó a la señora a poner una tranca a la puerta para asegurarla.
—¡Por Dios, Hiz, ¿por qué vienes a esta hora?! —soltó la mujer casi a grito mientras cerraba la puerta y la reforzaba poniendo una tranca que cruzaba lo ancho de la misma.
—Yo… —la joven trataba de calmarse—. Se me pasó el tiempo leyendo el libro al señor Dober y… —tomó aire— se nos pasó el tren, después caminamos por el bosque para volver y… esos hombres, yo… Dane y yo —volvió a tomar aire— tuvimos que escondernos de esos hombres y después, había unos hombres que parecían perseguirnos. Que- ¿qué está pasando? ¿Quiénes eran esos hombres?
Su madre estaba con las manos entrelazadas cerca de su barbilla, se veía asustada y bastante pálida. Se acercó un poco más a su hija para hablar bajo.
—Después del toque de queda un grupo de hombres de la aldea se fueron a enfrentar a los Plumas que llegaron a la ciudad —explicó con tono más bajo—. Comenzaron a gritar para que los hombres salieran y… algunos intentaron explicarles que era muy mala idea hacerlo, pero quienes lo hicieron terminaron azotados. Nos dijeron que no saliéramos y que, quien de aviso a los guardias del Gran Grupo, van a matarlos.
Hiz llevó una mano hasta su pecho intentando calmarse. Ellas sabían que aquellos hombres únicamente fueron a buscar la muerte.
Los hombres de las Plumas eran muy poderosos, tenían el don de la telequinesis, en cambio, los Infinitos carecían de algún don. Aunque llevaran armas, ¿de qué le iban a servir al momento de enfrentar a los Plumas?
En la historia de aquel mundo los Plumas siempre habían gobernado sobre las otras razas y los Infinitos no influían de ninguna forma frente a las razas; eran los más débiles. Los Plumas podían mover los objetos a su antojo, de hecho, hasta a las mismas personas, por lo mismo eran los más fuertes y hasta se rumoraba que los que estaban en el mando podían matar con el pensamiento.
Aquella noche Hiz no pudo dormir, así como estaba segura que toda su aldea no lo hizo. Tal vez los Plumas tomarían aquella rebelión como una excusa para eliminar esa pobre e insignificante aldea.
A primera hora de la mañana Hiz se fue a cambiar para ir al trabajo, necesitaba ver si lo habían destrozado todo. Le preocupaba aquello, no podía quedarse sin trabajo.
Cuando salió, se sorprendió al ver a Dane frente a su puerta, tenía un pequeño raspón cerca de su ceja izquierda.
—¿Cómo estás? —preguntó Dane.
—Bien, ¿y tú?
—No pude pegar los ojos, estoy muy nerviosa —se sinceró la chica.
—Yo también.
—¿Crees que ellos pudieron hacerle daño a los Plumas?
—Claro que no. De seguro se murieron antes de tocar el hotel.
—Ojalá sea así —soltó Dane con voz casi inaudible.
—Mejor vamos, debemos llegar temprano al hotel; no sea que se nos pase el tren otra vez —Hiz tomó la mano de su amiga y las dos bajaron dos peldaños y cruzaron la calle.
Cuando estaban cerca de la plaza que estaba antes de la parada de tren, vieron a un gran tumulto de personas rodeándola. Se escuchaban pequeños gritos y llantos, mientras, otros sólo curioseaban asustados.
—¿Qué está pasando? —inquirió Hiz.
Las dos chicas se adentraron entre la muchedumbre y soltaron unos gritos al ver a un grupo de unos veinte cuerpos de hombres ahorcados guindando de unas horquetas con letreros que decían “busqué mi propia muerte”, “intenté asesinar a un Pluma”, “te sucederá lo mismo que a mí si tocas a los Plumas”.
Dane vomitó segundos después de ver aquella cantidad de hombres colgados, mientras, el cuerpo de Hiz empezó a tiritar por el miedo. Logró reconocer algunos de aquellos rostros, los conocía por ser vendedores de comida en el mercado, uno de ellos era el lechero y otro el que apagaba los faroles cuando sonaba el toque de queda. Ninguno de ellos era un vándalo como tal, solamente personas cansadas por el dominio de una r**a y con ganas de hacer valer su voz.
Pero ahí estaba reflejada la valentía de personas que no tenían ningún don especial frente a una r**a poderosa. Algo le decía que, cuando llegaran al hotel encontrarían a todas aquellas personas de la Pluma como si nada hubiese pasado.
Cuando estaban subidas en el tren, por las ventanas podían ver en el exterior algunos cuerpos colgados con aquellos letreros en sus pechos. Imaginaba que lo hacían para que todos lo recordaran de camino a sus trabajos y, cuando estuvieran frente a los Plumas tuvieran más respeto o miedo.
Y sí, al llegar, el hotel estaba intacto, únicamente con la diferencia que se podía ver más Plumas caminando de un lado a otro con papeles, bajando y subiendo las escaleras.
