CAPÍTULO DOS

3505 Words
CAPÍTULO DOS Los anchos y pálidos ojos de una niña miraron hacia las tijeras… —Ven aquí, Hilda —murmuró la voz en el oscuro sótano—. Ven aquí ahora. La niña hiperventilaba, temblaba y se encontraba de pie con la ropa sucia y polvorienta, que hacía juego con el propio sótano. Los ojos se posaron más allá del hombre con las tijeras, hacia las escaleras situadas detrás de él. Unas baldosas de hormigón conducían a una puerta metálica cerrada. Su mirada se dirigió de nuevo hacia su padre… hacia la única llave de metal sin filo que le colgaba del cuello. Tragó saliva una vez mientras escuchaba los suaves gimoteos de sus hermanos detrás de ella, donde yacían en sus mantas para dormir sobre el frío cemento. —Ven aquí, Hilda —repitió la voz bruscamente—. No lo repetiré de nuevo. Solo te voy a cortar el pelo. Lo prometo. La niña se mantuvo firme, agazapada como un conejo listo para salir disparado. Su padre respiraba ahora fuertemente, con una mano apoyada en el pie de la escalera, una fina capa de sudor en la frente, y los ojos fijos en los de ella. Podía oler la ira, sentirla en cada parpadeo. Ver cómo bullía la rabia en su interior. En el momento que él cogió las tijeras, ella comenzó a correr… Corría rápido, dando vueltas alrededor de los polvorientos y desvencijados muebles mientras él intentaba atraparla. Se lanzó debajo de la vieja mesa de roble que se usaba para las «comidas familiares». En su huída, incluso derribó una silla. En el mismo momento que escuchó el sonido de las astillas, supo que lo pagaría. Aún así, de todos sus hermanos, ella era la que más corría. Huyendo de lo inevitable. —¿Solo mi pelo? —susurró con un halo de esperanza en la voz. —Sí, Hilda. ¿Por qué tienes que hacer esto tan difícil? Ven aquí. Mira, ¿ves?, solo es un corte de pelo. No vuelvas a huir, Hilda, o tendré que hacerte daño. La niña miró fijamente a su padre, estremeciéndose. Sus ojos, de desiguales pupilas, una azul y otra marrón, llenos de rabia, la miraban con furia. Sabía que probablemente estaba mintiendo. A menudo lo hacía. Cuanto más apacible se volvía su tono, cuanto más amable era, más probable era que la estuviera engañando. Por otra parte, ¿qué alternativa tenía? Al final, si seguía tratando de evitarlo, su padre llamaría a uno de sus hermanos mayores. La sujetarían y usaría las tijeras de todos modos. Suspiró a modo de resignación y dio un paso adelante, hacia el pie de las escaleras donde estaba su padre. El padre se abalanzó sobre ella con un grito de victoria, su rostro se transformó en una expresión de ira. La mano tiró del pequeño brazo arrastrándola hacia delante; las tijeras bajaron hasta ella rápidamente. «Solo tu pelo». «Por supuesto, le había estado mintiendo. Siempre lo hacía…» Los ojos de Ilse Beck se abrieron de golpe y observaron a la clienta que estaba sentada frente a ella en el mullido sofá. Los recuerdos de la niña de diez años Hilda Mueller, fueron reemplazados ahora por los de Ilse Beck, de treinta y dos. Ilse miró fijamente por un momento con los ojos muy abiertos a su clienta, cuyos ojos estaban también cerrados para el ejercicio de memoria. Ilse tragó saliva, apretó el puño lentamente, y tanteó la oreja con la mano… Faltaba parte de un lóbulo, cicatrizado desde mucho tiempo atrás. Una herida de hace más de veinte años. Se estremeció ante el recuerdo, los dedos recorrieron la mejilla con la cicatriz ya curada. Como el silencio se prolongó, recitó las palabras mentalmente, «Lindholm. Pelo castaño. Ojos azules. Veintiocho. Cuatro víctimas. Puesto en libertad. Comportamiento compulsivo…» Lentamente, sus ojos se posaron en la mujer sentada frente a ella; se obligó a sí misma a calmarse, miró a través de las ventanas de cristal del patio situadas detrás de aquella mujer, hacia el lago de color gris, rodeado de grandes casas y verdes árboles. Por un momento, con la mirada fija en las gélidas y agitadas aguas bajo el oscuro cielo, descubrió que los latidos de su corazón se estabilizaban. Inspira, espira, lentamente. El