Es sábado por la tarde, a solo cuatro días de que termine mi incapacidad laboral. El día es típico de la capital bogotana: los rayos del sol no logran atravesar las gruesas nubes grises, que todos sabemos no se convertirán en lluvia. Solo están ahí para cumplir su misión de mantener el frío en el ambiente.
Finalmente decido salir del apartamento e invitar a Juliana a comer algo. Contrario a lo que muchos pensarían de un barrio de estrato bajo como este, los lugares de comida rápida son sorprendentemente buenos. Ella acepta mi propuesta para encontrarnos después de su trabajo al mediodía.
Baja del bus y, de inmediato, una sonrisa ilumina su rostro, provocando que la mía haga lo mismo. Tras un breve saludo y un beso inocente, caminamos tomados de la mano hacia el local de comida, como dos enamorados. Nuestra conversación salta de tema en tema: su jefe, lo insoportable que es, y lo ansioso que estoy por regresar al trabajo. Aunque, siendo sincero, no me molestaría tener algunos días más lejos del sofocante calor de la fábrica.
Disfrutamos la comida y nuestro tiempo, pues sé que hoy Juliana no podrá quedarse conmigo como antes. Hace días vengo fantaseando con la idea de llevar nuestro juego a un nivel más íntimo. Su mirada juguetona parece desafiarme cuando lo propongo, como si no creyera que estoy listo para subir la apuesta, pero estoy decidido a sorprenderla.
—Todavía no eres muy ágil subiendo las escaleras —me dice entre risas, ya varios escalones por delante mío.
—Subir las escaleras es una cosa, pero tenerte entre mis brazos es algo mucho más motivante —respondo con una sonrisa atrevida.
Estamos llegando al tercer piso cuando suelto ese comentario, y ella estalla en carcajadas antes de mirarme desde arriba.
—Entonces tendré que motivarte más —dice, y baja un par de escalones para tomarme del cuello de la camiseta y besarme.
El calor de su lengua bailando con la mía me enciende, y casi olvido el dolor que me aqueja. Ella se aleja con una sonrisa ladeada, y en ese instante todo lo que quiero es llegar al cuarto piso cuanto antes.
—Necesitamos llegar rápido —le digo, y comienzo a correr escaleras arriba, provocando un grito de sorpresa de su parte. Apenas se recompone, corre detrás mío. ¿Dolió? Claro que sí, pero es algo soportable cuando pienso en la recompensa.
El apartamento está absurdamente frío, pero eso me agrada. Pronto haremos que todo se caliente. La tomo por la cintura, y entre beso y beso la empujo contra la pared de la sala, atrapándola. No intenta escapar, pero me gusta esa sensación de dominio.
Sus manos se cuelan bajo mi camiseta, acariciando mi espalda, atrayéndome aún más hacia ella. Un pequeño puente de saliva queda suspendido cuando nuestros labios se separan, y puedo ver en sus ojos el mismo deseo que me consume. De fondo, escucho mi celular sonar desde la chaqueta que dejé sobre una silla, pero lo ignoro.
Ella se pone de puntillas para besarme el cuello, y hace que me erice solo pudiendo pensar en ella. Mi mente se llena de su aroma, y una parte de mí se siente absorta en la idea de que se arregló para este momento, se arregló para mí. Estoy perdiendo el control, y cuando sus manos bajan, mis labios sueltan un sonido que apenas logro contener.
El teléfono vuelve a sonar, insistente. Subo una de sus piernas a mi cadera mientras mi mano explora bajo su camisa y juguetéa con un seno prisionero en una jaula de encaje.
—O contestas o lanzo ese celular por la ventana —dice entre risas, pero tiene razón. Debería contestar y quitarme de encima esa molestia lo más rápido posible.
Antes de dejar que baje su pierna, le doy una palmada en la nalga, ganando una risa juguetona de su parte. Voy hacia la chaqueta, saco el celular y contesto sin mirar quién llama.
—Hola, Maxi —la voz al otro lado me congela al instante. Mi sonrisa se evapora—. Tenía muchas ganas de hablar contigo.
Juliana me mira con preocupación durante los interminables minutos que dura la llamada. Apenas logro articular respuestas monosilábicas. Finalmente, solo digo: "No sé... no estoy seguro" y cuelgo.
—¿Qué pasa, Max? —me pregunta Juliana, notando mi tensión. Hace poco estábamos en medio de un juego lleno de deseo, pero ahora toda mi energía se ha esfumado, alguien la drenó en cuestión de segundos. Estoy furioso conmigo mismo. Soy fuerte en tantas cosas, pero siempre que se trata de ella, de Rosaura, todo me afecta, todo duele.
—Discúlpame, Juliana —caigo pesadamente en la silla donde está la chaqueta, inclinando mi cabeza hacia atrás y cerrando los ojos. Ella se acerca y pone mi cabeza sobre su pecho, acariciando mi cabello.
—No te preocupes, dime qué pasa. Tal vez pueda ayudarte, y si no, al menos te sentirás mejor si lo compartes —me dice con suavidad.
Sonrío ligeramente ante la ternura de su comentario. No estoy listo para contarle todo, pero le doy una versión simplificada.
—Era Rosaura, la mujer que se hace llamar mi madre. Está enferma, muriendo, y quiere verme. Pero nunca tuvimos una buena relación, y no quiero ir.
Mientras hablo, los dedos de Juliana juegan en mi cabello, y el ritmo de su respiración, el latido de su corazón, me relajan un poco.
—No puede ser tan mala la relación como para no verla antes de que muera —me dice—. Abandonarla al final puede pesarte en la conciencia.
No respondo, porque sé que mi vida es algo que ella solo ha visto en noticieros o documentales, nada que pueda comprender del todo.
—Quizás tiene algo importante que decirte, algo que no puede hacer por teléfono —añade—. Deberías aprovechar estos días de incapacidad para ir.
¿Qué podría tener que decirme? Lo dudo. Pero, por si acaso, decido seguir su consejo. Lo que debía ser una tarde de caricias y, probablemente, sexo, terminó siendo la tarde para hacer mis maletas y viajar al pueblo.