—Por fin llegas —escucharon que dijeron desde el fondo.
Las dos chicas reconocieron la voz de la señora Margaret que se acercaba a ellas. Las recibió en la recepción y tomó a Hiz de una mano.
—Ve a atender al señor Dober, dijo que no va a dejar entrar a nadie que no seas tú —informó—. Pregúntale qué quiere desayunar —paseó la mirada por sus lados—, y por nada en el mundo le menciones lo ocurrido —soltó con tono más bajo. Observó a Dane que también estaba cerca de ellas—. Se están llevando a todos los que murmuran por ahí, tengan cuidado.
Un escalofrío pasó por todo el cuerpo de Hiz. Lo menos que quería esa mañana era ver a aquel terrible hombre, sabía que se le haría muy difícil verlo al rostro y no recordar los muertos exhibidos en la aldea.
—Anda niña —pidió la señora Margaret con voz más fuerte—, ve a atenderlo, y de paso cambias las sábanas de su cama por unas limpias, las blancas de algodón, cámbialas por esas.
—Sí, señora —aceptó Hiz y corrió hacia el elevador.
Al llegar a la habitación, Hiz observó que los cuatro guardaespaldas de la Pluma estaban custodiando la puerta. Al darse cuenta de la presencia de la muchacha, posicionaron sus ojos grises en ella.
—Eh… —Hiz titubeó— soy la… Soy Hiz, el señor Dober Monson mandó a llamarme.
Uno de ellos acentuó y le hizo señas con una mano para que pasara.
A Hiz le sorprendió que ellos reconocieran su nombre, ¿tanto la había mencionado aquel hombre para que ellos la recordaran casi al instante?
Dio dos golpecitos a la puerta y después escuchó un “¡Adelante!”. La joven giró la perilla, empujó y entró a la habitación.
Se sobresaltó cuando encontró al joven abotonándose una camisa blanca de mangas largas, tenía medio pecho al descubierto. Ella decidió bajar la mirada para no hacerlo enojar y que mucho menos sus ojos indiscretos cometieran alguna equivocación.
—Señor, buenos días, ¿me mandó a llamar?
—Así es —respondió Dober—. Quiero que seas la única que entre a esta habitación por hoy.
—A sus órdenes, señor —aceptó Hiz—. ¿Desea desayunar?
Se escuchó un suspiro largo.
—No quiero comer —comentó—. Organiza la habitación, no me gusta el desorden.
Hiz alzó la mirada y en aquel momento notó que había algunos libros regados en el piso, así mismo como las sábanas de la cama estaban arrugadas y encontró una mancha de sangre cerca de la punta de una de ellas.
Imaginó que la habitación estaría más desorganizada, algo que le diera muestras de haberse producido alguna pelea allí, pero no, daba más la impresión de que Dober estuvo sin nada que hacer en toda la noche y lanzó al piso libros que no lograban entretenerlo. Pero aquella mancha de sangre… ¿qué le habría pasado? Era mucha para decir que se cortó algún dedo con un papel delgado o al tratar de pelar una fruta y era muy poca para decir que recibió alguna herida de algún ataque sorpresa.
Hiz comenzó a recoger los libros del suelo y los empezó a acomodar sobre una estantería.
—No, no —dijo de repente Dober—. Esos no los quiero a la vista, mételos en el baúl.
¿Baúl?
—¿Tiene un baúl? —inquirió la chica en un hilo de voz.
—Sí, el baúl de donde los saqué —respondió él con tono obvio, como si ella debiera saberlo.
La joven paseó la mirada por todo el lugar, tratando de encontrarlo para no tener que preguntarle al hombre por su dichoso baúl. Lo vio a los segundos en un rincón de la habitación.
Parecía un cofre, de esos donde se guardan los tesoros. Imaginó que para él aquellos libros debían ser como su preciado tesoro; aunque, para ser tan valiosos no los sabía cuidar al tirarlos en el piso. Sin embargo, imaginó que, para una persona como él que tenía todo en la vida, debía tratar sus cosas preciadas como si no lo valieran.
Hiz se reincorporó sosteniendo los libros sobre sus manos, bastante cerca de su vientre y la pila llegaba hasta su pecho. Se acercó al cofre y, en vista de que tenía las manos repletas y no podría abrir la tapa del dichoso cofre, tuvo que agacharse y dejar los libros en el piso para poder abrir la tapa y meterlos en el interior de éste, uno por uno.
Al poder observar el interior del cofre, pudo ver unos manuscritos, libros viejos y otros forrados con tapa de cuero oscuro. Por como todo estaba algo desordenado en el interior, parecía que Dober estuvo rebuscando allí de forma desesperada, imaginaba que debía ser algún libro en específico.
Cuando terminó de arreglar los libros en el interior, volteó a ver qué hacía el hombre y lo encontró sentado en un sillón observándola nuevamente con aquella mirada pesada y seria.
