Cuando Ivania entró al baño de la tienda para cambiar el pañal de Antonella, un cubículo estrecho en el que debió apoyar a la bebé en la tapa de la cisterna,descubrió que no llevaba un pañal y por eso había ensuciado el body. La limpió con el agua fría del lavamanos, haciéndola llorar y después de haberle puesto el pañal, salió del negocio y comenzó a recorrer todas las tiendas de abarrotes del barrio. En ninguna le daban razón de Lucha y, a medida que se alejaba, debió recurrir a la descripción física. Siendo ya las diez de la mañana, Antonella empezó a llorar.
—La niña debe tener hambre —dijo la mujer que atendía la tienda en la que Ivania había obtenido la misma respuesta que en todas las anteriores—. Si quiere, puede descubrirse el pecho aquí atrás y darle de comer.
Ivania se sonrojó y aseguró que alimentaría a la bebé cuando regresara a su casa. Así hizo y decidió volver con la esperanza de que Lucha estuviera esperándola a ella, sentada en la sala de Doña Hortensia, con una taza de café en la mano. Cuando llamó a la puerta, Antonella seguía llorando y su body estaba igual de sucio.
—¿Todavía con esa criatura? —dijo Doña Hortensia apenas abrió la puerta.
—¿Cómo así? ¿Lucha no ha llegado todavía?
—Claro que no, niña. Y ya le dije que no se aceptan residentes con niños. —Doña Hortensia se paró bajo el marco de la puerta, cubriendo la entrada con toda su humanidad—. ¿Por qué no se la ha devuelto aún?
—Es que no la he encontrado. Por favor, Doña Hortensia, déjeme pasar para darle algo de comer a la niña, vea cómo llora.
—¿Y es que acaso qué le va a dar? Aquí no hay leche de fórmula. Tiene que comprar una.
En ese momento, Ivania no sabía que Antonella ya podía comer otras cosas, como papillas y compotas, incluso frutas dulces machacadas.
—Doña Hortensia, ahora mismo no tengo dinero para comprar esa leche, gasté lo que tenía en un pañal…
—No, no, niña —dijo la arrendadora, adivinando lo que estaba por pedirle Ivania—. No crea que le voy a prestar dinero.
—Por favor, Doña Hortensia, le pagaré apenas cobre. Mañana es quincena. Le juro que lo primero que hago con el sueldo es venir y reponerle lo de la leche.
Antonella seguía llorando.
—¿Y con qué me va a pagar, niña? Hace unos veinte minutos llamó Don Esteban preguntando por usted y le dije que no estaba. Me dijo que le dijera que ni se fuera a pasar por la panadería, que estaba despedida por abandono del cargo.
—¡¿Qué?!
—Lo que le dije, niña. Y como usted acaba de decir, mañana es quincena y tiene que pagar la pieza, si no, le pongo las cosas aquí mismo, afuera.
—Doña Hortensia, usted no puede hacer eso.
La mujer se cruzó de brazos.
—Oiga a esta. Claro que puedo, niña, y no sería la primera vez que lo hago. Mejor va y devuelve a esa criatura, que ya bastantes problemas le ha traído sin que siquiera sea suya. Regrésela con su tío, no me decía que era el compañero de Lucha, y corra para la panadería a arreglar las cosas con Don Esteban, porque si no, mañana mismo me desocupa el cuarto.
Doña Hortensia podía tener el corazón más n***o del barrio, pero también tenía razón. Ivania no había querido ir a casa de Lucha para no tener que encontrarse con Ramiro, a quien detestaba y hasta sentía lástima de tener que entregar a la bebé a ese sujeto, pero no le quedaba otro remedio. Tampoco era la primera vez que debía acudir a la clemencia y perdón de Don Esteban para recuperar su puesto. Estaba segura de que, si le explicaba las buenas intenciones por las que no había llegado al trabajo, lo entendería y la recontrataría.
—Bueno, Doña Hortensia, ahora mismo me voy.
A Ivania le hubiera gustado decirle algo a esa mujer sobre su falta de solidaridad, pero mejor era no agravar las cosas, no fuera a ser que más tarde necesitara suplicarle, y tampoco encontró las palabras para lo que quería expresar. Dio media vuelta y regresó a la calle, de camino al lugar donde vivía Lucha.
Al pasar por una esquina, vio un anuncio de venta de minutos para llamadas a celular. Contó las monedas que le habían quedado después de comprar el pañal de Antonella. Tenía lo justo para un minuto. Revisó en su celular el número de Lucha y llamó, aunque sus esperanzas de que le contestara eran pocas. Después del tercer timbre, oyó la voz de Lucha al otro lado de la línea.
—Aló, Lucha, con Ivania, ¿dónde estás? Todavía tengo a Antonella.
