Prefacio

679 Words
Ella arrugó con fuerza aquel periódico y después lo lanzó hasta el cesto de basura que yacía a dos asientos adelante. Cuando miró por la ventana se levantó asustada, caminando por el autobús, mirando en cada ventanilla. ¡Había perdido la última parada! —¡Diablos! —gruñó casi con furia —. ¡Deténgase, me bajo aquí! Ni siquiera atinó a tocar la campanilla que anunciaba la salida, cuando el autobús paró, descendió de inmediato. Si hubiera pensado con lógica no se hubiera bajado aún, estaba a once kilómetros de la parada donde debía bajar, y a quince kilómetros de la próxima. Cuando estuvo en suelo se dio cuenta de que estaba en medio de la carretera rodeada de árboles y vegetación. Todo estaba en silencio, excepto por el rugido de algunos motores de carros que a toda velocidad pasaban frente a ella. —La culpa es de ese columnista, ¿Cómo se llama? ¡Ah sí!, Leónidas Garreti. Ella no soportaba las noticias sensacionalistas, como la nota que había leído en el periódico durante su trayecto en el autobús. Era maestra, estudió pedagogía con una beca en la Universidad de Sorbona, y trabajaba en una escuela pública. Cruzó la carretera aprovechando que no circulaban muchos carros, y caminó por toda la acera hacia el norte. Había avanzado cerca de cuatro kilómetros, cuando se detuvo al mirar tras los árboles una gran mansión, estaba mal conservada y en ruinas. —¡Es la mansión del kilómetro veintiuno! —gritó al recordar la leyenda de aquel lugar—. Fue aquí donde Sir Walter Duncan fue auxiliado tras su terrible accidente por ¡Kent! Walter Duncan era un héroe nacional, un coronel retirado que había luchado en la guerra de Goliat, había salvado a muchos inmigrantes franceses de la ira de Pichet. También había escrito un viejo libro llamado "Los caminos que llevan al Sol", donde había descrito que tras el accidente de moto que tuvo en esa misma carretera, un hombre llamado Kent le había salvado la vida, a pesar de que estaba casi muerto. Cuando estuvo recuperado, Duncan escribió sobre una figura heroica y poderosa a la que llamó Kent. «Kent conoce todas las respuestas», había dicho Walter Duncan al final de su libro. Sin dudar, Clara Luz caminó a la mansión, movida por esa curiosidad voraz que la caracterizaba desde niña. Cuando estuvo cerca de la mansión, tuvo un sentimiento de decepción, aquel lugar estaba en decadencia, la fachada estaba por caer, las paredes que alguna vez fueron blanco inmaculado hoy estaban ennegrecidas, las ventanas rotas y los suelos del jardín lodosos, llenos de basura y hierba alta. Se asomó por las ventanas ahumadas y polvorientas tratando de observar algo, cualquier cosa que la hiciera olvidar su rutinaria vida, miró un poco dentro, había muebles rotos y antiguos, parecía interesante, aunque no dudaba que podía llevarse alguno que otro susto, ¡Pero valía la pena el riesgo!, a ella le encantaba el misterio y las historias desconocidas. El crujir de unas ramas la sobresaltó, vio como una lagartija corría hasta el otro extremo, la miró con desagrado, sin saber que aquel animalito con su rápida huida le advertía de un peligro mayor. Clara Luz lanzó un suspiro y de nuevo espió por la ventana, pero al ver un oscuro reflejo sobre la ventana, intentó correr, entonces alguien tapó su boca con un pañuelo, impidiéndole gritar, una mano la tomaba con fuerza por la cintura intentando cargarla. Ella se movía como si fuera un renacuajo, pero aquello que la sostenía era mucho más fuerte que ella. Aquel pañuelo desprendía un olor extraño a avellanas quemadas y tierra mojada, Clara Luz no quería oler, pero era imposible cuando estaba tan cerca de su nariz, sintió como si anduviera en una montaña rusa, todo le daba vueltas, una sensación letargo se apoderó de ella, sus ojos se cerraban, sentía que alguien la recostaba sobre el suelo, no pudo ver su rostro, solo vio las hojas verdes de los árboles, el cielo azul turquesa y después todo se volvió oscuridad.
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