olor del agua y el aire frío que atravesaban la mosquitera flotaban sobre sus mejillas. Miró su ropa: un suéter de cuello alto y pantalones de chándal. Suficientemente apropiado para trabajar. A los clientes nunca pareció importarles. Además, muchos de ellos consideraban que la relajante naturaleza, el despacho informal de su casa situada frente al lago, junto a su comportamiento distendido, resultaba muy tranquilizador. Entonces su clienta, con los ojos aún cerrados, murmuró: —Lo siento, Dra. Beck, pero no creo que esto esté funcionando. La atención de Ilse volvió a fijarse en la mujer, enfocándose en ella. Tenía el pulcro cabello rubio recogido en una cola de caballo, y dos aretes en forma de corazón que enmarcaban un rostro agradable. El pelo de Ilse era más n***o que castaño. Se estiró y se arregló el flequillo. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de las mujeres, en lugar de colocar el pelo detrás de la oreja, lo puso por delante, ocultando el lóbulo que faltaba y la mayor parte de la cicatriz. —Está bien, Samantha —dijo con voz suave—. Podemos probar otra cosa. La mujer de cabello rubio abrió los ojos. —Simplemente Sam, por favor. Ilse levantó una mano en señal de disculpa. —Sam, genial. Sé que esta es solo nuestra primera sesión, Sam, pero espero que sepas que estoy aquí para ayudarte. —Lo sé… yo… es solo… La voz de Sam se quebró, o casi. Sus ojos se desviaron hacia la puerta. Por un momento, pareció que iba a salir disparada. —Podemos ir al ritmo que desees —dijo Ilse con una voz suave y tranquilizadora. Es tu decisión. Tú tienes el control. Sam se contrajo en su silla, con sus blancos dedos contra el apoyabrazos, y al fin pareció calmarse un poco. —Él me está cazando —susurró—. Lo sé. No me lo estoy inventando. Ilse continuó hablando con su tono tranquilizador. —El ejercicio de memoria nos ayudará. Te lo prometo. ¿Te gustaría volver a intentarlo? Samantha hizo una pausa un momento y se mordió el labio. Tenía los ojos muy abiertos, las pupilas dilatadas, cada centímetro de su postura denotaba terror. Sacudió la cabeza con un movimiento furtivo, casi imperceptible, mirando una vez más hacia la puerta de vidrio del patio que conducía al vestíbulo, y a la salida. Ilse descruzó los brazos y los colocó con delicadeza sobre los apoyabrazos de su silla. Una postura abierta, comunicación sutil pero física. Se pasó el pulgar por la oreja y se volvió a echar el pelo hacia delante. Le gustaba llevar el oscuro cabello largo y suelto. Sin gomas para el pelo ni cintas para la cabeza, excepto cuando entrenaba en el gimnasio. Sus rasgos eran inconfundiblemente femeninos, aunque tampoco se esforzaba por explotarlos. Una respingona nariz celestial y unos grandes ojos verdes penetrantes la hacían bonita de una manera natural y discreta. Ilse tenía preferencia por los suéteres y los cuellos de tortuga, los pantalones deportivos y las sandalias. No usaba maquillaje, aunque era una gran fanática de la limpieza y el aseo personal. No tenía piercings, y solo llevaba un tatuaje, alrededor de la muñeca. Lo miró, frotándose la manga larga de su suéter. El tatuaje era visible justo debajo del puño del jersey y enrollaba la muñeca como unas esposas o un grillete. Las palabras del tatuaje decían: «Toma cautivo cada pensamiento…» Su nueva clienta, Sam, se recostó hacia atrás, hizo una mueca y se cruzó de brazos. Una postura defensiva y cautelosa. Después de todo, era solo su primera sesión. Había sido un colega quien le había remitido a Samantha Wright. Por lo poco que le habían contado a Ilse, Sam era exactamente el tipo de caso en el que ella estaba especializada. Pero hasta ahora, Samantha se mostraba reacia a abrirse. Ilse reflexionó sobre esto un momento, analizó la postura defensiva de su clienta: los brazos cruzados, los labios apretados. Los párpados agitándose incluso cuando estaban cerrados; las miradas de reojo por la ventana y hacia la puerta. Ilse hizo un repaso por los posibles culpables y los