Hacienda la Momposina: Manizales, Colombia.
Los miembros de la familia Duque se hallaban reunidos en el amplio comedor de la finca, el jefe de la familia se colocó los lentes, miró con seriedad el puesto vacío de su hijo: Juan Andrés.
—¿En dónde está tu hermano? —cuestionó a Juan Miguel, el gemelo de Andrew.
—No debe tardar papá —respondió el joven.
Joaquin Duque el padre de los muchachos, resopló, estaba por ponerse de pie para ir a buscarlo, cuando el joven apareció.
—Perdón la demora —dijo, tenía el cabello enmarañado, los ojos rojos de la mala noche que pasó el día anterior en la fiesta que se había prolongado hasta la mañana.
—Toma asiento —ordenó el señor Duque—. Los reuní porque pienso hacer cambios importantes en la organización administrativa del negocio.
—¿Qué cambios? —cuestionó María Joaquina la menor de la familia.
—He decidido nombrar a Juan Andrés el nuevo administrador de la hacienda.
El joven de la impresión cayó de la silla. Sus hermanos soltaron una carcajada.
—¿Te volviste loco, papá? —cuestionó el joven, arrugando el ceño—, yo no tengo la menor idea, no he estudiado mercadotecnia para meterme a convivir con los recolectores. —Arrugó la nariz.
La madre del joven, negó con la cabeza al escucharlo.
—Del negocio del café hemos vivido desde siempre, si esta hacienda no produjera no pudieras darte los lujos que te gustan —advirtió con seriedad—, aprenderás a administrarla, es más desde mañana recibirás a los nuevos recolectores, te queremos en pie desde las siete de la mañana.
Juan Andrés resopló, negó con la cabeza.
—¿A las siete? —refunfuñó—, yo no puedo a esa hora, haré las entrevistas a las nueve.
—A las siete —alzó la voz el señor Duque—, y si no estás presente, volveré a congelarte las tarjetas de crédito, y esta vez será para siempre —enfatizó.
—¡No es justo! —rebatió y abandonó el salón, salió furioso de la casa. —¡Están locos si piensan doblegarme de esa forma! —rugió dando vueltas por la fuente de la entrada principal de la hacienda—, necesito desestresarme —dijo y subió a su auto y arrancó a toda velocidad, para ir al bar de costumbre.
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Desde muy temprano Paula madrugó y fue a dejar a su hijo en la escuela. Había llorado toda la noche, lamentando la pérdida de su fuente de ingresos, pero ella jamás se daba por vencida.
—Pórtate bien mi príncipe, y deséame suerte —solicitó besando la frente del pequeño. Sin su fuente de trabajo, decidió aceptar la sugerencia de la casera e ir a trabajar en las fincas cafeteras.
El niño estiró sus manitas, y abrazó a su madre.
—Que te vaya bien mamita, que Dios te bendiga, recojas mucho café, y puedas comprarme la pelota que quiero —dijo el niño con inocencia.
El corazón de Paula se fragmentó al escucharlo, su mirada se volvió acuosa.
—Te prometo que lo primero que haremos cuando cobre mi sueldo, será comprarte esa pelota. —Sonrió, lo tomó de la mano y lo dejó en el interior de la escuela—, vendrá por ti Luciana, no le des problemas.
—¡No mami, me portaré bien! —aseveró el chiquillo y corrió a jugar con sus compañeros.
Enseguida Paula tomó un autobús y llegó al parque central, miró a muchísimas personas apostadas en la plaza, la mayoría eran mujeres, entonces escuchó que la voz de un hombre.
—Los que quieran ir a la Momposina vengan conmigo.
Paula notó que la gente se aglomeró para subir a las chivas, entonces ella también corrió.
«En ese lugar deben pagar bien»
Los buses eran una especie de camión con hileras de anchas bancas de madera, un costado de ese bus estaba cerrado y el otro abierto, solo por ahí se podía entrar al vehículo, en la parte de atrás estaba una escalera que da a la parrilla en donde se colocaba la carga. Los colores de estos tradicionales vehículos eran vivos, muy llamativos, verde, rojo, amarillo, y cabían alrededor de sesenta personas en cada chiva.
A empujones, insultos, pisotones Paula logró embarcarse en uno de ellos, tomó asiento, y enseguida se sintió apretujada, la gente se amontonaba para caber más y así ir hasta la hacienda.
Cuando la chiva estuvo llena, el conductor emprendió marcha, y luego de transitar por la ciudad, tomó la carretera, Paula admiraba el paisaje plagado de cafetales y de pintorescas casitas tipo fincas alrededor.
Iba pensativa, rememorando el incidente del día anterior.
«¡No imaginas cuanto te detesto Juan Andrés Duque!» pensó apretando sus puños con fuerza.
Unos minutos después anunciaron que habían llegado a la Momposina.
—Está prohibido el acceso a la casa de los patrones —indicó el capataz como advertencia—, sigan derecho a las plantaciones —ordenó—, en unos minutos haremos la selección del personal.
Paula junto a los demás recolectores bajaron de la chiva y siguieron el camino, muchos ya conocían la hacienda, no era la primera vez que trabajan en la Momposina, la joven miró la gran extensión de cafetales, cruzó sus dedos esperando poder trabajar ahí, pero no tenía experiencia, nunca había trabajado en una hacienda cafetera.
Una mujer hermosa y joven de cabello dorado, y ojos azules, se presentó como m*****o de la familia, y dio las respectivas indicaciones.
—Esta cosecha tendrá cambios, mi hermano Juan Andrés está ahora a cargo de la administración de la hacienda. —Señaló al hombre.
Paula abrió sus ojos de par en par.
