Falta solo una hora para que termine mi turno cuando llega la citación de Recursos Humanos. La auxiliar del área, una joven estudiante con mil ilusiones en la cabeza, me la entrega con mirada apenada. Me hace gracia que esté más nerviosa que yo, como si mi posible sanción dependiera de ella.
—¿Cuánto te queda de prácticas? —pregunto, intentando distraerla.
—Mes y medio —responde, sonriente.
Me arrepiento de haber preguntado, porque ahora conozco detalles innecesarios de su vida: ya compró un vestido azul para su graduación y su papá la dejará sacar la licencia de moto.
Al terminar turno, camino con mis compañeros al locker, donde dejo mis botas y demás equipo, y salgo sin prisa.
En la calle, los puestos ambulantes esperan a los operarios que se reúnen para hablar sin la vigilancia de los jefes. Así fue como me enteré de la suerte de Sebastián. Mientras escucho las charlas y me entero de la situación en otras fábricas, me gusta observar cómo el humo de mi cigarrillo se dispersa en el cielo contaminado..
No tengo prisa por empacarme en el transporte público en plena hora pico. Prefiero matar tiempo aquí antes de llegar a mi solitario apartamento. Finalmente, me siento en el puesto de arepas, donde la dueña, me sirve mi café con leche y arepa con queso de siempre. El lugar no es seguro, por eso agradece mi compañía. Ella es una mujer sola y esta es su manera decente de ganarse la vida.
No es que lo haga por la bondad de mi corazón; simplemente me conviene. Aunque no se lo puedo decir a ella, quien me habla sin parar mientras atiende a otros clientes. No soy un santo, pero prefiero mantener un perfil bajo. La gente cree que soy noble, pero somos muchos quienes nos escondemos detrás de esa fachada. Podríamos ser cualquiera: el vecino amable, el joven en el bus, el anciano en la fila del mercado...
—Deberías venir este fin de semana a la casa —insiste la señora—. Quiero presentarte a mi hija; un hombre bueno como tú le vendría bien.
Sonrío. Ya he rechazado la invitación tres veces; no me interesa conocer a su hija, por muy linda que sea.
—No puedo este fin de semana. Mi próximo descanso es en ocho días; no sé cuándo vuelva a tocarme en fin de semana.
—Bueno, mijo, algún día será. A ver si mi hija deja de interesarse en vagos —responde, mientras atiende a otro cliente.
—Yo sí puedo ir, doña —dice un hombre alto con una sonrisa amarilla—. Soy soltero y buen proveedor.
—Pero al que quiero de yerno es a este —me señala la señora, y me río.
—Lo intenté —dice el hombre, y se va hacia las fábricas.
Sabemos que es un ladrón. Minutos después, pasa una gran rata gris en la misma dirección, y pienso que tal vez tenía una reunión con sus colegas.
Ya es de noche y los buses empiezan a pasar más desocupados. Inicio el regreso a mi apartamento, observando a la gente a través de la ventana. Me gusta imaginar cómo son sus vidas, de dónde vienen, a dónde van, si ya comieron, o si esas tetas serán reales. Son pensamientos tontos, pero me ayudan a pasar los cuarenta y cinco minutos de trayecto. Me pongo los audífonos y me acomodo para el viaje.
Hoy fue un día decente, comparado con otros.
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Antes de acostarme, me doy un baño. Odio el olor a sudor; me trae malos recuerdos.
Aunque llevo rato en la cama, no logro que el sueño me alcance. Para mi desgracia, hay una parte de mi anatomía que se niega a dormir.
Sin otra opción, tomo mi celular y busco ayuda visual para terminar pronto con este problema. La cantidad de videos disponible es casi infinita, así que pierdo algo de tiempo mirando fragmentos, hasta que encuentro uno que es de mi agrado. Unos seños grandes y firmes y un rostro bello de mirada traviesa que parece invitarte a saciarte en ella, es mi elección.
Subo el volumen del celular y me concentro en las expresiones de placer de la chica haciendo que mi excitación aumente e inicie por fin a lubricar. Tomo algo de vaselina entre mis dedos y estimulo la punta de mi m*****o imaginando esa cálida lengua jugueteando con mi dureza para posteriormente introducirlo en su boca.
Estoy completamente erecto. Imagino que es mi mano enredada en su cabello y mi dureza la que está en la húmeda cavidad que resguardan esos labios en o. Mi respiración se hace más pesada a medida me acerco al momento cúspide, pero aún falta algo. Mis movimientos se hacen más enérgicos y firmes cuando lo que miro se mezclan con los recuerdos y generan imágenes nuevas y potentes en mi cabeza. Emito un sonido gutural mientras me corro. El espeso líquido caliente y lechoso empieza a brotar de mí, dándome el alivio suficiente para poder dormir.
Debo admitir que hacía mucho tiempo que no me desfogaba, pero al menos por esta noche, el asunto está controlado.
Bogotá es una ciudad que no duerme. Uno que otro vehículo solitario pasa por la avenida, mientras los vagos de siempre están sentados en la esquina fumando su "cachito" y riendo. Me doy la vuelta en la cama hasta que esos ruidos dejan de importarme y el sueño me vence.
