Andrea se marchó esa tarde, dejando su aroma en mis manos.
Fue una despedida agridulce, diferente a las anteriores pero con el picor de la separación, siendo la detonante de mi mal humor el resto de la semana, contagiando a las personas que me rodeaban. Aun así, cumpliendo con mi palabra, tuve la conversación realista con Angie antes de su arribo a Canadá.
Salimos a una de las plazas de Charleston, donde vendían una amplia variedad de postres, comprando un Brownie con helado para ella y una dona para mí. Nos sentamos en una de las húmedas y gélidas bancas del lugar, observando cómo pasaba la vida justo frente a nuestros ojos. Familias deambulaban con sus hijos, parejas se sentaban a darse helado uno al otro, niños paseaban perros y turistas tomaban fotos.
Nosotros solo observábamos la escena desde la talanquera, entristeciéndonos por no poseer una persona con la cual disfrutar de los hermosos momentos que nos ofrece la vasta vida que quizá no sea tan amplia después de todo.
Angie fijó la mirada en un puesto de algodón de azúcar, lamiendo sus labios por la cantidad de melado ingerido los últimos minutos.
—¿Por qué, Nicholas? —preguntó de pronto.
—¿Por qué...?
—Dime la verdad sobre lo que sentías o sientes por mí.
Limpié mis labios con una servilleta, arrojándola en el cesto de basura. Apuñé mis manos, aflorando el tic nervioso en mi pierna derecha.
—Te quiero —solté.
—Eso lo sé. La pregunta sería ¿en forma de qué me quieres?
—Amiga —confesé, tragando el melado en mi boca—. La amo a ella.
Angie relamió sus labios, pestañeando un par de veces y girando el rostro.
—¿Así que era una boda ficticia? Por la visa.
—Sí —admití.
Ambos conocíamos la realidad de nuestra situación, pero escucharlo brotar de nuestros labios fue como una patada de caballo en el pecho. Angie se dobló por dentro, congestionándose un mar de lágrimas en sus ojos, intentando alejarlas con furtivos movimientos de manos. Me dolía mucho observarla desmoronarse, pero tarde o temprano todos deben aceptar el futuro y el rumbo de sus vidas.
Angie arrojó su postre en la basura, limpiando sus manos, encarándome.
—¿Y cómo sería, Nicholas? —indagó—. ¿Nos divorciaríamos en un año o tus intenciones eran intentar olvidarla, empecinándote conmigo?
—No lo sé.
—Debes tener una idea —imploró con la mirada conocer mis verdaderos pensamientos y sentimientos—. Por favor, me dijiste que me contarías toda la verdad.
—Y lo hago, Angie. El Nicholas de antes no habría admitido que ama a una mujer que no fuera su madre, menos aún aceptaría ser solo amigo de esa mujer.
—Entonces dime qué buscabas de mí.
Y, sin analizar las consecuencias de mi respuesta, contesté:
—Redención. Eso buscaba contigo, Angie. Necesitaba redimirme de mis pecados; de todos esos actos de malicia que provoqué o asistí. Ayudarte me ayudaría a ser el Nicholas de antes: libre de demonios que lo persiguieran en la oscuridad.
Giró, tocando los dientes con su lengua, ahogando las lágrimas.
Fue un golpe sucio, bajo y cruel, pero Angie me golpeó fuerte, dejándome con las defensas en el suelo, preguntándome si fue correcto pedirle que me dejara explicarle por qué me comporté de esa manera y por qué me casaría con ella. Ameritaba un termómetro de crueldad para medir la cantidad de daño causado en ella.
—Angie, yo me forcé en quererte como algo más que una terapeuta o mi amiga. Pero cuando llamé a Andrea, cuando escuché su voz, todo eso que intenté ocultar contigo floreció como margaritas al sol —confesé mi más grande secreto—. Andrea me debilita, me hiere y reconstruye en un santiamén. Mi corazón le pertenece a la mujer que me llamó escéptico la noche que nos conocimos, por no creer en el amor.
Rodé la mirada, vislumbrando las tiendas por encima de su cabello. No soportaba verla brotar negruzcas lágrimas por mí, siendo eso lo que me condujo a proponerle matrimonio en un principio.