pensamientos le llegaban tan fácilmente a la mente como la letra de una vieja melodía: «Trauma emocional no asimilado. ¿Paranoia? Quizás. Falta de temperamento y factores de entorno protector. Ansiedad psicosomática, que se manifiesta en un comportamiento cauteloso». Ilse se puso de pie lentamente y se acercó al escritorio situado debajo de una de las ventanas abiertas. Hizo un ademán de abrir la ventana un poco más, y luego se sentó, acomodándose en la silla junto al escritorio. La ventana era irrelevante, pero en esta nueva posición, ahora estaban un poco más separadas, y en lugar de sentarse directamente frente a Sam, Ilse también estaba frente al lago, hombro con hombro. Una postura de no confrontación. «Disminución de la necesidad de defensas protectoras». Ilse se quedó en silencio, inspirando, espirando, lentamente, esperando, permitiendo que Sam hablara primero. Control. Permitir que el cliente controle la sesión. Control sobre su atención. Control sobre el ritmo de la conversación. Métodos triviales, pero todos ellos concebidos para ayudar a relajar al cliente, para permitir que Ilse pudiera ayudarla. —Yo… yo no estoy loca —murmuró Sam. Ilse levantó la vista, pero no la miró directamente, aunque aún podía rastrear a su clienta fuera con su visión periférica. El contacto visual podía percibirse como una amenaza. Mantuvo la mirada centrada en la ventana, mirando hacia el lago. Una vez más, Ilse no dijo nada. Sam se estremeció, inspiraba temblorosamente, con la respiración retumbando en el pecho como un silbido. —Yo… odio no poder recordar. —Por un momento su voz se quebró, pero la disimuló en una tos y dejó paso a la ira—. No podría tener mucho más de siete años, tal vez ocho… Ilse parpadeó y sus recuerdos afloraron a la superficie por un momento. Se llevó un dedo hasta la oreja mutilada, pero luego volvió a bajarlo. Ahora su atención estaba en su clienta. En las emociones de Samantha. El pasado de Samantha era lo que más importaba durante la hora que había concertado con ella. —Eras muy joven. Solo siete u ocho años —murmuró Ilse, simplemente repitiendo sus palabras. Sin embargo, pensó, esto también desempeña un papel, repetir los pensamientos en voz alta para hacer aflorar pensamientos posteriores. —He vivido en Seattle toda mi vida —dijo Sam en voz baja. Observó ahora como Ilse la estaba mirando momentáneamente—. Hay más asesinos en serie per cápita en el noroeste del Pacífico que en cualquier otro lugar. ¿Lo sabía? Ilse lo sabía y frunció el ceño. Justo esa misma mañana, en la radio, había escuchado la noticia de un cuerpo encontrado en el bosque junto a un viejo camino para camioneros, cerca de Seattle. ¿Otro asesino en serie, quizás? «Toma cautivo cada pensamiento…» Sacudió la cabeza. No tenía sentido permitir que las reflexiones sobre un asesino se entrometieran. Su clienta necesitaba toda su atención. Asesino en serie o no, Ilse no se dedicaba a ocuparse de las víctimas muertas de asesinatos. En su lugar, se especializó en las víctimas que los asesinos dejaban con vida, ya fuera a propósito o por accidente. —No me gusta dormir —dijo Samantha—. O soñar. Lo veo ahí. Siempre lo veo ahí. No recuerdo lo que hizo… Porque logré escapar —Se estremeció sacudiendo la cabeza—. Es todo tan horrible. ¿Síndrome del superviviente? Trastorno por estrés postraumático, claramente. Ilse consideró cada uno de ellos por un momento. —Y estos recuerdos —dijo Ilse alzando ahora la vista—. ¿Empezaron a emerger en sueños? —Sí. Sí, sueños horribles. Sueños sangrientos —Samantha gimió, tirando de las mangas de su suéter y sacudiendo la cabeza—. Mi madre no habla de eso, a veces miente al respecto. Pero siempre se asusta, se calla, cuando le pregunto. —¿Preguntarle sobre qué, Sam? La mujer negó con la cabeza, con la mirada hacia el lago y los ojos muy abiertos, sin pestañear, fijamente como si estuviera observando algo en la distancia. —El s*******o —murmuró—. Cómo me llevó… —¿Eras solo una niña? —Siete, creo. Como he dicho, mi madre mintió sobre