Valentina
Nicola me arrastró sin decir una palabra, su mano apretaba la mía mientras me guiaba por el salón, ignorando las miradas y los murmullos a nuestro alrededor.
Mi corazón seguía latiendo con fuerza en mi pecho, aún no podía creer lo que acababa de hacer, me había reclamado frente a todos, como si fuera... un objeto.
El anillo en mi dedo se sentía como una cadena, pesada y apretada. Aunque no podía negar que era hermoso y delicado.
Salimos al patio, donde el aire frío me golpeó la piel, pero no me calmó. Mi pecho aún ardía de indignación. Nicola caminó unos pasos más hasta detenerse junto a la piscina. Me soltó la mano para girarse a mirarme, y fue entonces cuando lo sentí.
La furia me consumió por dentro, una mezcla de humillación, confusión y rabia. No podía soportarlo más.
Antes de darme cuenta, mi mano voló por su cuenta, y el sonido de la cachetada resonó como un trueno en la calma del patio. Y aunque lo tomó por sorpresa, él no se movió, ni siquiera parpadeó. Solo se quedó allí, mirándome.
Dos de sus hombres corrieron hacia mí, sus ojos llenos de incredulidad y miedo. Sabían que había cruzado una línea que nadie en su sano juicio se atrevería a cruzar.
—Ni se les ocurra tocarla, —la voz de Nicola fue un gruñido bajo y autoritario, que los detuvo en seco. No apartó los ojos de mí, ni un segundo.
—Pero... Señor... —los hombres miraron entre él y yo, claramente incómodos.
La necesidad de proteger a su jefe se reflejaba en su postura rígida, pero estaban desorientados, sin saber qué hacer.
—Ella es mi mujer, —afirmó, con una tranquilidad que me desconcertó, —la única que tiene permitido golpearme cuando lo merezco.
Mis ojos se abrieron de par en par. Por un segundo, la sorpresa nubló mi rabia. ¿Sabía que se lo merecía?
Los hombres titubearon, mirándose entre sí, pero al final dieron un paso atrás, respetando la orden de Nicola.
—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —mi voz salió baja, temblorosa, una mezcla de furia y desesperación que no podía contener más.
—Te protejo, amore mio, —su tono fue suave, pero no menos firme. Dio un paso hacia mí, y retrocedí instintivamente, sintiendo que la tensión crecía entre nosotros como un muro invisible. —Nadie más te reclamará. Nadie más te dañará. Eres mía, y yo me aseguraré de que nunca más sufras por nadie.
—¿Mía? —solté una risa amarga, pero la furia aún latía en mis venas. —¿Crees que soy un objeto que puedes exhibir y reclamar como tuyo, sin siquiera preguntarme lo que quiero?
Me llevé la mano al pecho, sintiendo el peso del anillo en mi dedo, como si fuera una marca de propiedad. Una carga que no pedí llevar.
—No eres un objeto, —sus palabras fueron directas, y por un segundo, pude ver algo vulnerable en sus ojos. Algo que se escondía detrás de ese caparazón de frialdad y control. Su mano se acercó a mi rostro, y está vez, no me moví. —Eres mi mujer. No te exhibo, te protejo.
Tragué saliva con dificultad, intentando entender lo que decía. Una parte de mí quería creerle, quería dejarme llevar por esa promesa de protección, pero la otra parte, la que había sido herida tantas veces, la que había sido vendida y tratada como una simple transacción, no podía aceptarlo.
—Nicola, no puedes protegerme de todo... —murmuré, más para mí misma que para él.
—Sí puedo. —Su respuesta fue rápida, sin duda alguna. Se acercó aún más, hasta que su calor me envolvió, hasta que pude sentir su respiración rozando mi piel. Sus manos me tocaron, una en mi cintura, la otra en la mejilla. —Y lo haré. Aunque te moleste, aunque me odies por ello, te protegeré de todo. Porque no puedo perderte, Valentina. No puedo.
Mi corazón latía con fuerza, golpeando contra mis costillas, y las palabras que él no decía estaban allí, flotando en el aire entre nosotros.
—Lo siento, principessa, yo... —su voz, se escuchaba rota, llena de una disculpa que parecía casi sincera.
Sus manos se levantaron, buscando el contacto, pero di un paso atrás, poniendo la mayor distancia que pude entre nosotros.