Sí, lo admito, sonaba estúpido, pero para un hombre que lo había perdido todo, una persona como ella era un rayo de luz en la oscuridad. Aun así, eso no impidió que la hiriera, a pesar de conocer mis sentimientos por Andrea. Habría sido capaz de sacrificar mi vida por ella sin pensarlo ni un miserable segundo.
Angie limpió sus lágrimas con un pañuelo que extraje de mi bolsillo.
—Eso era lo que quería saber, Nicholas. ¿Era tan difícil decirme la verdad?
—Demasiado. ¿Sabes por qué? Aunque cada noche oraba para que Andrea regresara, cuando fuimos a la prefectura, internamente, deseé que ella no volviera. No sé lo que habría sido capaz de hacer si ella regresaba y me encontraba casado contigo.
—Me habrías dejado —murmuró.
—No —afirmé—. Por más que amara a Andrea no habría sido capaz de abandonarte para fugarme con ella. Mi padre me educó bien, Angie. Nunca me enseñó a ser un cobarde o un mal hombre, así que me ofende que pienses eso de mí.
Angie colocó su mano en la mía, sobre la fría banca. Limpió sus lágrimas con la mano derecha, arrastrando parte de su maquillaje por las mejillas, tornándose en una imagen algo desagradable para el resto de los transeúntes.
—No te habrías alejado de mí, pero serías infeliz el resto de tu vida. Nicholas, ¿crees que me perdonaría arruinar tu vida por algo tan simple como regresar a Canadá? Vaquero, tu felicidad es igual de valiosa que la de cualquier otro.
—Yo si quería que te quedaras en el país.
—Lo sé. Eso nunca lo he puesto en duda. Es solo que yo no soportaría alejarte de tu felicidad por mantenerte atado a una persona que no amas.
Bajó la cabeza, insertando un mechón de su cabello tras la oreja, respirando profundo y canalizando ese temblor en su cuerpo en palabras coherentes.
—Yo no me iba a casar contigo —reveló, soltando una lágrima.
La sorpresiva revelación me impactó, desplomándome de ese pedestal sobre el cual caminaba, imaginando que Angie haría lo que fuera por mí.
—¿Por... qué? —pregunté entrecortado.
—No quería. Sabía que serías infeliz el resto de tu vida, recriminándote el no elegir un mejor camino y culpado al destino por una decisión que yo misma propicié. Nunca me dirías que te sentías mal por tu decisión, pero en tu interior lo sabrías.
Elevó el rostro, empañado en lágrimas, achinando sus ojos ante el dolor que derramaban sus lagrimales, imposibles de detener con un miserable pañuelo blanco.
—Te quiero, Nicholas, no lo pongas en duda, pero me ha costado demasiado intentar rehacer mi vida; olvidarme de mi prometido —continuó, ahogando las palabras en su garganta, exhalando un hilo de voz—. Lo extraño, Nicholas, más de lo que dije o admití. Lloré tanto por él que me sequé por dentro, pero comencé a sentir algo por ti en tan poco tiempo que me olvidé de él. Ahora... me duelen ambos.
El ambiente que nos rodeaba estaba lleno de vida, emoción, esperanza; mientras nosotros nos hundíamos en ese galeón sin tripulación. Tantas risas, declaraciones de amor, entregas desmedidas y felicidad nos englobaba de tal manera que se volvió insoportable permanecer en un lugar atestado de felicidad, cuando la marca que nos sellaba el alma quemó todo rastro de alegría o esperanza.
Angie me imploró que la acompañara a casa, deteniéndonos en el umbral que recibió tantos besos como despedidas. Era la última vez que podría acompañarla hasta la puerta, besar su mejilla o vislumbrar el color de sus ojos. Me dolía despedirme de una parte de mi pasado, pero era imperativo el desligue de mis sombras.
Ella me suplicó que fuera feliz y la olvidara, sellando por completo esa herida. En parte era imposible desaparecer todos mis demonios tras un simple pestañeo, pero mantuve mis esperanzas erguidas, atentas ante las amenazas de ese destino que se empeñaba en provocar un eterno sufrimiento.
