15. LA ENFERMEDAD DE LA MADRE

1332 Words
Con facilidad, aseguro mi boleto para el pueblo; la flota está programada para partir en veinte minutos. El terminal de transporte terrestre de Bogotá es un espacio amplio y, a diferencia de los terminales de las pequeñas ciudades, aquí despachan autobuses o furgonetas hacía prácticamente cualquier rincón del país. Al parecer, estamos en temporada baja para viajes, ya que el lugar muestra escasa presencia de personas a la espera del servicio. Reclino la silla y me dispongo para iniciar mis mínimo siete horas de viaje. La vía al llano se caracteriza no solo por tener los peajes más caros de todo el país, sino por ser una vía que constantemente está cerrada debido a deslizamientos de tierra. El vehículo arranca según lo programado y se demora hora y media en atravesar la ciudad. Poco a poco el paisaje empieza a cambiar y la cantidad de casas que se pueden observar, son cada vez menos, hasta que al final de la ciudad nos despiden las areneras. Después de eso nos encontramos con la gran cordillera. La primera parte del viaje es bonita, debo reconocerlo. Ver montañas y montañas cubiertas de árboles, encontrar pequeñas cascadas y pasar por los bordes de pequeños pueblos, desde dónde vendedores de arepas y otros alimentos típicos, te invitan a entrar cuando pasas por el frente. Después de eso, el paisaje experimenta otra transformación y las montañas se desvanecen, dando paso a las vastas extensiones de tierra plana conocidas como el llano. Afortunadamente, no hubo contratiempos durante el viaje. El clima se mantuvo favorable, casi hasta llegar a mi destino, donde no importó que hubiera llegado de noche, ya que el calor seguía siendo sofocante. Esa noche, decidí no dirigirme directamente a su casa. En su lugar, opté por buscar un hotel económico para descansar y prepararme mentalmente antes de encontrarme con ella. No diría que dormí mucho esa noche; en su lugar, me di un buen baño y llamé a Juliana para confirmarle que había llegado bien. Su pregunta obvia fue: ’¿Por qué no fuiste directo a casa de tu madre?’ Por el momento, mi excusa es la hora; mañana decidiré qué hacer. Despierto temprano como siempre, así que decido buscar una cafetería antes de dirigirme a casa de mi madre, con la esperanza de desocuparme temprano, si es posible. Las calles no han cambiado mucho, pero las caras sí lo han hecho. El pueblo está lleno de jóvenes que, a todas luces, son fáciles de influenciar; prueba de ello son el gran número de grafitis mal hechos y mensajes que intentan aparentar ser pensantes e interesados por el bien social. Al menos, eso es lo que tratan de comunicar los muros, ya que los cuerpos narran una historia diferente. Tatuajes insulsos y de mal gusto abundan en la piel, mientras que ropa con eslogan gigantes de marcas costosas se exhibe como si fuera algo de lo cual vanagloriarse. Creo que es ridículo, pero incluso conozco adultos, muy adultos, que siguen pensando así. Ya estoy en la cuadra indicada, cuando una mujer me saluda como si hubiéramos sido amigos. —Creciste tanto Maxi, pero definitivamente eres tú. Miro a la mujer de manera seria, saludo con un ademán de cabeza y respondo solo con la palabra hola, esperando que con eso, la mujer me deje continuar mi camino, pero con tan mala suerte que ella no entiende de sutilezas. —Soy Rosa María, siempre he vivido aquí, no me sorprende que no me recuerdes, te fuiste hace muchos años. La mujer evidentemente tiene muchas ganas de parlotear y, si no me voy pronto, tendré que hacerle un recuento de mi vida para que tenga material para chismorrear con sus amigas. Contrario a lo que ella piensa, claro que la recuerdo; muchas veces miré en su dirección en busca de ayuda, pero la desgraciada se metía en su casa o hacía como si no viera nada —Ya la recuerdo señora Rosa María, he estado ocupado, pero debo hablar primero con mi madre, entonces le pido un permiso. Continúo mi camino haciendo oídos sordos a lo que sea que ella continúe diciendo, pues no me interesa guardar ningún tipo de apariencia, entablar amistades o revivir más recuerdos de los necesarios en el pueblo. La pared color crema y el portón metálico café siguen tal como los recuerdo. La aldaba de la puerta ya no existe; supongo que algún habitante de la calle la robó, así que golpeo con los nudillos en el metal para avisar de mi llegada. Durante un par de minutos, no se escucha nada detrás de la puerta, pero de pronto, el sonido de arrastre de pies se acerca, hasta que finalmente la puerta se abre. —Viniste mi Maxi. La dueña de esa voz es una mujer de unos cincuenta años, pero la apariencia de este momento, hace suponer que tiene casi setenta. Su piel está muy arrugada, el cabello encanecido y tan delgada que pareciera que con solo un pequeño apretón, podría quebrarla. La mujer es solo una sombra de lo que guardaban mis recuerdos. —Hola mamá —digo pasando de largo con la maleta e ignorando el ademán de abrazo que intentó extenderme la mujer —¿dónde puedo dejar mis cosas? Me mira como dolida y señala la habitación que ocupaba en sus tiempos mi abuela. Todo el lugar huele a enfermedad, huele a guardado, huele a viejo, huele a todo eso revuelto. Las cosas de la casa no se actualizaron, el aseo está deficiente y lo único decente que encuentro en el lugar, son matas dispersas por la casa, esas siempre fueron cuidadas. —¿Cuánto tiempo te queda? Pregunto por fin después de escucharla quejarse por lo injusto que es la vida, por lo doloroso de su enfermedad y por encontrarse sola a esa edad. —No se sabe, podría amanecer muerta. Responde doblándose del dolor que la asalta de manera continua desde que abrió la puerta. Su frente está sudada y la mueca de dolor no desaparece de su rostro. —Las quimioterapias ya no son una opción, dicen que me detectaron todo muy tarde. La acompaño hasta su cuarto y la dejo acostada en la cama. Alisto una jarra de agua, para que acompañe el reguero de medicamentos que tiene sobre la mesita de noche. —Esto es lo más fuerte que me pueden dar para el dolor —señala unas cápsulas de morfina —pero ya prácticamente no me hacen efecto. Un ataque de tos la asalta y la deja prácticamente sin respiración y totalmente agotada. La dejo descansando. Preparo algo de comer y le ofrezco, pues evidentemente ella no come mucho y tampoco puede hacer algo decente. Salgo y compro algo para preparar y el tiempo avanza afortunadamente. En la tarde continuamos conversando. —Necesito muchas cosas y es tu obligación como hijo. ¿En serio? Ella se cree con derecho a exigirme cosas como hijo, ¿dónde estaba cuando yo necesité que cumpliera su deber como madre? ¿Acaso su única obligación era traerme al mundo y ya? La interrumpo bruscamente. —No te equivoques, no estoy aquí para cuidarte, solo quería comprobar tu estado y ver si había algo importante que tuviera que saber, nada más. No tengo intenciones de quedarme y ser tu apoyo. Siento como la furia se apodera de mí y de verdad, si no la viera tan desvalida como está, posiblemente habría hecho algo malo, pero creo que lo que está viviendo es infinitamente peor a lo que yo pudiera hacerle. —¿Cuándo ese hombre me lastimaba, me ayudaste? ¿No era acaso tu obligación protegerme? —la fuerza con que grito esas palabras, hacen que me duela de inmediato la garganta —No me vengas ahora con ese cuento de mis obligaciones como hijo. El silencio lo llena todo, no es capaz de decir nada. Tomo las llaves que veo sobre una mesa, suponiendo que esas son las de la casa y salgo del lugar.
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