Con facilidad, consigo mi boleto hacia el pueblo; la flota está programada para partir en veinte minutos. El terminal de transporte terrestre de Bogotá es un lugar vasto y, a diferencia de los terminales de pequeñas ciudades, desde aquí salen autobuses hacia prácticamente cualquier rincón del país. Afortunadamente, es temporada baja, y el lugar se siente casi desolado, con solo unos cuantos pasajeros esperando su turno.
Me acomodo en el asiento y reclino la silla, preparándome mentalmente para las siete horas de viaje. La vía al llano se caracteriza no solo por tener los peajes más caros de todo el país, sino también por ser propensa a cierres debido a los frecuentes deslizamientos de tierra. El vehículo arranca puntualmente y nos toma una hora y media salir del caos de la ciudad.
Poco a poco, el paisaje comienza a cambiar. Las casas se vuelven más escasas, y pronto, lo último que veo de Bogotá son las areneras, hasta que las montañas imponentes de la cordillera nos reciben. La primera parte del trayecto es agradable, debo admitirlo. Las montañas cubiertas de árboles, pequeñas cascadas y los pequeños pueblos que bordeamos crean una postal pintoresca. Los vendedores ambulantes se acercan a los autobuses ofreciendo arepas y otros alimentos típicos, dándole al viaje una sensación de vida rural.
Más adelante, el paisaje se transforma de nuevo. Las montañas desaparecen y las vastas extensiones de tierra plana, los llanos, se despliegan frente a nosotros. Para mi mala fortuna, el clima no ha sido amable, y aunque llego de noche, el calor sofocante es lo único que parece darme la bienvenida.
Esa noche, decido no ir directamente a su casa. Prefiero encontrar un hotel barato para descansar y prepararme mentalmente antes de enfrentarla. Apenas logro dormir. En cambio, me doy un largo baño y luego llamo a Juliana para confirmar que he llegado. Su primera pregunta fue la esperada: "¿Por qué no fuiste directo a casa de tu madre?" Mi excusa es simple: la hora. Mañana veré qué hago.
Me despierto temprano, como siempre, y decido buscar una cafetería. Conservo la esperanza de que el encuentro no se alargue demasiado. Las calles del pueblo no han cambiado mucho, pero las caras sí. Los jóvenes parecen fáciles de influenciar; las paredes están llenas de grafitis mal hechos, y los mensajes intentan transmitir una conciencia social que no se refleja en quienes los firman. Los tatuajes mal diseñados y la ropa con logos de marcas costosas parecen ser la preocupación de la mayoría.
Sigo caminando hasta que llego a la calle donde vivía. De pronto, una mujer me saluda como si me conociera de toda la vida.
—¡Maxi! Has crecido tanto, pero eres tú, sin duda.
La miro con seriedad, apenas inclinando la cabeza en señal de saludo. Mi único y apático "hola" debería bastar para que entienda que no quiero hablar, pero parece que no capta la indirecta.
—Soy Rosa María, he vivido aquí toda mi vida. No me sorprende que no me recuerdes, te fuiste hace muchos años.
Por supuesto que la recuerdo. La mujer que ahora pretende ser amigable, pero siempre miraba hacia otro lado cuando más necesitaba ayuda.
—Claro que la recuerdo, señora Rosa María. He estado ocupado, pero debo hablar con mi madre primero —respondo, cortante, esperando que me deje en paz.
Continúo caminando, ignorando lo que sea que sigue diciendo. No vine a este pueblo para hacer amigos ni para revivir recuerdos innecesarios.
La casa es tal como la recuerdo: paredes de un color crema sucio y un portón metálico que alguna vez fue café. Golpeo con los nudillos, ya que la aldaba de la puerta ha desaparecido, probablemente robada. Durante unos segundos, no hay respuesta. Entonces, escucho pasos lentos y arrastrados acercándose, hasta que finalmente la puerta se abre.
—Viniste, mi Maxi.
Esa voz pertenece a una mujer que, aunque debería tener unos cincuenta años, parece tener setenta o más. Está arrugada, encorvada, y tan delgada que parece que un apretón la rompería. Es solo una sombra de lo que alguna vez fue.
—Hola, mamá —digo, entrando sin prestarle demasiada atención a su intento de abrazo—. ¿Dónde puedo dejar mis cosas?
La veo herida por mi indiferencia, pero señala la habitación que solía ocupar mi abuela. Todo en la casa huele a enfermedad, a encierro, a vejez. Nada ha cambiado, ni siquiera la falta de limpieza. Lo único que se mantiene en pie, dignamente, son las plantas que siempre cuidó con esmero.
Después de escucharla quejarse interminablemente sobre su enfermedad, el dolor y lo injusta que ha sido la vida, pregunto sin rodeos:
—¿Cuánto tiempo te queda?
—No lo sé. Podría amanecer muerta mañana —responde, con una tos violenta que la deja sin aliento—. Las quimioterapias ya no son una opción. Lo detectaron muy tarde.
La acompaño hasta su cuarto y la ayudo a acostarse. Le preparo una jarra de agua para que tome con la montaña de medicamentos que tiene en su mesita de noche.
—Esto es lo más fuerte que me pueden dar —señala unas cápsulas de morfina—, pero ya casi no me hacen efecto.
Observo cómo se retuerce de dolor. Su rostro está cubierto de sudor y la mueca de sufrimiento no desaparece. La dejo descansar y aprovecho para salir a comprar algo de comida para tratar de preparar algo decente. No parece haber comido bien en días.
Cuando regreso, continuamos la conversación.
—Necesito muchas cosas, y es tu obligación como hijo —dice con voz débil pero firme.
La rabia me invade. ¿De verdad se atreve a hablar de obligaciones? ¿Dónde estaba ella cuando yo la necesitaba? No puedo contenerme ante el descaro de esas palabras.
—¿Obligación? ¿Dónde estabas tú cuando yo te necesitaba? ¿Cuando ese hombre me lastimaba? —grito, sintiendo cómo la furia me rasga la garganta—. No me hables de obligaciones de hijo, porque tú fallaste como madre.
El silencio que sigue es devastador. Ella no tiene respuesta. Ni una palabra.
Tomo las llaves que encuentro sobre una mesa y salgo del lugar, dejando atrás la casa y aunque todo lo que me duele de ese pasado está pegado a mi espalda.