Me despedí de una de mis sombras, liberando esa parte oscura de mi alma ante la luz de la verdad y la sinceridad. Adoré a Angie en su momento, pero como todo lo que pasa por nuestra vida, ella fue una brisa de verano; nada más que un alivio de momento, un respiro al sempiterno desasosiego que me embaucaba.
Emergí de la oscuridad, encaminándome a la realidad, brillando junto a la deslumbrante luz del sol, regresando a mi habitual lugar de trabajo. Le comenté a Charles mis problemas económicos y accedió a permitirme trabajar en el almacén, perdiéndome en las cajas y artículos sin arreglar dentro del caluroso lugar.
Esa tarde redactaba el inventario en uno de los computadores del almacén, cuando un par de pálidas piernas se asomaron en la puerta, elevando la mirada sobre su apretada ropa, reposando en una extensa melena platinada, un tapaboca añil y un par de lentes de sol, ocultando unos enrojecidos ojos.
—Hola, Nicholas —saludó Shelby, sacando los lentes de su rostro.
—Hola. ¿Qué haces aquí?
Me levanté de la silla, caminando un poco más cerca. Cuando estaba a algunos metros de su cuerpo, Shelby elevó la mano derecha en señal de alejamiento, impidiéndome un adecuado acercamiento. Me detuve en seco, retrocediendo.
—¿Qué ocurre? ¿Estás enferma?
—Sí —respondió tajante.
—Si es porque tienes gripe, no te preocupes.
Negó, elevando un poco el tapaboca. Intentaba ocultar parte de su rostro, impidiéndome escucharla con claridad. Me forcé a prestarle completa atención a su voz, sin preguntarme el porqué de sus enrojecidos ojos o la lejanía de su posición.
—No es gripe, Nicholas.
—¿Mononucleosis? —pregunté.
—No.
—¿Entonces?
Limpié el sudor de mis manos en los muslos, friccionando sobre el pantalón, esperando la respuesta de Shelby. Ella bajó el rostro, lanzando su cabello a un lado, moviendo por efectos nerviosos los huesos de sus hombros.
Tenía días que no sabía de ella, siendo increíble, considerando lo cerca que estábamos uno del otro. Su padre trabajaba la mitad del día en la clínica veterinaria y los andares de Shelby eran muy conocidos, encontrándola en infinidades de lugares.
Respiró una fuerte bocanada de aire, elevando su pecho, respondiendo:
—Tengo VIH.
—¿Qué?
—Lo descubrí hace un par de semanas, pero no quería preocuparte o alarmarte mientras estuvieras en prisión.
La palabra preocuparte resonó como un eco en mi cabeza, provocándome un doloroso ruido en los calmados pensamientos.
—¿Preocuparme? —indagué, inocente del asunto.
—Mi doctor no sabe cuánto tiempo tengo con la enfermedad, así que quizá tú... Lo lamento mucho, Nicholas.
Retrocedí aún más, consciente del nudo en su garganta y las cálidas lágrimas.
—¿Insinúas que puedo estar contagiado y no lo sé?
Cabizbaja respondió:
—Sí.
Esa esperanza que vociferé albergar fue apagándose como una vela sin e*****a. Del tirón me senté, cayendo como un plomo sobre la silla, tocando mi cuello y mirando la oscuridad del suelo. Era una noticia que no esperaba, derrumbando esa fina fortaleza que elevé entre la realidad y las sorpresas que me deparaba el futuro.
Mi corazón comenzó a bombear sangre con una felina velocidad por las venas de mi cuerpo, acelerando mi respiración, corrompiendo mis buenos deseos y pensamientos, provocando un vertiginoso pálpito en el motor principal.
Quizá no debía culpar a Shelby, pero la ira que brotaba de mis poros era como un rio sin conducto, destruyendo cada cosa a su paso.
—¿Cómo lo supiste? —inquirí.
—Tenía mucha migraña, malestares corporales y sufrí un fuerte resfriado hace unos meses. Asistí al doctor porque imaginé que se trataba de algún virus y tendría las plaquetas bajas, pero al darme el resultado del análisis, arrojó positivo.
