Prólogo
La noche era la más oscura que jamás había visto.
Las estrellas parecían apagadas, como si también lloraran por la ausencia que me afectaba ahora.
El viaje de regreso a casa fue silencioso, solo se escuchaba el sonido de mis sollozos ahogados.
No quería que papá me oyera llorar; ya estaba sufriendo demasiado. Él se veía destrozado. Las lágrimas que caían por sus mejillas le dificultaban ver el camino, pero seguía adelante, como si no supiera qué más hacer.
El auto se detuvo frente a nuestra casa de verano, un lugar modesto en medio del campo que ahora parecía más solitario que nunca.
La casa era pequeña, pero había sido siempre nuestro refugio, el lugar donde mamá solía cantar mientras cocinaba y donde papá me enseñaba a jugar a las cartas.
Pero esa noche, el silencio lo llenaba todo, un silencio que me hacía sentir el dolor por la ausencia de mi mamá.
—Estaremos bien aquí, piccola —dijo papá, pero su voz sonaba hueca, como si estuviera tratando de convencerse a sí mismo.
Apagó el auto y salimos, el aire frío de la noche me secó las lágrimas, pero apenas lo sentí.
Todo lo que quería... todo lo que necesitaba era que mamá estuviera allí, para decirme que todo estaría bien, como lo hacía siempre... pero eso no iba a pasar... no está vez.
Papá me ayudó a entrar en la casa, sus movimientos eran torpes, como si estuviera aprendiendo a moverse de nuevo en un mundo donde todo era desconocido.
Me llevó a mi habitación, que ahora se sentía enorme y fría, todo se veía más sombrío de lo que recordaba.
Mamá era quien me preparaba para ir a la cama, con sus manos suaves arreglando mis sábanas, su voz dulce cantando una nana.
Papá intentó hacer lo mismo, pero sus manos temblaban mientras intentaba desatar mis zapatos. Yo extrañaba tanto a mamá, y la torpeza de papá solo hacía que todo se sintiera más real.
—Yo puedo arreglarme sola —le dije en un susurro cuando me acosté en la cama, intentando sonar valiente.
—Lo sé —respondió, sentándose a mi lado con un suspiro pesado. —Eres una hermosa y fuerte piccola, pero recuerda que solo tienes cinco años.
Sentí un nudo en la garganta y fruncí los labios antes de responder.
—Tengo seis, papà —corregí con un tono serio. —Bueno, los tendré en unos días...
Esbozó una sonrisa triste y me miró con los ojos llenos de una ternura que solo parecía profundizar su dolor.
—Siempre serás mi piccola —dijo, su voz suave, casi un susurro.
Nos quedamos en silencio por un momento, solo escuchando el sonido del viento fuera de la ventana. Podía sentir la calidez de su mano cerca de la mía, una calidez que era lo único que me hacía sentir un poco segura.
Cerré los ojos, intentando recordar la voz de mamá, su risa, su olor, sus ojos... pero todo se sentía tan... distante.
Papá me dio un beso en la frente antes de levantarse y salir de la habitación, dejándome sola en la oscuridad.
La casa estaba tan silenciosa que podía oír el crujido del suelo bajo sus pies mientras se alejaba. Intenté dormir, pero el sueño no quería venir a mí.
Me acurruqué bajo las sábanas, abrazando mi almohada, esperando que el sueño me llevara lejos, a un lugar donde mamá todavía estuviera con nosotros, cantando alguna de sus canciones, diciéndome cuánto me amaba...
Me desperté de golpe, sentándome en la cama, asustada por un ruido que sonó muy fuerte en medio de la oscuridad.
Pensé que podría ser un trueno, el sonido fue tan fuerte que sentí que la cama vibraba. Mi corazón latía rápido en mi pecho y la respiración estaba acelerada. Miré por la ventana, pero no había ninguna tormenta; el cielo estaba despejado, solo habían algunas nubes que se alejaban lentamente. Entonces, ¿de dónde venían esos ruidos?
Todavía estaba medio dormida, intentando entender lo que estaba pasando cuando otro estallido rompió el silencio, seguido por algo que sonaba como golpes.
Me congelé, mi cuerpo entero se llenó de un miedo que me dejó sin aliento. Me quedé quieta, escuchando. No eran truenos, ni relámpagos...
La puerta de mi habitación se abrió de golpe y papá entró corriendo, cerrándola rápidamente detrás de él. Se apoyó contra ella, respirando con dificultad, como si hubiera estado corriendo.
Lo miré con los ojos muy abiertos, incapaz de moverme. Había algo en él que me aterrorizó más que los ruidos afuera. Su ropa estaba manchada de algo oscuro, algo rojo que goteaba lentamente desde su camisa hacia el suelo.