Las horas pasan, y aunque hace frío, despierto sudando y con el corazón acelerado. Mi rostro muestra marcas de llanto, y no puedo más que abrazar mis rodillas y apretar los ojos, tratando de apartar la ola de recuerdos que amenaza con acabar con mi cordura.
Ella sabía lo que me hacía, le permitía todo solo por ser el hombre de la casa, el proveedor, el santo que respondía por una familia completa que no era suya. Pero siempre fui la víctima principal. Al principio, un grito, después un golpe, y luego, cuando yo tenía ocho o nueve años, llegó su primer ataque s****l.
Sangré mucho, tanto, que no me enviaron al colegio por varios días. Ella solo lo excusó, y mi abuela me acariciaba la cabeza, diciéndome que ya había pasado, que el mundo y los hombres eran así, que algún día lo entendería y que debía crecer lo suficiente para defenderme y alzar el vuelo como debe hacerlo todo hombre.
Esa situación se repitió muchas veces, pero nunca hubo ayuda. Las cosas que hace una familia a puerta cerrada son muy difíciles de probar, y más cuando la vergüenza de aquel acto recae sobre la víctima. Nadie se interesó nunca en el motivo de mis moretones, nadie cuestionó mis inasistencias. Aun así, estoy seguro de que algunos lo sabían y otros muchos lo sospechaban.
A los trece años, recuerdo que intenté defender a mamá de una de las acostumbradas golpizas que recibía por reclamarle sus infidelidades. Esa noche me golpearon los dos, pero los golpes de ella fueron los que más dolieron. Ese día, comprendí que nunca fui querido. Pensaba que lo que ella sentía era miedo de él, pero esos golpes sacaron de mi cabeza esa idea absurda.
Recuerdo sus palabras: "¡No le pegues a mi hombre, desagradecido!"
Tiempo después, hice mi maleta y me fui de la casa. Afuera, al menos tendría la opción de defenderme y todo lo que me pasara sería solo el resultado de mis decisiones.
Había creído que la llamada que recibí el fin de semana no me perturbaría más, pero nuevamente me equivoqué. Aunque pasen los años, sigue torturándome. No entiendo por qué no he sido capaz de cortar ese lazo; al fin y al cabo, cambiar el número de celular es muy fácil.
La mujer que me trajo al mundo está enferma. Aquel hombre murió hace unos meses, así que ya no tiene quién la mantenga. Espera que yo la ayude, pues no le es fácil encontrar otro hombre que lo haga.
Son las tres y treinta de la mañana y aunque ya me controlé, no creo poderr seguir durmiendo. Me levanto, aseo el baño, tiendo la cama y desayuno. A fin de cuentas, solo faltaba una hora para que sonara la alarma.
Quince minutos antes, estoy esperando mi ruta para el trabajo. Llego con más de cuarenta minutos de antelación, así que aprovecho para pedir un tinto y esperar a los compañeros para charlar.
La primera parte de la jornada transcurre normal, pero a la hora del almuerzo no veo a la señora María y, por lo tanto, tampoco a mi almuerzo. Exhalo pesadamente, dispuesto a comprar cualquier cosa en la tienda, pero cuando me dispongo a salir de la cocina, uno de mis compañeros me informa que alguien me espera en el portón.
—Hola, ¿eres Maximiliano? —pregunta una chica linda que creo haber visto antes.
—Sí, soy yo —respondo, sin que se me ocurra un motivo para que alguien me busque, menos una chica.
—Soy Juliana, hija de María. Perdona el retraso —me extiende una bolsa con los portas de mi almuerzo.
No sé cómo no la reconocí. La había visto en el velorio del marido de María, y también en esa ocasión me había parecido linda.
—Gracias, Juliana. ¿Y tu mamá? —pregunto con genuino interés, pues es la primera vez que ella falla en el trabajo.
—Está agripada, así que la incapacitaron por hoy y mañana. Por eso yo traeré tu almuerzo mañana también —y me señala uno de los portones al fondo de la calle—. Trabajamos cerca, me queda de paso.
Le doy una pequeña sonrisa antes de volver a hablar.
—Dile a la señora María que gracias, que se cuide y que espero verla pronto —me devuelve la sonrisa.
—Se lo diré. Hasta mañana, Maximiliano.
Se a caminar, pero de pronto caigo en cuenta de algo.
—Espera, Juliana —llego corriendo hasta donde ella está—. ¿Cómo hago para devolverte los portas? Para que puedas traer el almuerzo de mañana.
Me mira con el rostro ligeramente sonrojado, evidentemente no se le había ocurrido. Me gusta ver esa reacción. No muy seguido una mujer se sonroja conmigo. Bueno, tampoco es que yo interactúe mucho con mujeres; prácticamente no tengo tiempo, pues el poco que tengo, suelo usarlo durmiendo o haciendo el aseo del apartamento.
—¿A qué hora terminas turno? —indago.
—A las seis —responde, con desconfianza.
—Yo también —respondo lentamente, como si estuviera pensando seriamente en algo—. ¿Qué te parece si te entrego los portaviandas en la puerta de tu trabajo?
No creo que se niegue, pues no estoy transgrediendo algún límite.
—Claro —responde por fin— te espero más o menos a las seis y cuarto en el portón.
La miro mientras se aleja. Tal vez lo que me haga falta sea una distracción bonita como esa, para sacar los fantasmas de mi cabeza.