—Quizá es un falso positivo.
—No —comentó con rapidez—. Me practiqué la prueba cuatro veces.
Froté mi cabeza, cerrando los ojos y apretando los dientes.
Me pregunté por qué me pasaba eso y por qué la vida se empeñaba en extraer los peores destinos para nosotros. No recibí la respuesta que esperaba en ese momento, pero años después entendí que todo lo que vale la pena requiere cierto grado de valentía, una fuerte dosis de determinación y el toque maestro del sacrificio.
Me levanté, frotando mi nariz, arrojándole una serie de preguntas.
—Necesito que me cuentes bien, Shelby. ¿En qué etapa estás?
—Etapa de gemación. El doctor la denomina fase crónica —respondió, cruzando los brazos, retrocediendo y acunando su cuerpo—. Señala que no presentaré malestares, pero eso no quiere decir que no lo tenga, sino que se propaga por todas mis células y abraza mi cuerpo como una manta.
Tragué grueso, descansando la espalda en una de las pilas del almacén.
—¿No puedes hacer nada para detenerlo?
—No. Si me hubiera contagiado hace un par de días, sí, pero ya no hay vuelta atrás. Estoy muriendo de a poco, Nicholas.
—Pero... —interrumpí, aclarando mis ideas—. ¿Quién te pudo contagiar?
—Seguro fue Mike. Un hombre que conocí en Beaumont hace unos meses. Era la primera vez que estaba con él y no volví a saber nada nunca más.
—¿Hace cuánto fue?
—Un año, quizá.
—Un año... Eso significa que yo... Andrea, Angie...
—Lo lamento mucho —farfulló, arrojando fuertes lágrimas.
El calor dentro del lugar fue opacado por mi propio fuego. El infierno de mi posible culpabilidad me quemaba por dentro, destruyéndome en un segundo. Los incendios solo necesitan la fuerza del viento para propagarse, la velocidad del impulso y el calor de su toque contra la verdosa naturaleza. Yo solo necesité engatusar a un par de mujeres para destruir su vida y la del resto.
Respiré con rapidez, alejando el impulso de romper cualquier cosa.
—¿Cómo sabes que no fue otra persona?
—No lo sé. Solo hago suposiciones. —Shelby limpió algunas de sus lágrimas, secándolas en el short deportivo—. El doctor dice que la incubación antes de los síntomas puede tardar semanas o años. Por eso vine a contarte personalmente, Nicholas. No quería que te enteraras por terceras personas.
Los pensamientos de culpabilidad no me permitían razonar, atiborrándome de Andrea y Angie: víctimas de los problemas Eastwood. No podía permanecer quieto en un mismo lugar, abriendo una zanja bajo mis pies, friccionando mis manos sobre cada parte expuesta de mi cuerpo, sufriendo de nervios antes del Parkinson.
—Debo contarle a ella —expulsé, harto de pensar.
—Hasta un examen, Nicholas. Solo así estarás seguro de... lo que sea.
Asentí, alejando parte de mis propias preocupaciones y enfocándome en ella.
—¿Te someterás a un tratamiento?
—Sí —articuló, gimoteando un poco—. Debo mantenerlo a raya. Si no me trato a tiempo, hasta una simple gripe podría matarme.
Necesitaba calmarme, practicarme el análisis y contarle nuestras sospechas a Andrea, siendo tan transparente como un pozo de agua limpia. Muchos problemas resultaron de no contarle la verdad de mi pasado, perdiendo su confianza. Era imperativa una llamada que cambiaría por completo su día o quizá su vida.
Shelby permaneció distante, cerrando los ojos algunos segundos, escondiéndose tras los delgados brazos y el extenso cabello. El calor dentro del lugar extrajo algunas pizcas de sudor en su frente, junto a sus húmedas mejillas.
Yo amé a esa mujer cuando era un adolescente, cayendo rendido en los encantos de Shelby, embobándome y engatusándome como al propio niño. Se apoderó de más de una cosa, robándome parte de la inherente inocencia de un joven de catorce años, sellándome para nunca más volver a ser el mismo Nicholas Eastwood.
