Tres semanas transcurrieron. Veintiún días sin saber de ella me enloquecieron al punto de quiebre, deambulando como un zombie por todo el rancho. Incluso Charles comenzó a creer que perdería la cordura o dañaría la pantalla del teléfono por los reiterados remarcado rápido, insistiéndole a alguien que se olvidó por completo de mí. Tenía la absorta necesidad de saber de ella, aun conociendo los motivos que la alejaron de mí, conduciéndola de regreso a su preciado Nueva York. Mi desasosiego provenía de ese desconocido mundo al que ella pertenecía. Cualquier situación podía presentarse en esos veintiún días, mientras yo estaba en Charleston, atado de manos y pies, encerrado en mi burbuja de metal. Ese tiempo fue como un catéter de engrudo; espeso, lento y pegajoso. Se inyectaba por mis ve