eso. Sam se volvió bruscamente hacia Ilse y la miró fijamente. —¡No estoy loca! —No creo que lo estés. —No, de verdad, ¡no lo estoy! Mi madre no quiere que piense en ello. Quiere fingir que nunca sucedió… Pero ahora… Ahora recuerdo… —La voz de Samantha se quebraba por momentos y tragó saliva, parpadeando para contener las súbitas lágrimas. Ilse tuvo cuidado con la siguiente pregunta. Si era demasiado brusca podría desencadenar el trastorno de estrés postraumático; demasiado delicada, pensó, y no sería de ninguna ayuda. —¿Y no recuerdas cómo es él? Sam se quedó paralizada por un momento, como si estuviera pegada a su asiento, con los brazos inmóviles y los dedos rígidos contra los cojines del sofá. —Lo intento —dijo von la voz temblorosa—. Lo intento… —Dijo con los ojos fijos en Ilse. —Pero no. No lo recuerdo. Solo destellos e instantáneas… Ilse sonrió de una manera reconfortante y triste. —Estaré encantada de ayudarte a recordar, si eso es lo que quieres. Pero la mujer parpadeó, con gesto alterado. —¿Recordar? Yo… no, Dra. Beck, no es por eso que estoy aquí. Al menos no del todo. Ilse no dio muestras de su confusión y mantuvo la expresión serena. —¿Entonces? —Estoy aquí —dijo subiendo el volumen y el tono, la ansiedad y el miedo impregnaban el timbre de voz—, ¡porque él está todavía ahí fuera! —¿El asesino en serie que te secuestró? —¡Sí! Todavía está ahí fuera. ¡Y me está volviendo a elegir como blanco! Sé que es él. Se lo aseguro —La brisa rozó la ventana y golpeó ligeramente el cristal. Aunque bien podría haber sido un disparo, ya que Sam se giró violentamente, jadeando y mirando el marco oscilante. Ilse extendió la mano suavemente y colocó un libro como cuña debajo de la ventana para mantenerla en su lugar. Movimientos lentos y cuidadosos. —¿Crees que vendrá a por ti de nuevo? ¿Después de todos estos años? Ilse imaginó sus propios recuerdos emergiendo… Más de dos décadas desde aquella escena en el sótano. A él no lo había visto desde hacía cerca de dos décadas. Se estremeció, pero apretó los dientes, obligándose a centrar su atención en Samantha. —No estoy loca —repitió su paciente—. Puedo… puedo sentirle. Alguien me estaba observando en la tienda de comestibles la semana pasada. Pudo haber sido él. No lo sé… salí corriendo. —¿Entonces crees que va a volver a por ti? La mujer meneó la cabeza y asintió. —Sí, Dra. Beck. ¡Lo sé! No estoy a salvo. Necesito su ayuda. Para recordar qué aspecto tenía, no para recordar por el mero hecho de recordar —tragó saliva—, para así poder protegerme. Para que la policía pueda atraparlo. Sé que mató a gente. No recuerdo cuántos ni quiénes. —¿O qué aspecto tenía? Samantha se estremeció y no respondió, hizo una pausa un momento y se frotó los codos. Parecía perdida, cansada, como un conejo temblando en una madriguera. El corazón de Ilse palpitó de compasión, pero al mismo tiempo, sus propios pensamientos turbulentos se agitaron. ¿Debería llamar a la policía? ¿Estaba Samantha delirando? El miedo parecía real. Los sueños… Los recurrentes pensamientos obsesivos parecían verosímiles. ¿Pero la madre mentirosa? ¿Los detalles no concretos? Posible candidata a recuerdos reprimidos. Probable, incluso. Ilse echó una ojeada al reloj. 9:58. Se quedó mirando el segundero, viéndolo avanzar. La sesión finalizaba a las 10:00. Sintió una punzada de inquietud arremolinarse en el estómago, mirando el segundero: 9:59. Hizo una mueca al ver el número y pudo sentir el temblor de los dedos. Ilse odiaba los números imprecisos, la forma en que dejaban algo en suspenso, como una pregunta sin respuesta. Había que ser preciso con el tiempo. La imprecisión engendra la ansiedad, y la ansiedad compromete la excelencia. Podía sentir el miedo de Samantha, percibir su sensación de derrota. Quizás sería mejor terminar la sesión. Pero eran solo las 9:59. Impreciso. La sesión finaliza a las 10:00. Y así, en silencio, esperó, mirando el segundero como un corredor esperando el disparo de la pistola de salida. Ilse tragó saliva, mojándose