—Pensé... Pensé que después de todos estos días tendrías un poco de consideración por mí —susurré, mis brazos me rodearon, buscando calor y protección en mí misma. —Y me tratas igual que esos dos...
¿Cómo podía ser que, después de todo, me siguiera viendo como algo que podía tomar y reclamar sin más?
La ira latía debajo de la superficie, pero también el miedo. Miedo de lo que Nicola significaba, de lo que podría hacerme si algún día se cansaba de esta "obsesión" que tenía conmigo.
—No, amore mio, —dio un paso adelante, esta vez, sin saber por qué, dejé que sus brazos se cerraran alrededor de mi cuerpo.
El calor de su piel y su respiración en mi oído me envolvieron, y aunque todo en mi cabeza gritaba que me apartara, no lo hice.
—Lo siento de verdad, me dejé llevar por la rabia...
Nicola me apretaba contra él, y mis emociones eran un caos. Entre el dolor, la furia y... esa extraña sensación de querer confiar en él. De necesitar confiar en él.
—Nicola, ¿de verdad hiciste esto? —levanté la vista, buscando respuestas en sus ojos. —¿De verdad te casarás conmigo?
Su sonrisa se formó lentamente en sus labios, esa sonrisa que siempre dejaba mis piernas temblando como gelatina.
Era tan arrogante, tan seguro de sí mismo, todo en él decía control, dominio. Y aunque me aterraba, una parte de mí se sentía extrañamente atraída por ese magnetismo oscuro que irradiaba.
—Tú, —sus labios rozaron la comisura de los míos, apenas un leve contacto, pero lo suficiente para que mi cuerpo respondiera con un escalofrío. —Eres lo único que quiero en la vida.
Sus palabras me hicieron un nudo en la garganta. ¿Podía creerle? ¿Podía confiar en que este hombre realmente me valoraba de la manera en que decía?
Pero entonces, su aliento rozó mis labios, y el temblor en mi cuerpo se intensificó.
—Nicola, tengo miedo, —admití, mi voz apenas un susurro, temblando contra su boca.
Sentí cómo él se tensaba por un segundo, y luego su mano se deslizó hacia mi rostro, acariciando mi mejilla con una suavidad que no esperaba.
—Esos dos no se volverán a acercar a ti jamás, —su voz era un juramento.
Me miraba a los ojos, con esa intensidad que me hacía sentir que yo era el centro de su mundo, como si nada más importara más que mi seguridad, mi protección. Pero ese no era mi verdadero miedo, y tenía que decírselo, aunque doliera, aunque él no lo entendiera.
—No temo eso, —bajé la mirada, sintiendo el peso de mis propias inseguridades aplastándome. —Tengo miedo a que te aburras de mí, a ser un simple capricho y que después me abandones...
Ahí estaba, la verdad más cruda. El miedo de ser nada más que una posesión pasajera, algo que con el tiempo perdería su brillo y su valor para él. Y entonces, ¿qué sería de mí? Porque si era sincera conmigo misma, no podría soportar alejarme de él.
Nicola no era un hombre que amara. Yo no creía que el amor fuera algo que él pudiera dar, pero recibiría con gusto todo lo que fuera capaz de darme.
—¿Qué dices? —su risa suave me sacudió, como si lo que acababa de confesarle no fuera más que una broma absurda. —Principessa, eso nunca va a pasar.
Se apartó un poco de mí, lo suficiente como para que pudiera ver cómo sus ojos se suavizaban, pero también había algo intenso, casi salvaje en ellos.
—Tú me haces sentir tanto, —su voz bajó de tono, volviéndose casi un susurro ronco. —Mueves todo dentro de mí, y lo único que deseo es cuidarte y poseerte en cada momento que pueda.
Esa palabra otra vez: poseer.
Mi estómago se contrajo al escucharla. Para él yo no era más que una obsesión.
Seguramente, por ser joven, atractiva, y porque lo desafiaba de una manera que nadie más se atrevía a hacerlo.
Y, aunque en algunos momentos podía ver algo parecido al cariño, no era amor.
No, Nicola no era capaz de amar. Lo sabía, lo veía en cada una de sus acciones.
Era capaz de darlo todo por mí, sí, pero no por amor. Lo hacía porque yo era suya, porque me veía como una propiedad.
Escuché un leve carraspeo detrás de nosotros, un sonido suave pero lo suficientemente claro como para sobresaltarme.