Esas dos semanas que estuve en Nueva York, antes del juicio definitivo, acompañé a Samantha al colegio y sus clases de Ballet, pasando mucho tiempo juntas. Nos tornamos amigas inseparables, contándome miles de anécdotas sobre sus compañeras de ambas clases, siendo amiga de un par niñas que invitaba a casa. Mi hija era el don más preciado que tenía. El solo imaginar que algo podía ocurrirle, me cercenaba por dentro. Moriría sin Samantha. Una vida sin ella sería cruel, insoportable, inadmisible, repleta de locura y agonía. Podía faltarme dinero, comida o hasta salud, pero nunca las personas que amaba, tal como todos ellos. Nos quedamos un par de días en la casa de mi madre, acompañándola. Su semblante comenzaba a cambiar, retornando un poco de la mujer anterior. Se vestía mejor, emitía una