Y a pesar de todo, seguía albergando cierto cariño hacia ella.
Me senté sobre una de las cajas, reposando los codos en mis muslos.
—¿Cómo lo tomó tu padre? —indagué, quitando el sudor de mis manos.
—Esta devastado. Su única hija morirá por una enfermedad contraída a causa de su inmensa promiscuidad. —Asintió con lentitud, rascando sus brazos—. Tardará en aceptar lo inevitable, pero cuando lo haga, se rendirá a mi destino.
—No debes ser fácil para ninguno de los dos.
—No lo es, ni siquiera un poco. —Limpió sus lágrimas, frotó sus manos y trago su dolor, enfocándose en alguien más—. Pero bueno, estamos aquí para hablar de ti.
—¿De mí?
—Me preocupas mucho, Nicholas. Fuiste mi más grande amor de adolescencia y jamás te causaría daño. Me atormenta pensar que puedes estar contagiado por mi culpa. Creo que si eso llega a ocurrir, me muero de dolor, Nicholas.
Debía comportarme como el Nicholas cariñoso y bondadoso que Andrea me enseñó que existía, pero después de semejante daño, ninguna palabra bonita cambiaría la descomunal ira que albergaba en la parte intrínseca de mí ser.
Colocándome de pie, ahondé fuerzas y solté:
—Preocúpate por ti, Shelby.
Asintió, encogiéndose de hombros y retrocediendo, encaminándose a la puerta principal, perdiéndose de nuestra vista. No tuve el coraje ameritado para contarle a Charles la razón principal de la espontánea visita de Shelby, rehusándome por todos los medios a entablar una profunda conversación con él. Sabía que Charles no se daría por vencido, pero mi corazón no albergaba las fuerzas para contarle la verdad.
Recordaba que al salir del trabajo fui directo a casa, lanzándome en el sofá de la sala, vislumbrando las gotas de lluvia resbalar por los ventanales, llorando por mí, con lágrimas que fueron imposibles de soltar. Sentía como esa verdad tocaba mi puerta, pero asegurando la madera, le impedí devastar mi inverosímil tranquilidad.
La mañana siguiente fui directo al laboratorio del centro, extrayendo una jeringa de sangre, apelando que necesitaba esos exámenes para un trabajo fuera. La mujer que me atendió comentó que por déficit de reactivos el examen tardaría un par de días en efectuarse, descontándome una pequeña cuota por los inconvenientes.
De regreso al trabajo, encontré los mismos policías que me detuvieron cuatro semanas atrás en la prefectura, justo en la puerta de la tienda, ostentando sus batutas y moviendo la cabeza en todas las direcciones. Me detuve en un poste de energía, observando cómo Charles discutía con Tommy, amoratado hasta los dientes por la golpiza propiciada algunos días atrás.
El grosor del poste impidió un perfecto escondite, siendo descubierto por Paul; uno de los secuaces sanguinarios de Tommy. Al observar su trote hacia mí, di un paso adelante, enfrentándolo. Estaba cansado de ser azotado por las consecuencias de un maldito error. Era tiempo de ser mejor y afrontar el resultado de mis actos.
—Estás bajo arresto, Eastwood —comentó, golpeando mi hombro—. De nuevo irás a la celda donde estuviste esas asombrosas tres semanas.
Charles corrió a nosotros, apelando:
—¿Cuáles son los cargos?
—Agresión a un oficial de la ley —espetó Tommy con una sonrisa.
Caminó lo suficientemente cerca para aspirar el aroma a nicotina proveniente de su boca. Los morados en su rostro no disminuyeron de color, el ojo que no abría permanecía cerrado, llevaba puesto un cabestrillo en el brazo izquierdo y la misma frívola mirada posó sobre la barista del Álamo.
—¿Creíste que me ganarías? —preguntó Tommy por lo bajo.
—No lo creo. ¡Te gané!
Apretó su mandíbula, asintiendo al oficial que me sujetaba las manos tras la espalda, sintiendo el fuerte agarre en las muñecas, uniéndolas con las esposas. Dos más de ellos emergieron de la patrulla, extrayendo las batutas de su cintura, acercándose a paso constante, manteniendo la mirada sobre mí.