—Mi piccola, tienes que esconderte —dijo susurrando, su voz temblando de una manera que nunca había oído antes.
Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. Quise preguntar qué estaba pasando, quise correr hacia él, pero mi cuerpo no respondía, como si estuviera clavada en la cama.
Lo miré de nuevo, esta vez observando las manchas rojas en su camisa. No era pintura ni nada que pudiera ser parte de uno de sus trabajos con los cuadros.
Era sangre.
Mis ojos se llenaron de lágrimas y la garganta se me cerró, un vacío instalándose mi pecho. Todo en mi interior gritaba, pero no podía hacer ningún sonido.
Papá dio un paso hacia mí, sus manos temblaban mientras intentaba mantener la calma. Pude ver el miedo en sus ojos, un miedo que se reflejaba en los míos.
—Piccola, por favor, escóndete —repitió, acercándose para tomarme por los hombros.
Sus manos estaban frías, y eso me asustó aún más.
Papá nunca había estado tan asustado, nunca había sido tan frágil. Siempre había sido mi protector, el hombre más fuerte y bueno que había conocido.
Pero ahora, verlo así, manchado de sangre, respirando con dificultad, me hizo sentir que todo lo que conocía estaba a punto de desmoronarse.
Me sacó de la cama y me guió hacia el armario, sus manos todavía en mis hombros mientras me empujaba suavemente dentro.
—No salgas hasta que yo venga a buscarte, ¿me oíste? —me susurró, intentando sonreír.
Asentí, sin poder hablar. Me metí en el armario, encogiéndome en un rincón entre la ropa colgada. Papá cerró la puerta, dejándome sola en la oscuridad.
Escuché sus pasos acercándose a la puerta de la habitación, y luego, de nuevo, esos ruidos, más cerca y más aterradores.
Me tapé los oídos, intentando bloquear los ruidos, pero no podía controlar el miedo que crecía en mi interior. Estaba atrapada en ese pequeño espacio, con mi mente llena de imágenes de sangre, de papá y del peligro que estaba afuera.
Él me había dicho que no saliera, que no hiciera ruido.
Así que apreté los labios con fuerza, como si eso pudiera mantener el miedo contenido en mi pecho.
Lo siguiente que oí, me hizo sacar las manos de mis oídos. Los sollozos de mi papá. Nunca lo había oído llorar así, suplicando, con la voz rota por el terror.
—Por favor, no… mi hija, por favor, mi piccola no... —rogaba, su voz débil y rasposa, un sonido que se grabó en mi mente.
—Los traidores pagan con sangre —dijo una voz masculina, dura y sin sentimientos.
Luego, otro trueno resonó en la casa, y después, un silencio tan pesado que me sentí como si estuviera ahogándome. Segundos después, escuché el sonido de algo cayendo al suelo, un golpe que hizo que un grito se atorara en mi garganta.
Sabía... sabía que era él... mi papá.
Me sobresalté, y sin querer, mi codo golpeó la puerta del armario, haciendo que rechinara. Me congelé, deseando que no lo hubiera escuchado, pero era demasiado tarde. Los pasos que se habían estado alejando, se detuvieron.
La puerta del armario se abrió de golpe y la luz de la habitación me cegó por un segundo. Parpadeé, aturdida, hasta que vi el cañón de un arma apuntándome directamente a la cara.
El hombre que la sostenía tenía una expresión de odio en su rostro, sus ojos fríos y vacíos.
Pero entonces, otro hombre apareció en la puerta, empujando al primero para que bajara el arma.
—No, espera —dijo mientras miraba al otro hombre con una cara de reproche. —Ella podría ser de utilidad.
El hombre con el arma dudó por un segundo, sus ojos pasaron de mí al otro hombre, como si estuviera considerando sus opciones. Al final, bajó el arma con un suspiro pesado, pero su mirada me perforó como un cuchillo.
—Habría sido más fácil matarla —murmuró, con amargura, antes de dar un paso atrás.
El hombre estiró su mano hacia mí, pero yo retrocedí, abrazándome a mí misma, sintiendo la piel fría y pegajosa por el sudor.
No quería tomar su mano, no quería que me tocara. Pero él no me dio ninguna opción.
—Vamos —insistió, esta vez con un tono dulce que no parecía que fuera de él. —No te haré daño si haces lo que te digo.
Mis ojos se llenaron de lágrimas mientras miraba por última vez hacia donde había caído papá.
No podía ver su cuerpo, solo un charco oscuro que se extendía por el suelo detrás del hombre que me daba la mano.
Me obligué a apartar la mirada, a no pensar en lo que acababa de suceder, porque si lo hacía, sabía que no sería capaz de seguir adelante.
Tomé la mano del hombre, sintiendo cómo me arrastraba fuera de mi mundo.