el labio con la lengua, respirando lenta y superficialmente. El segundero pasó las doce. Las diez en punto exactamente. —Me temo que se nos ha acabado el tiempo —dijo Ilse, exhalando aliviada junto a las palabras. Había que cumplir los horarios. El tiempo importaba. La precisión importaba. Samantha pareció aliviada con este anuncio y se puso de pie de un salto, frotándose y retorciéndose las manos frente a ella, asintiendo con gratitud. —Gracias, Dra. Beck —dijo en voz baja—. Yo… siento no poder ser de más ayuda. Yo… yo solo… sé que viene. Puedo sentir que es él. Necesito su ayuda. Su siguiente palabra brotó estrangulada y desesperada. —Por favor. Ilse también se levantó, con las facciones dispuestas en una actitud reconfortante y conciliadora. No tocó a su clienta, sino que pasó la mano por el codo de la mujer en una especie de movimiento tranquilizador de palmaditas, sin hacer realmente contacto. —No tienes nada de que disculparte, Sam —dijo Ilse con voz suave. Hizo un gesto con la mano hacia la puerta, asintiendo mientras lo hacía. Exactamente a las diez en punto. No tenía tiempo que perder, ya que tenía una reunión personal a las 10:30. Iba a llegar tarde si no se apresuraba. Por otra parte, este caso era a la vez fascinante y desgarrador. Podía sentir una punzada de compasión por esta mujer. Al mismo tiempo, pudo notar un presentimiento. Ella también se sintió preocupada… Muchos de los recuerdos inconexos y distantes de Samantha le recordaban a Ilse su propio pasado… su propia familia… su padre. Se estremeció cuando su clienta pasó a su lado, ajustándose el suéter, los hombros caídos y la cabeza inclinada en una postura de derrota. —No quiero hacerte esperar toda una semana —dijo Ilse, parpadeando y acompañándola hasta la puerta principal de su casa—. Así que, ¿qué te parece mañana? ¿A la misma hora? La expresión de Samantha se sonrojó con repentina gratitud y alivio. Se detuvo en la puerta, con una mano en el pomo de latón. Tragó saliva y asintió una vez. —Gracias. Gracias de verdad. Está bien, Dra. Beck. Mañana. —Hasta entonces. Los hombros de la mujer solo parecieron hundirse más cuando atravesó la puerta principal, saliendo bajo el cielo gris de Seattle. Se rodeó a sí misma con los brazos y luego se dirigió hacia el Jeep aparcado en el camino de grava. Ilse la vio marchar, con una mano apoyada contra la puerta. Hizo una mueca de disgusto, todavía reflexionando sobre sus propios recuerdos, emergiendo, arremolinándose hacia la superficie. Mientras observaba a Samantha subirse al Jeep, Ilse pudo sentir temblores en el dorso de sus manos. Frunció el ceño y luego murmuró: —Bundy. Pelo castaño. Ojos marrones. Cuarenta y dos. Treinta víctimas. Veinticuatro de noviembre. Cuarenta y seis —recitó las palabras rápidamente, con precisión—. Trastorno antisocial. Posible trastorno de personalidad múltiple —Luego las repitió. Lentamente, mientras lo hacía, su respiración se normalizó y comenzó a calmarse. El Jeep salió del camino de entrada, levantando polvo cuando tomó la carretera, y luego avanzó a lo largo del sinuoso sendero del bosque, alejándose de la casa frente al lago. —Dahmer. Pelo rubio. Noventa y cuatro. Diecisiete víctimas. Veintiuno de mayo —recitó de memoria, desgranando la descripción—. Trastorno esquizotípico de la personalidad. Trastorno límite de la personalidad. Trastorno psicótico. Por morbosas que fueran las recitaciones, le ayudaban a calmar los nervios. Le ayudaban a concentrarse. Y Samantha necesitaba la atención de Ilse, toda ella. ¿Estaba la mujer delirando? ¿O tenía razón? ¿Realmente un asesino en serie la tenía de nuevo como objetivo? Si estaba diciendo la verdad, ¿cómo había escapado tantos años atrás, cuando era una niña? «¿Cómo escapaste». Una voz suave resonó en su mente. Ilse se estremeció una vez más y cerró la puerta de su casa con un clic. Sintió un hormigueo de apremio y aceleró el paso. Si no se daba prisa, llegaría tarde a su reunión.
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