Aunque el sol no puede filtrarse por las pesadas cortinas de mi habitación, el incesante sonido de la alarma de mi celular me trae de regreso al mundo de la vigilia. Es la tercera vez que suena el maldito aparato, y mi nivel de conciencia ya es suficiente para saber que no puedo volver a aplazarla si quiero llegar a tiempo.
De querer, querer... ¡no quiero! ¡No quiero una mierda! Pero comer todos los días es una sana costumbre que pretendo mantener, así que, de mala gana, mis pies tantean la base de la cama en busca de mis chanclas para no ponerlos en el suelo helado.
La luz amarilla del baño parpadea por unos segundos antes de estabilizarse, dejándome ver un lugar que evidentemente necesita aseo. Aunque me fastidia bañarme en esas condiciones, no hay otro lugar donde hacerlo.
El fin de semana lo pasé tumbado en la cama, hundiéndome en mi autocompasión. Pensé en el suertudo de mi jefe y en todos los lujos con los que vive. Así que, sí, estaba muy ocupado para lavar el puto baño.
Bajo las escaleras con una tostada a medio comer en la boca, mientras organizo mi uniforme sin dejar caer el morral n***o que suelo llevar a la empresa. La mañana es fría como siempre, pero no está lloviendo, y eso es algo que agradezco, habiendo olvidado guardar el paraguas y no teniendo tiempo para subir nuevamente los cuatro pisos hasta mi apartamento de renta.
Como siempre, la parada del bus está abarrotada de gente. Alisto la tarjeta recargable para el transporte público y me mentalizo para la batalla campal que se desata al subir. Diez minutos después, aparece el enorme vehículo que nos llevará a nuestros destinos, un viaje que puede durar entre cuarenta y cinco y noventa minutos. Irónicamente, estos buses son cada vez más grandes, pero con menos asientos.
Una mujer de mediana edad me mira desconfiada y se aferra a su bolso, como si debiera cuidarse de mí y no del joven con pinta de universitario que hace dos minutos le robó el celular.
Ocho paradas después, llego a mi destino, una de las tantas fábricas ubicadas en la concurrida zona industrial de Puente Aranda, en la ciudad de Bogotá. Allí, cientos de personas atravesamos los portones, cual ganado entrando al matadero.
Me muevo por inercia atravesando el extenso estacionamiento hasta llegar a la planta, sin prestar atención a los dos grandes perros que me olisquean en busca de alimento. Algunas personas les traen concentrado y otras los consienten con un pedazo de salchichón ordinario, de ese que venden en las tiendas de barrio y que uno supone está hecho a partir de animales callejeros desaparecidos.
Llego al locker, guardo mi morral y observo por última vez mi celular antes de abandonarlo y ponerme los obligatorios elementos de protección suministrados por la empresa, los detesto. Ahí están esas botas feas y pesadas, listas para torturar mis pies con su punta de acero.
—Me duele la cabeza.
Ese es el saludo con el cual me recibe Óscar, el operario a quien voy a relevar. Tras dos minutos de plática me entero de que las luces led le hacen daño y aún no sabe como solucionarlo sin cambiar de empleo. Antes de desaparecer por la puerta remata con un: no te vueles un dedo.
La frase "no te vueles un dedo" puede sonar graciosa, pero sucede y sucede por idiota. Un ejemplo es Sebastián, quien no solo ignoró el guante de malla, sino que también dejó el anillo de matrimonio puesto. Conclusión, el anillo se enredó en la máquina y ahora Sebastián tiene solo nueve dedos, está desempleado y es nuevamente soltero.
Es hora de regresar a mi realidad, así que inhalo y exhalo para iniciar un día de trabajo motivante entre máquinas que emiten calor y hacen mucho ruido.
El amado jefe cree que deberíamos agradecerle por darnos trabajo. Incluso ha dicho que, si el gobierno le permitiera pagarnos menos, lo haría, porque siempre hay alguien dispuesto a hacer nuestro trabajo por menos. Llega cada mañana en uno de sus lujosos autos, saluda a las chicas de la parte administrativa, toma tinto y da una vuelta por la planta.
