Sentí en mi cara la mano de Lorenzo como tantas veces. Y no con amor, sino con todo el peso de su rabia. Sabía que me quedarían marcados, un par de días, sus dedos en mi piel, pero por sobre todo, en el corazón.
―¿Me vas a decir quién era ese tipo? ―me interrogó una vez más.
―No lo conozco ―aseguré por enésima vez.
Por una estupidez. A la salida del mercado, mi novio observó cuando un hombre me habló para pedir indicaciones por una dirección, sin embargo, él no me creyó, al contrario, pensó que ese tipo y yo teníamos algo así como una relación clandestina y que la supuesta dirección no era más que un código entre los dos para encontrarnos a escondidas. Jamás había visto al hombre y estaba segura que jamás lo volvería a ver.
―Mentirosa. ―Alzó la mano y yo cerré los ojos, esperando el golpe.
¿Cómo podía aguantar a un hombre así?, me pregunté como tantas veces. Y una vez más, no tenía respuesta. O sí...
―¿No ves cuánto te amo? ―Dejó caer una lágrima.
Yo lo miré unos segundos, ya no sentía lástima por él, la sentí mucho tiempo, intentaba comprenderlo, reafirmarle mi amor, pero ya no podía.
―¿No lo ves, amor? ―volvió a preguntar, apoyando su frente en la mía por un momento, luego, unió sus labios con los míos y me besó, posesivo, casi enfurecido. Yo me dejé hacer, sabía que si no lo hacía, vendría la represalia. Y ya no quería.
―Te amo tanto, Miranda, que si tú me dejas, no voy a poder seguir viviendo, sin ti mi vida no tiene sentido. Prométeme que no me dejarás.
―Lorenzo...
―Dime que me amas ―exigió.
―Te he demostrado mi amor tantas veces y de mil formas distintas.
―Lo sé, amor, lo sé, perdóname ―suplicó acariciando mi roja mejilla―, pero tú me pones tan mal, si tan solo no me dieras motivos, no soporto verte coqueteando con otros hombres...
Motivos. Coqueteando. Durante mucho tiempo creí que de verdad era yo quien le daba motivos, sin embargo, ahora estaba segura que él no necesitaba ningún incentivo para golpearme. No era yo el problema, era él.
Me empujó a la cama y me hizo el amor, si es que al sexo que tuvimos se le puede llamar amor.
La mañana siguiente me fui a mi trabajo ocultando el moretón de mi cara bajo el maquillaje. Y tomé una decisión: lo dejaría.
Llamé a una conocida Corredora de Propiedades y arrendé un departamento pequeño en el sector norte de la ciudad, lejos de donde mi novio solía andar. Me enteré de un trabajo lejos del mío, al cual postulé; aunque era un reemplazo por un mes, no me importó; más adelante podría buscar algo más, lo único que me interesaba en ese momento, era salir de donde estaba. Lo haría sin avisar, de otro modo, Lorenzo jamás lo permitiría. Una vez que quise terminar con él, me golpeó de tal modo que estuve un mes con licencia, me gritó que si no era de él, no sería de nadie. Y no me iba a arriesgar de nuevo, quizás, esta vez, no tendría la suerte de salir viva.
Pasado el mediodía, me llamaron del nuevo trabajo, solicitando una entrevista para las cinco de la tarde. Pedí permiso para salir antes y me fui.
Roberto Cedeño me recibió y luego de ver mis antecedentes y conversar de algunas cosas, cerró la carpeta y me miró satisfecho.
―El trabajo es un reemplazo por un mes ―me explicó otra vez―, la secretaria de planta se debe operar por lo que necesito una persona por el tiempo que ella esté fuera. Inicialmente esto sería por un mes, aunque puede alargarse por dos, no creo que más que eso, si usted está dispuesta a trabajar por ese tiempo, el puesto es suyo.
―Necesito este trabajo, aunque solo sea un mes. Será el impulso que me falta ―respondí sincera.
Él asintió con la cabeza.
―Magdalena, mi secretaria, se va el próximo lunes, ¿puede comenzar a trabajar el miércoles? Así tendrá tres días para ponerse al tanto de las responsabilidades que se le asignarán antes de quedarse sola en el puesto.
―No hay problema ―contesté con seguridad.
Decidí en ese mismo instante que renunciaría al día siguiente; aunque perdiera el sueldo de ese mes, lo que más me importaba en ese momento era salir de las garras de Lorenzo.
