La mirada de Rigoberto brilla con una malicia apenas contenida mientras guarda sus pertenencias apresuradamente. Se dispone a salir detrás de John.
— ¿Cuál es tu maldito problema, Rigoberto? —grito, dejando que mi furia se libere al golpear con fuerza la puerta metálica de uno de los lockers.
Él se detiene y me mira con una burla descarada, esa sonrisa cínica que me revuelve el estómago.
—¿De qué hablas? —pregunta, con desdén.
—Estás hostigando a ese chico, ¿solo porque no quiero tener sexo contigo? —Su rostro cambia de inmediato, el espanto lo invade por un segundo antes de recomponerse— ¿Qué? ¿Eso no debía decirse en voz alta? ¿Tienes miedo de que alguien escuche que eres un maldito cobarde y que, además, eres gay? Tarde. Todos lo saben ya.
El destello de rabia en sus ojos es casi tangible. Se endereza, tratando de intimidarme con su corpulencia, sus músculos tensos como si estuvieran a punto de atacar.
—Repite eso, Maximiliano —dice en un tono bajo, amenazante.
No aparto la mirada. Mi cuerpo es promedio, pero el miedo no me paraliza. He lidiado con tipos como él toda mi vida.
—No me interesa lo que hagas, Rigoberto. Haz lo que quieras, siempre que lo hagas lejos de mí y del chico. No voy a tolerar que lo sigas hostigando. Quiero escucharte decir que lo entiendes. Quiero escucharte decir que te alejarás de él.
Rigoberto lanza una carcajada que retumba por los pasillos vacíos.
—Vete a la mierda, Maximiliano. Nadie va a creer nada de lo que digas.
Se va, dejándome con la certeza de que sus palabras no son una amenaza vacía. Sé que seguirá acosando a John. Mi única esperanza es que el chico haya alcanzado a tomar el transporte antes de que Rigoberto lo encuentre. Mientras tanto, tengo que cambiarme de calzado y guardar mis cosas antes de salir.
Tomo el celular y lo primero que encuentro es la respuesta de Juliana, diciéndome que cuadremos para estos días una salida, lo cual me ofrece una pequeña tregua mental en medio de este caos.
Cuando finalmente salgo, la calle está vacía, las pocas luminarias que aún funcionan emiten una luz débil y mortecina. Todo parece envuelto en una atmósfera espectral. Estoy a solo dos casas de llegar a la zona de puestos de comida cuando, de repente, una figura emerge de las sombras. El golpe en las costillas es brutal, seguido por otro en el estómago. Caigo al suelo, sin aire, con los oídos zumbando.
Es Rigoberto. Me atacó por la espalda.
Antes de que pueda procesar el dolor, veo a dos chicos acercarse desde el otro extremo de la calle. Eso hace que Rigoberto retroceda y salga corriendo en dirección contraria. Mientras huye, se detiene un segundo, voltea la cabeza y, con una sonrisa sádica, susurra:
—No sé qué santo te cuida, Maximiliano. Es la segunda vez que te salvas, pero esta vez terminaré lo que empecé. Espérame.
Desaparece en la penumbra. Mi cuerpo está atrapado entre el dolor y el miedo, pero mi mente sigue funcionando. A duras penas, me aferro a mi maleta, intentando levantarme. El dolor en las costillas es tan intenso que me doblo sobre mí mismo.
Los dos chicos que vieron la escena llegan a ayudarme y me acomodan en una de las butacas de los puestos de comida. Afortunadamente, una patrulla de policía pasó unos minutos después. Presento una denuncia formal por el ataque, aunque queda registrado como un intento de robo.
Treinta días de incapacidad. Mi jefe no está contento, pero no puede hacer nada al respecto. Legalmente, no tiene otra opción que aceptarlo.
El dolor, sin embargo, no es solo físico. Trepar los cuatro pisos hasta mi apartamento es un suplicio, cada paso me recuerda que estoy atrapado. Mi movilidad es limitada, los medicamentos para el dolor me hacen sentir lento y ansioso, y mi mente comienza a descomponerse, cayendo en una espiral de problemas prácticos que parecen absurdamente grandes:
1. No podré mantener el apartamento tan limpio como me gusta.
2. Subir y bajar las escaleras para comprar comida será imposible.
3. Solo sé cocinar lo básico, y el aburrimiento de esos mismos tres platos ya me consume.
4. Pronto se acabarán los alimentos, y no tengo fuerzas para ir al supermercado.
5. Me moriré de aburrimiento en este maldito lugar.
Mientras busco soluciones, el teléfono suena. Es la señora María.
—Señora María, olvidé avisarle que estoy incapacitado —digo rápidamente—, pero no se preocupe, yo le pagaré el almuerzo como siempre.
—No te preocupes por eso, Maximiliano —su voz suena preocupada—. Ya Leidy me contó lo que te pasó. Treinta días, qué horror. La ciudad cada vez es más peligrosa.
—Es verdad —respondo—. Pero afortunadamente, no me quedarán secuelas. No se preocupe.
— ¿Cómo que no me preocupes, Maximiliano? Sé que vives solo, y no tienes quién te cuide. Dame tu dirección. Juliana me dijo que vives cerca. No te puedo cuidar siempre, pero te garantizo que no te voy a dejar morir de hambre.
Intento persuadirla de no venir, pero es inútil. Al final, después del turno, la señora María y Juliana están paradas en mi puerta.
Es algo humillante que la mujer que estoy pretendiendo que me vea en este estado, pero no puedo negar que hay una cierta calidez en ser cuidado. Me recuerda lo que he estado buscando: una conexión, pertenecer a algo, a alguien.
La señora María propone que Juliana venga cada noche a traerme comida. Rechazo la idea de inmediato; No puedo soportar la idea de que ella se devuelva sola a esa hora.
—No puedo venir todos los días, mi Max —dice la señora María—, vive en un cuarto piso sin ascensor, y ya no tengo la resistencia de antes. Pero Juliana podría quedarse contigo mientras te recuperas.
Juliana y yo nos miramos, incrédulos ante la propuesta.
—¡Mamá! —grita Juliana, abochornada.
—Pero si es verdad Juliana, no tengo idea de como hizo este hombre para bañarse y tener todo tan limpio, mira, está más limpia que nuestra casa — y señala en todas las direcciones.
Inicio a reír por la pequeña y graciosa escena hecha por las mujeres, pero también me duele reír, así que al final no sé si estoy doblado por la risa o por el llanto.
—¿Ves lo que te digo? Mira al pobre — y mira a Juliana mientras me señala con una mano.