Se preguntaba el por qué Dober siempre la veía de aquella forma. No deseaba estar íntimamente con ella y mucho menos tener una conversación, entonces, ¿qué era lo que quería? ¿Por qué de todas las chicas que trabajaban allí la eligió a ella?
Volvió a apartar la mirada hacia la cama, quitó las sábanas, las echó en el cesto de la ropa sucia y después sacó de la parte superior del closet unas limpias, las de algodón que la señora Margaret le pidió poner.
—¿Tuviste problemas anoche? —inquirió Dober de repente.
La joven paseó la mirada por el hombre y después continuó con su tarea.
—No, señor —dijo ella intentando poner entera tranquilidad en sus palabras.
—¿Cómo hiciste para volver ayer?
Hiz tragó en seco y humedeció sus labios.
—Caminando, señor —respondió antes de que su voz se quebrara.
—Tu aldea está bastante retirada si se va caminando —comentó Dober—, ¿te fuiste sola?
La chica terminó de vestir la cama y calmó su respiración mientras alisaba la tela de su uniforme.
—Señor, —lo observó fijamente. Sabía que debía contestar todas sus preguntas, pero no le apetecía en lo absoluto— ¿se le ofrece algo más? —caminó hasta la pequeña mesa donde había un vaso de vidrio vacío, lo tomó y lo apretó con fuerza.
—Sí —Dober se acomodó en su sillón—, que me respondas cómo llegaste ayer a tu casa.
—Ya le he respondido —dijo ella con suavidad—, me fui caminando y he llegado bien, —titubeó antes de agregar—, si no hubiese sido así, no estaría frente a usted ahora.
Los ojos oscuros de Dober la escudriñaron. Ella imploraba que no siguiera aquel interrogatorio, porque ya empezaba a imaginar qué era lo que él estaba buscando y… aquello le aterraba en gran manera.
—Sabes lo que sucedió anoche —confesó Dober y se levantó, quedando los dos frente a frente.
Aquello aterró horriblemente a Hiz, que, al tenerlo tan de cerca notó lo alto, corpulento y aterrador que podría ser Dober. Ella, siendo bastante delgada por el hambre que debía pasar, se veía frágil, pequeñita, una chica que podría romperse con un fuerte apretón.
Ella intentaba no mirarlo a los ojos, en cambio, decidió plantar su vista en el vaso que sus manos apretujaban con fuerza.
—Pasó dos horas después que te marchaste —escuchó y sus pelos se pusieron de punta—. ¿Te encontraste con ellos anoche?
Hiz volvió a tragar en seco y su respiración se congeló.
—¿Te han hecho daño?
Al escuchar aquella pregunta alzó la mirada. ¿Se estaba preocupando por ella?; qué hombre tan raro.
Los labios de Hiz temblaron, pero, al sentir el tacto de una mano acariciando su mejilla derecha, un escalofrío pasó por todo su cuerpo, erizándolo por completo.
La mano de Dober bajó hasta su barbilla y la obligó a mirarlo a los ojos.
—Dime, ¿te hicieron daño? —sitió un ligero ardor cuando él palpó un pequeño aruño en su mejilla derecha.
—N-no-n… No, oh… no, señor —soltó y sintió su rostro enrojecer por completo—. Es-es… Estoy bien, se lo juro.
Dober bajó la mano, pero la siguió observando con mucha intensidad. Su mirada se entornó y parecía estar inspeccionándola para descifrar si era cierto lo que decía.
—¿Lo viste todo? —inquirió.
El estómago de Hiz empezó a revolverse al recordar a todos aquellos hombres que vio con vida y después estaban colgados en aquellas orquetas. Tuvo que sacar fuerzas desde lo más recóndito de su ser para poder hablar.
—No, señor —respondió—. Mi amiga y yo tomamos un atajo para ir a casa.
—¿Por qué me mientes? —inquirió— ¿Tienes miedo de que te haga daño por lo que me digas?
El rostro de Hiz estaba rojísimo, sus manos temblaban mientras sostenían el vaso que peligraba con resbalarse de sus manos, a veces sus piernas tiritaban, pero intentaba controlarlas.
—No le miento, señor —explicó con voz un tanto quebrada—, mi amiga y yo tomamos un atajo para volver a casa —humedeció sus labios con la poca saliva que aún tenía su boca—. Nos escondimos cuando vimos a un grupo pasar con antorchas. Pero no sabíamos a dónde se dirigían, creímos que eran maleantes, por eso nos escondimos. No le miento al decirle que no vi nada de lo que… sucedió —suplicaba porque lo último no la condenara.
Pareció que aquello sí convenció a Dober, porque no volvió a insistir en que le contara la verdad. Se impresionó por lo insistente en que podía ser aquel hombre por obtener la verdad completa.
—No deberías seguir viviendo aquí —dijo Dober haciendo un poco de espacio entre ellos—. Es muy peligroso —ladeó un poco la cabeza—. Ven conmigo.
Los ojos de Hiz se abrieron en gran manera por el impacto de lo que acababa de escuchar, después, al procesarlo, tragó en seco.