Por la mañana me levanté dispuesta a iniciar una nueva vida. Ese día, Lorenzo tenía libre y al siguiente, turno largo en la clínica, lo que significaba que se iría a las seis de la mañana y ya no volvería sino hasta las doce de la noche, lo que me daría tiempo a sacar mis cosas y llevarlas a mi nuevo departamento antes de entrar a mi nuevo trabajo. Y empezar de nuevo.
Nada más llegar a la oficina, me apersoné en la oficina de mi jefe para anunciarle mi renuncia tan abrupta.
―Es por tu novio, ¿verdad? ―me preguntó, casi como una afirmación.
―Algo así.
―¿Ya te prohibió trabajar?
Yo lo miré sorprendida.
―Todos sabemos que él te violenta, el problema es que nadie sabía cómo ayudar, pensamos en algún minuto denunciarlo, pero creímos que tal vez fuera peor, sobre todo si tú no querías dejarlo.
―Me voy de esa casa ―dije lacónica, de nada servía negar lo innegable.
―Te escapas ―afirmó.
―Sí, no puedo seguir con él, por eso tampoco puedo quedarme a trabajar aquí. Me encontraría.
―En ese caso, Miranda, te deseo toda la suerte del mundo, pasa por contabilidad ahora mismo, daré la orden que se te cancele el mes y la indemnización como si nosotros hubiésemos prescindido de tus servicios. Si vas a iniciar una nueva vida lejos de ese hombre, necesitarás dinero. Puedes irte a tu casa ahora mismo para que arregles tus cosas.
―No es necesario, don Agustín ―repliqué sin querer parecer malagradecida.
―Sí, lo es, lamento mucho no haber hecho algo más por ti antes, o por lo menos haber hablado contigo, pero ya sabes, a uno le da miedo meterse en líos de pareja, no todas las mujeres quieren ser salvadas.
―Es cierto, hasta hace un tiempo yo era una de esas ―admití con pesar.
―Pero ya no, ¿verdad? Ahora lo dejarás e iniciarás una nueva vida lejos de ese hombre.
Asentí. Don Agustín se levantó de su asiento, yo lo imité, me abrazó con fuerza.
―Que te vaya muy bien, Miranda, si necesitas algo, cuenta conmigo, si necesitas más dinero, si tienes que irte más lejos para apartarte de él, cuenta conmigo, sin vergüenza, ¿de acuerdo?
―Muchas gracias, don Agustín.
Me dio un afectuoso beso en la mejilla a modo de despedida. Ya no lo volvería a ver. De todos modos, no me fui temprano, no podía, ni quería, volver a casa antes.
Por la tarde, como cada vez que Lorenzo tenía libre, me fue a buscar a la oficina a la salida. Yo iba sacando las llaves de mi coche, apresurada, para llegar a tiempo y que él no pensara que me había quedado con alguien en el trabajo, cuando mi cartera cayó, volcando todo el contenido, desparramándose en el suelo. Un hombre acudió a ayudarme.
―No se preocupe, estoy bien ―farfullé con rudeza.
El hombre se me quedó mirando sorprendido, yo devolví la mirada con culpa, si Lorenzo nos veía, tendría un duro recuerdo de mi último día con él.
―No necesito su ayuda, puedo sola, no se preocupe, puede irse por donde vino ―insistí molesta.
―¿Algún problema, amor? ―preguntó Lorenzo, amenazante.
―No ―respondió enojado el hombre que intentaba ayudarme, se levantó y se fue.
Yo seguí recogiendo mis cosas bajo la atenta mirada de Lorenzo que no hizo amago por ayudarme.
―¿Vamos, amor? ―Me tomó la mano sin esperar respuesta y caminamos hasta mi automóvil.
Me pareció muy extraño que no me celara con el hombre que me ayudó con mi cartera, pero no dije nada, era mejor no hacerlo. Al entrar a la casa, me llevé una sorpresa mayúscula. Mi novio había preparado unos ricos picadillos, tenía unos tragos excéntricos y un ramo de rosas enorme.
―¿Y esto? ―consulté algo nerviosa.
―Es para disculparme por lo de ayer ―contestó acariciando mi mejilla.
―No tenías que hacerlo.
―Quería hacerlo ―respondió simplemente y me besó, con un beso profundo y tierno.