—Aló, aló, quién…. —la llamada se cortó.
Ivania supo que Lucha le había colgado a propósito porque la señal era buena y la escuchaba con claridad. Hubiera querido marcar de nuevo, pero había gastado el último dinero que le quedaba.
¡Es una miserable!
Solo le quedaba ir al piso y entregarle la niña a Ramiro, su supuesto tío. Antonella seguía llorando por hambre, pero Ivania confió en que, una vez la entregara, Ramiro tuviera (y supiera) cómo alimentarla. Cuando llegó, llamó al timbre del tercer piso, en donde vivía la pareja. Se sentía mal por no poder calmar el llanto de la bebé y sabía que no pocas personas se giraban para mirarla juzgándola como una madre desnaturalizada que no hacía nada por apaciguar a su hija. Pasados dos minutos, volvió a timbrar y llegó a hacerlo una quinta vez sin que nadie se asomara por la ventana del tercer nivel.
Ramiro siempre está en casa. Es un vago que solo ve televisión y se come el mercado. ¿Será que no se ha despertado aún?
Era muy extraño y la paciencia de Ivania estaba por agotarse, reducida de manera considerable por el llanto de Antonella. Estaba por irse, sin saber qué opción seguir, cuando una señora mayor, de unos setenta años, se paró en la puerta del edificio de apartamentos y usó sus llaves para entrar. Era la oportunidad que Ivania necesitaba.
—Disculpe, señora, buenos días —saludó Ivania acercándose a la señora—. Mi nombre es Ivania, soy amiga de Lucha, la mujer que vive en el tercer piso, ¿usted sabe si ella está?
—¿La pareja del tercer piso? ¡Son unos bulliciosos! Y perdóneme que lo diga, niña, pero ese señor es un grosero y un patán —contestó la señora como si le diera quejas a Ivania y ella hubiera ido a solucionar sus reclamos.
—Sí, pueden ser difíciles, tiene razón.
Antonella lloraba.
—Pero no, niña, ellos se fueron esta mañana, ¡Dios bendito, gracias! Y no sé qué relación tengas con ellos, pero estoy feliz de que se hayan ido.
—¡¿Qué?!
—Sí, salieron muy temprano, los dos, en un camión de mudanzas. Llevaban todas sus cosas. ¿Te debían dinero? Estás pálida, niña. ¿Te sientes bien? ¿Quieres seguir?
De no ser porque sabía que Antonella estaba en sus brazos y de caerse la podría lastimar, Ivania habría perdido la consciencia en ese momento. Fue el instinto protector el que evitó que desfalleciera.
—Yo, solo… está niña está hambrienta. ¡Y no tengo cómo alimentarla! —gritó Ivania, desesperada. Las lágrimas asomaron y no tardaron en desprenderse por sus mejillas.
—Sigue, sigue —dijo la mujer mayor—. Tengo algo que te hará sentir mucho mejor.
Fueron solo dos pisos, pero a Ivania le pareció que había estado subiendo un millar de escalones. Antonella lloraba cada vez con más desesperación, se había hecho muy pesada y se revolvía entre la frazada que la cubría. Cuando entraron, la mujer mayor caminó en dirección a la cocina después de invitar a Ivania a que se sentara en la sala.
—¿Cuántos meses tiene tu niña?
Por un momento, Ivania no supo qué contestar. Luego recordó que eran seis.
—Entonces ya le debes estar dando algún complemento a la leche, ¿cierto? —Antes de contestar, Ivania se fijó en que la mujer había regresado y tenía sus ojos puestos en su pecho. Levantó a Antonella, no sabiendo cómo interpretar la repentina fijación de la anfitriona en sus senos—. Ya veo, no es tu hija.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Ivania, pero enseguida consideró que la mujer, viviendo en el mismo edificio que Lucha, seguro había visto antes a Antonella. Podía preguntarle por su madre, la tía de Ramiro que, al menos, debía estar preocupada por la suerte de su hija. Sintió que volvía a respirar.
—No tienes los senos de una madre, niña. Tengo nueve nietos y sé muy bien cómo lucen.
—Sí, digo, no, es decir, no es mi hija y sí, no soy su madre, bueno, es de Lucha, la mujer del tercero, es decir, no, tampoco ella es su mamá…
—Tranquila, primero calmemos a esa niña. —La mujer regresó a la cocina y volvió un minuto después con una taza en la que había picado un banano. Le ofreció una cuchara pequeña a Ivania, que empezó a cucharear la fruta a Antonella.
Ivania pensó que su desastrosa mañana, quizá la peor en su vida, empezaba a mejorar. No solo había una opción de encontrar a la hermana de Ramiro, sino que Antonella dejó de llorar y comía el banano con entusiasmo.