—¿Qué están haciendo? —inquirió Charles, nervioso por la proximidad.
—Darle el mensaje a tu amigo de que con nosotros nadie se mete.
Lo siguiente que sentí fue el golpe seco de la batuta contra mi costilla izquierda, doblándome como un trozo de cartulina. Tommy elevó mi rostro y estampó un golpe contra mi pómulo, soltando su puño al dejar el golpe estampado en mi piel.
El ardor y el dolor se tornaron insoportables, pateando e intentando soltar mis manos de su agarre. No le permitía golpearme sin defenderme aunque fuera un poco, dando pelea, golpeando lo que mis piernas podían.
Todo esfuerzo por defenderme fue inútil.
Uno de ellos sujetó a Charles de los codos, bloqueando su defensa. El resto se enfocó en mí, golpeándome como una pera de boxeo hasta sangrarles los nudillos.
—¡Llamaré al alguacil de la jefatura! —gritó Charles—. ¡Esto es agresión!
Solo sentía la sangre corriendo por mi cuerpo, el dolor propagarse como un virus por mi anatomía y el rostro de satisfacción de Tommy al terminar con las manos sobre sus rodillas, brotando pequeñas gotas de sudor tras la paliza propiciada sin piedad a una persona que solo defendía a un inocente.
Al final me arrojaron como un perro sobre la acera, escupiéndome y pateándome para afianzar el mensaje de su poder sobre el resto de nosotros.
Uno de ellos se acercó a mí, vislumbrando algunas gotas de sangre sobre sus pulidos zapatos. Se detuvo frente a mí, descendió un poco y susurró en mi oreja:
—Has quedado en libertad.
Lo siguiente que escuché fue el arranque de un auto y un profundo dolor.
No podía ni levantar un dedo, menos el resto del cuerpo. Como relámpagos del suceso, recordaba a Charles conducirme a la tienda, arrojarme sobre una mecedora que nunca vendimos y correr a buscar el botiquín de primeros auxilios. Cerré los ojos unos segundos, o eso pensé. Para cuando los abrí Erika estaba sobre mí, observando mi rostro, tocando con sutileza mi hombro izquierdo.
—Nos tenías preocupados —articuló, tocando su vientre.
—Hola —saludé.
—¿Sabes dónde estás?
Pestañeé un par de veces, aclarando mi visión. Observé una hilera de camas frente a mí, algunas se encontraban ocupadas, pero la mayoría estaban tendidas.
—En el hospital —ultimé.
—Nos diste un gran susto.
Con esfuerzo deslicé una pequeña sonrisa, sintiendo la aguja en mi codo izquierdo, una presión en el dedo anular y un fuerte dolor en la parte baja del estómago. Era similar a acostarse sobre cientos de afilados vidrios.
Erika buscó a la enfermera, comentando que quizá tenía algo de dolor y ameritaba una fuerte dosis de analgésicos. La jovencita se encaminó a la despensa al final de pasillo, buscó un frasco de vidrio y extrajo una dosis de un analgésico, colocándolo en una extraña bolsa a mi lado. Observé todo, desde el momento que arribó al colectivo hasta alejarse por la puerta doble.
Mi compañera encontró una silla, colocándola a mi derecha.
—¿Dónde esta Charles?
—Colocando la denuncia —respondió—. Esto fue un ataque personal, Nicholas. Casi me da un infarto cuando Charles me llamó desesperado, diciendo que te habías desmayado en la tienda y no sabía si estabas vivo o no.
—Ahora te agrado más que antes —refuté en tono jocoso.
Viró los ojos, ahogando una carcajada. Relamió sus labios, tocó su vientre y relajó la espalda en la silla, respondiendo en forma hilarante a mi comentario.
—Nunca te odié, Nicholas —indicó encogiéndose—. Solo no me agradabas.
—Las mismas palabras de Charles.
Intenté emitir una carcajada, pero el agudo dolor en las costillas lo impidió. En ese instante creí que no existía peor daño que una golpiza en todo el cuerpo, pero el destino tenía otros planes preparados para mí, convirtiendo ese dolor en nada.