Nos mira con desdén y reprocha lo costosos que resultamos. La hidratación sale de nuestro bolsillo; su brillante argumento es que él no nos paga en botones.
--- --- ---
Sería capaz de reconocer ese viejo reloj entre muchos. A veces estoy seguro de que, si fuera un ser vivo, estaría incómodo por el tiempo que paso mirándolo.
Han pasado solo dos horas desde que comenzó mi turno, y el calor ya ha mermado mi paciencia. Elegí una ciudad fría para escapar del calor, y aquí estoy, sudando a chorros, consciente de que aún me quedan horas en este infierno.
Detesto sentir la camiseta pegada a la piel, así que corro en búsqueda del termo con agua que dejé en el locker. Acelero el paso, sabiendo que el tiempo vuela cuando no conviene. Aunque mi trabajo es simple, debo cuidar las cantidades y el tiempo para añadir los ingredientes.
Después de tomar agua, meto la cabeza en el lavamanos con el chorro al máximo, y ¡zas!, me sorprende Leidy. Esa Es menor que yo, pero, si pudiera, me la cogía. Molesta como nadie, pero que trasero.
—Maximiliano, ¿sabes lo peligroso que es lo que estás haciendo?
Me mira como si me hubiera encontrado pecando.
—Tengo calor, Leidy.
Cierro el grifo y sacudo el exceso de agua de mi cabello.
—Y cuando te dé un soponcio por el choque térmico, soy yo la que debe correr contigo al médico, ¿verdad?
Ladeo los ojos, ganando que su cantaleta se intensifique y que yo no pueda ni refutar. Es tan fácil juzgar cuando se está del otro lado de la línea. En conclusión, hará que me llamen la atención.
—No me hagas esto, Leidy —grito antes de que su redondo y firme trasero desaparezca al girar en un corredor.
Paso con impotencia las manos por mi rostro y, después, corro hacia mi puesto de trabajo.
⌗ . . . . . . . . . ⌗
Por fin llega la tan esperada hora de almuerzo.
La señora María es la persona de servicios generales de la fábrica y al igual que yo, es de pueblo, supongo que por eso le caigo bien.
Ella me vende el almuerzo. Aunque no prepara cosas sofisticadas, tiene el mejor sazón que he probado en mis veintisiete años de vida. La señora María está sentada frente a mí y ríe alegremente de las tonterías que dicen mis compañeros. Su rostro está ajado por la edad y la vida difícil que ha tenido. Imagino cómo habría sido mi vida si una buena mujer como ella hubiera sido mi madre. Ella es quizás la única persona por la cual realmente me preocupo, aunque no lo sabe.
Hace un tiempo, descubrí una serie de moretones en sus brazos. Era evidente que alguien la maltrataba con frecuencia. No tenía pruebas de quién era el desgraciado, pero tampoco dudas. Ella tenía un marido bebedor que no aportaba casi nada al hogar, así que ponerle rostro al agresor fue algo fácil.
Bogotá es una ciudad peligrosa, nadie debería confiarse y estar en zonas peligrosas hasta altas horas de la noche, menos un hombre mayor. Podría ser una víctima fácil para maleantes o simplemente sufrir un accidente.
Ese mes, la quincena cayó un viernes, así que el hombre salió a tomar. Solo tuve que robarme la tapa de una alcantarilla que estaba cerca a su casa y forzar su caída; el licor hizo el resto.
Mi lógica era simple: ¿por qué investigarían las autoridades una muerte que claramente fue un accidente? Fue un trágico pero merecido final para un mal hombre.
Aun así, existen ritos que hay que cumplir para que los vivos tengan paz y cierren ciclos. Unos días después, acompañé a la señora María al velorio y entierro de su esposo.
Sonrío al ver ahora a esa mujer feliz. Ya no tiene ojeras ni moretones y el dinero de la pensión de sobreviviente es un ingreso extra que le permite a ella y a su hija vivir con menos angustias.