«¡No puede ser! ¡Es ese maldito!» apretó sus puños con fuerza, la sangre reverberó por sus venas, pensó en irse, pero ¿cómo? No había forma de hacerlo, no hasta que se acabara la jornada. «¿Por qué me lo tengo que encontrar a cada instante?» se cuestionó, y resopló desanimada, sabía que sus días en esa hacienda estaban contados.
Juan Andrés se hallaba aún adormilado, traía jaqueca, pues nuevamente se había amanecido bebiendo y disfrutando de otra fiesta.
—Bienvenidos, Aureliano les dará las indicaciones, más tarde verificaré su trabajo —indicó.
—¡Es tan guapo! —escuchó Paula que decían las recolectoras más jóvenes.
—¡Es un presumido, yo no aguantaré trabajar con él! —oyó que decían los hombres.
«¡Es un patán!» pensó Paula.
Luego de unos minutos el capataz dio las debidas indicaciones, entonces Paula supo que mientras más café recolectara más alta sería su paga, pero no tenía experiencia, enseguida se unió a las mujeres que más años llevaban en el oficio, pidió que le enseñaran, tan solo una señora mayor accedió a la propuesta, las demás eran egoístas, no les convenía que les quitaran su trabajo.
Como al medio día Paula secaba constantemente el sudor de su rostro, apenas llevaba recolectando un saco de café, mientras que las demás, ya tenían como dos, resopló desanimada pero no se iba a dar por vencida. Entonces escuchó voces.
—¡El patrón! —dijeron emocionadas unas chicas, y empezaron a sonreír y coquetear con Juan Andrés.
«Si no fueran campesinas, hace rato que las habría llevado a mi cama, pero no me involucro con gente de clase baja» dijo en su mente el joven.
Sin embargo, sonreía con ellas, les guiñaba el ojo, era un experto en coquetear con las chicas, hasta que su mirada se clavó en las voluptuosas curvas de la única recolectora que parecía inmune a sus encantos, se le hizo conocida, y más su actitud de ignorarla.
—No has recogido casi nada de café —reprochó, intentó mirarla a los ojos, pero ella siguió concentrada en su tarea. —¿Eres sorda? —cuestionó en voz alta.
Paula apretó los dientes, la ira empezó a apoderarse de su cuerpo, sin embargo, no podía caer en provocaciones, necesitaba ese empleo.
—No señor, no soy sorda. —Se aclaró la voz sin mirarlo, no deseaba que la reconociera—, solo hago mi trabajo.
Juan Andrés frunció el ceño, su rostro se llenó de seriedad.
—¿A ti no te han enseñado a respetar a tus patrones? —rugió molesto—, si yo me dirijo a ti debes mirarme a los ojos —ordenó.
Paula con todas sus fuerzas descargó la canasta que llevaba amarrada a su cintura, levantó su rostro y lo miró a los ojos, desafiante.
—¿Qué desea patrón? —cuestionó con altivez, ella no se iba a dejar amedrentar de un niño rico.
Juan Andrés parpadeó al darse cuenta de que se trataba de ella, notó que tenía los ojos rojos e hinchados, además se veía demacrada, resopló.
—¿Tú? —cuestionó—, espero hayas aprendido la lección —dijo él reflejándose en esos pozos oscuros y profundos que ella tenía como ojos—. Ve a la cocina y tráeme una limonada —ordenó.
Paula frunció el ceño, resopló.
—Me prohibieron acercarme a la casa —contestó ella.
—Di que vas de mi parte —ordenó él.
Paula volvió a resoplar, frunció los labios en una mueca.
—¿Por dónde me dirijo? —indagó.
Juan Andrés sonrió con esa expresión tan coqueta que lograba derretir a cualquier mujer, menos a Paula, señaló con su mano el camino.
La chica dio vuelta y enseguida empezó a caminar por los cafetales, sintió los pasos de él tras de ella, y se tensó.
—Deberías ser menos arisca con tu patrón —susurró Juan Andrés, muy cerca de ella—, si te hubieras portado bien la otra noche, nada malo habría pasado.
Paula iba a apresurar su paso, y sintió como él la tomó de la cintura, y la giró, entonces la besó a la fuerza. La chica forcejeó con él, le mordió el labio, y así él la soltó.
Juan Andrés carcajeó con cinismo, se lamió la sangre, la miró a los ojos, pero no contaba con la ira que hervía por la sangre de Paula, entonces ella con todas sus fuerzas y su mirada centellante de enojo, lanzó un puño en el rostro de Juan Andrés con tal energía que el hombre se tambaleó, y sintió el sabor metálico de su sangre en su boca.
Pero Paula no conforme lo lanzó al piso, y se le fue encima, golpeándolo con toda la furia contenida, por lo que le hizo el día anterior.
—¡Suéltame maldita loca! —gritó él forcejeando con la joven.
—¡No vuelvas a tocarme! —vociferaba ella fuera de sí, le daba golpes a él por donde más podía—. Así seas el patrón debes aprender a respetar —rugió. —¡No te vuelvas a meter conmigo! ¡No me conoces! ¡Estoy cansada de la gente como tú!
—¡Te vas a arrepentir! —exclamó él, intentaba agarrarla de las manos, pero ella se había transformado en una fiera, había logrado aruñar el perfecto rostro de él.
Enseguida los demás recolectores se dieron cuenta del escándalo, el capataz, logró separar a la chica del cuerpo de Juan Andrés.
—¡Saquen a esta loca de la hacienda! —ordenó con ira, la miraba con profundo desprecio.
—¿Qué está ocurriendo? —Se escuchó en la voz de una mujer, y todos se quedaron en silencio.