Debía permanecer estático en esa cama o podría perforarme un pulmón. Lo último no era cierto, pero siempre me gustó ser dramático.
Erika me aseguró que solo eran golpes, que unidos a los anteriores, provocaron un sangrado interno, ameritando algo sin lo que no podemos vivir. Me colocaron varias transfusiones de sangre e inyectaron una fuerte dosis de medicina en mi torrente, pero al final todo estaba bien, recuperándome poco a poco.
No contábamos con un hospital sofisticado donde pulsabas un botón y la cama se elevaba, necesitando un par de almohadas tras mi espalda para enderezarme. Erika fue muy atenta, difuminando parte de mis dolores con sus morisquetas.
—¿Cuánto tiempo debo quedarme aquí?
—El doctor dice que un par de días; dos o tres, máximo.
—¿Cómo esta el bebé?
—Esperando para nacer. ¡Estoy demasiado ansiosa, Nicholas!
La observé tocar su panza, sonriendo y hablando con esa pequeña criatura dentro de ella. Imaginé cómo sería ese bebé, creando una serie de combinaciones en mi mente, preguntándome cuál de ellas sería la acertada.
—Serás una grandiosa madre, Erika.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro.
Permaneció conmigo hasta el arribo de Charles, dejándonos solos.
—¿Qué pasó?
—Lo negaron todo, Nicholas. —Arrojó ambas manos a su cuello, frotando la piel, elevándolas por el largo cabello ondulado—. No tenemos evidencias ni testigos.
Tragué la saliva en mi boca, apretando la sábana entre mis manos, sintiéndome impotente ante los azares de su suerte. ¿Era posible que la maldad ganara todas las partidas sin darle una oportunidad a la verdad o la inocencia? Estaba claro que las leyes se colocaron para romperlas, pisándolas y riéndose de las supuestas reglas.
Aclaré mi garganta, alisé la sábana y reacomodé mi cabeza en la suave almohada, fijando la mirada en el muchacho acostado frente a mí. Muchas de las personas que allí se encontraban eran completos extraños, pero ese muchacho me resultaba bastante familiar, observándolo más tiempo del reglamentario.
Al final, tras perder las esperanzas de reconocerlo, inquirí:
—¿Entonces se quedará así?
Charles se sentó a mi lado, colocando sus codos en los muslos.
—Por desgracia —soltó, suspirando con pesadez.
—Pero tenemos ley.
—Hablaremos con el abogado Arriechi. Él sabrá qué podemos hacer.
—No —exhalé, girando el rostro—. Todos terminan pagando sus pecados.
En momentos de lucidez, recordé algo importante que aún no se efectuaba. Debía contarle unos de los últimos sucesos a la mujer de mi vida, aunque esa no llamara tal como lo prometió la tarde que se marchó.
—¿Me alcanzas el teléfono? —le pregunté a Charles.
Caminó hasta mi ropa, extrayéndolo del bolsillo. Con lentitud lo tendió ante mí, musitando que estaría afuera mientras realizaba la llamada, no deseando ser un faro entre cientos de bombillas. Lo observé alejarse, tecleando su número y esperando las tonadas sistematizadas para una llamada a corta o larga distancia.
—Nicholas —saludó Andrea—. Justo estaba pensando en ti.
—¡Qué coincidencia! —emití sonriendo—. Yo también estoy pensando en ti.
—Lamento no llamarte. Estuve algo atareada. ¿Cómo estás?
Mi silencio la alertó, reiterando la pregunta.
—¿Esta todo bien?
—No.
Las ansias de mentirle se tornaron insoportables, forzando mi lengua y las cuerdas vocales a emitir aquella noticia tan inesperada. No conocía la reacción de Andrea, pero todo lo que atente contra el bienestar de una persona, es mal recibido.
Ahondé fuerzas, orando para mantener el coraje del apellido Eastwood.
—¿Qué pasa, Nicholas? —Comenzaba a preocuparse—. Puedes contarme.
Cerré mis ojos ante las palabras que rebosarían una ira descomunal, farfullando:
—Quizá tengamos VIH.