Las dos cartas pendían de las manos de Ignati, mientras sus ojos seguían de cerca los movimientos de Maurizio. No hubo nada que no hiciera para obtener un encuentro con él, donde no solo negociaría la vida de Nina, sino que finalmente obtendría la libertad sobre su hermano. Maurizio notó que los ojos de Ignati seguían los movimientos de Nina. Ella se encontraba sentada en lo alto de las escaleras, con los escoltas a ambos lados. No lloraba ni se quejaba, estaba completamente segura de que Ignati la ganaría.
Nina era el triunfo de Maurizio sobre la mafia roja. Si lograba tenerla en sus manos, no solo comenzaría a ser considerado más ágil, mejor equipado y más inteligente que ellos. Era lo mejor que podía suceder en todo el tiempo que estuvieron en conflicto. Para Ignati Nina era algo más que una apuesta, así como también era la pieza importante para Maurizio. Su hermano continuaba con ellos, así que su mejor venganza era asesinar a Nina en su presencia.
Ideó varias formas de acabar con ella, desde desollarla con uno de sus cuchillos dentados, hasta sacarle los ojos, descuartizarla, atarla para arrojarle ácido en la piel, convertirla en un monstruo y hacerle la existencia tan miserable que Ignati desearía no haberla conocido. Sin embargo, los pensamientos de Maurizio sobre Nina no estaban cerca de lo que Ignati pensaba hacerle cuando ganara la apuesta esa noche. Le importa poco si obtenía o no las cartas ganadoras, sino el as que ocultaba bajo su manga.
—¿Estás seguro de que podrás ganarla? —inquirió Maurizio.
Ignati tenía un rey y una reina. Calculaba que podría alcanzar la flor con las barajas en la mesa, sin embargo, no contaba con que Maurizio tuviera un rey y un as. Maurizio estaba tan seguro de que ganaría, que alteró las cartas a su conveniencia. Ignati lo supuso. Él calculaba cada ronda de descarte, por lo que notó que fueron colocadas en el lugar apropiado para que Maurizio ganara.
—Nunca me ganarías —afirmó Maurizio.
Ignati desvió la mirada de Maurizio a Nina.
—No gano lo que me pertenece —susurró—. Lo recupero.
Nina lucía un vestido rojo ajustado. Estaba descalza, con el cabello recogido en una coleta alta y sus labios refulgían con un lápiz rojo, igual que un pequeño delineado que la volvía aún más adulta. A Ignati no le gustaba que la prepararan como si fuera una muñeca, mostrándola como un trofeo. Y ella no era eso, era la persona que Ignati escogió para ser la Dama Roja que nunca esperó ni pidió, pero llegó a su vida después de un secuestro.
Maurizio miró a los hombres que escoltaban sus puertas, a Nina y alrededor de la mesa. Ignati estaba solo, con la única compañía de una navaja escondida en la bota. Lo revisaron todo, pero no le tocaron los zapatos. Y gracias al comunicador que seguía dentro de Nina, supo todo lo que él le hizo, las humillaciones, los maltratos y la noche que estuvo a punto de abusar de ella. Ignati no veía la hora de vengarse, hasta que la venganza llegó a él.
—Espero que tu mano sea mejor que esta —limitó Maurizio.
Maurizio arrojó sus dos cartas, formando una flor con las barajas en la mesa. No solo estaba calculado, el juego era una cortina de humo para lo que Maurizio preparaba: la muerte de un Antonov. Ganar ese juego sería el comienzo de uno aún más grande, sangriento y despiadado. Él estaba preparado, pero Maurizio creía que siempre tendría la suerte en su mano.
—No me importan las cartas. —Ignati las arrojó boca abajo—. Lo único que me importa es sacar a esa mujer de aquí.
Ignati se colocó de pie, miró a Nina y asintió levemente con la cabeza. Nina deslizó su mano bajo el vestido, entre la ropa interior y sacó algo pequeño que Ignati le dijo cómo debía hacerlo. Nina sacó un pequeño tubo similar a uno de ensayo y lo aventó con fuerza al suelo. Los escoltas estaban idiotizados con lo que haría el Antonov, que no percibieron a la mujer que era la mejor carta del ruso. El humo que se dispersó bastó para que los hombres comenzaran a dispararle a todo lo que se movía, comenzando por los compañeros a sus lados. Maurizio se tiró al suelo, tal como sus hombres le enseñaron a hacer cuando tuvieran problemas. Los Antonov jamás se presentaban sin un plan B y Maurizio tampoco, por ello desplegó a sus hombres por toda la mansión.
—¡Ignati! —gritó Nina al perderlo entre el humo blanco.
Comenzó a correr hacia el lugar que conocía: el jardín trasero. Maurizio la sacó tantas veces de la habitación, que Nina conocía el trayecto. Se arrodilló y se arrastró entre los disparos y los sonidos de pelea. La sangre comenzaba a llenar el suelo, por lo que Nina la tocó y se arrastró sobre ella. Cuando finalmente vio la salida, sintió que tropezó con alguien. Rodó hacia un lado al imaginar que le dispararían. Impactó las piernas de varios hombres, hasta que uno la sujetó por el cabello y la arrastró hacia afuera, donde la luz artificial bañaba el jardín. Eran pasadas las once de la noche cuando uno de los soldados de Maurizio la apuntó con su arma.
—Tenemos órdenes —afirmó al quitarle el seguro y dispararle tres veces en el pecho—. Nadie saldría vivo.
El cuerpo de Nina cayó al suelo, al igual que el del soldado cuando Ignati le disparó. Le quitó el arma a uno de los hombres adentro y se escabulló entre el humo hacia el mismo lugar que Nina conocía. Destripó, apuñaló, disparó. Ignati no necesitaba la vista para aniquilar a ninguna persona. Su padre le enseñó tan bien, que la vista no era indispensable para ganar una pelea en la oscuridad. No llegó a tiempo, y aunque descargó todo el cartucho, Nina yacía en el suelo, pálida, con los ojos cerrados y el pulso levemente constante. Ignati se hincó a un lado y la elevó en brazos. No tuvo oportunidad de sufrir su posible muerte, cuando Maurizio salió del humo apuntándolo. Nina yacía en sus brazos, moribunda, con la sangre empapando las manos del único hombre que se preocupó por quitársela de las garras al jodido Battaglia.
—¿No escuchaste? —replicó—. Nadie sale vivo de aquí.
Ignati apretó el cuerpo de Nina al suyo y lo miró. No tenía miedo. Morir nunca fue un impedimento para ir a la guerra. Y eso que ellos tenían era el principio de una guerra que aliaría a más de una mafia, derramaría demasiada sangre y los huesos de sus víctimas serían colgado de los postes para marcar su temible territorio.
—Nadie sale vivo de aquí —repitió Ignati sus palabras.
El sonido de los disparos fue música para los oídos del hombre. Ver como las balas traspasaba la ropa, la piel y caían al suelo, fue suficiente recompensa para vivir feliz el resto de su vida. La sonrisa que iluminó el rostro del hombre fue aún más brillante que la luna escondida detrás de los árboles del jardín, justo detrás del hombre que no veía un futuro si no asesinaba sin piedad.
Acabar con la vida de alguien era apenas el primer eslabón para recuperar todo lo perdido y para que ella regresara a él. Ignati no se arrepentiría de asesinar, cuando era la única forma de alcanzar el dominio de algo aún más grande que ellos mismos. Los Antonov y los Battaglia tenían algo que más personas querían: poder.