Comimos conversando de todo y de nada y, por un momento, me arrepentí de lo que pensaba hacer, cuando él se comportaba bien, era un amor de persona, en cambio, cuando no...
―¿Qué pasa, amor? ―Lorenzo me sacó de mis pensamientos con un dulce beso en los labios.
―Nada, estoy un poco cansada.
―¿Mucho trabajo hoy?
―Sí, demasiado ―contesté sin más.
―Deberías hacerme caso y dejar de trabajar, con lo que yo gano, podemos vivir cómodamente los dos.
No contesté.
―Es tarde, ¿vamos a dormir? Mañana voy a irme un poco antes, Andrea tuvo un problema y nos dividiremos su turno con Francisco.
―¿A qué hora te irás?
―A las cuatro.
―No vas a dormir casi nada ―repuse mirando la hora, era pasada la medianoche.
―No importa, quería estar contigo.
Un nuevo beso y hacer el amor era inminente. Lo hicimos en el sofá y luego nos fuimos a dormir.
Apenas me aseguré que se había ido, me levanté y arreglé un bolso con mi ropa. Antes de las seis salí de casa y me dirigí a mi nuevo departamento. Por fin me liberaba de Lorenzo.
Llegué a mi nuevo trabajo antes de las nueve, me presenté en recepción y me condujeron a la oficina que ocuparía durante el siguiente mes, en el piso dieciséis, a la entrada de la oficina de don Roberto.
Magdalena era una mujer mayor, de unos cincuenta años, muy simpática y agradable; con gusto, me enseñó todo lo que debía saber. La mañana se pasó muy rápido entre muchas cosas que debíamos hacer.
A la hora de almuerzo, me llevó con ella al casino
―Hola, niñas ―saludó a un grupo de mujeres que estaban en una mesa reunidas―, les presento a Miranda Valle, ella es quien me reemplazará este mes, espero que la acojan y la traten muy bien, no me dejen mal ―bromeó.
―Hola, Miranda ―saludaron a coro como si se tratara de niñas de escuela saludando a su profesora.
―Hola ―respondí con timidez.
―Siéntate. Ella es Rocío, Ana María, Jacqueline y Sandra ―me indicó a cada una de las chicas a medida que las iba nombrando―, ellas trabajan en otras áreas de la empresa, pero todas somos secretarias, ya verás que te llevarás bien con ellas.
―No te vayas a asustar, sí, porque estamos un poco locas ―explicó Jacqueline divertida.
―Habla por ti ―replicó Sandra tan de buen humor como la primera.
―¿Qué? Ustedes están locas ―repuso Ana María.
―A ver, yo sé que ustedes están locas, pero ¿yo? ―Rio Rocío.
―No, perdóname, yo sé que ustedes están locas, pero ¿yo?
A la última intervención de Sandra, la carcajada fue general. Eran muy agradables y risueñas; eso me gustó, me sentí en confianza de inmediato, lo cual era muy extraño en mí. Esa dosis de humor que tenían ellas, me haría bien, estaba segura de eso.
A la salida, Magdalena me explicó que se juntaban todas en el ascensor para bajar juntas las siete y cinco en punto. Adentro, iba un hombre que me pareció conocido, pero no supe de dónde, sin embargo, lo dejé pasar, aunque, en mi interior, deseé que no fuera uno de los tantos amigos de Lorenzo. Las chicas lo saludaron con un escueto y respetuoso: “Buenas tardes” y él contestó de igual forma. Yo, como me había quedado pensando en que lo conocía, no lo saludé y me sentí mal por ello, sobre todo al sentir, sobre mí, su mirada insistente.
Las chicas se bajaron en el primer piso, irían a un pub cercano, al cual decliné la invitación, aduciendo que tenía cosas que hacer. El desconocido y yo seguimos hasta el sótano, donde se encontraba el estacionamiento.
―Buenas tardes ―murmuró al salir, a toda prisa, del ascensor.
―Buenas... ―No alcancé a terminar mi frase cuando ya había desaparecido.
Llegar a mi casa sin temor a haber hecho algo que molestara a Lorenzo, me hizo sentir libre, liberada, feliz.
Sin comer nada y solo sacando de mi bolso la ropa que usaría al día siguiente para ir a trabajar, me acosté. Ya no tenía a quien darle explicaciones si no estaba todo en su lugar. Ya arreglaría el desorden.
De mi departamento y de mi vida.