Capítulo 7

981 Words
Esa tarde había decidido que no se verían esta vez en el parque donde solían reunirse a comer sándwiches, galletas con queso crema o las chucherías que frecuentaban devorar en ese momento muerto del día. Shonikua consideró prudente esperar hasta que ambos salieran del trabajo para ir a cenar en un restaurante grasiento de hamburguesas, pero que ella disfrutaba. Especialmente a esa hora del día, se sintió contenta de poder sentarse en una mesa junto a la ventana que todos evitaban para evitar que los deslumbrara la resolana del atardecer. A ella no le molestaba, le gustaba sentir su piel caliente y verla como parecía adquirir un tono amarillento. — Yo invito. Se ofreció Eduardo en cuanto se posicionaron a hacer fila para hacer su orden. — No seas tonto. Yo te invité a hacer esto en lugar de vernos en el parque, así que no te preocupes. Por primera vez, ella venció y le compró una gran hamburguesa al chico, junto con unas papas grandes. — Si hubiera estado preparado, te invitaría la hamburguesa más grande del lugar —aseguró Eduardo mientras esperaban su orden. — Esa fue la que ordené. — Bueno te hubiera invitado dos de esas, entonces. Shonikua no pudo evitar reírse fuerte. Una mesera con gesto cansado no tardo en entregarles la comida. Al no tener mucho de qué hablar, Shonikua comenzó a poner demasiada atención en el chico. Desde el rizo rebelde que tendía siempre a escaparse para ponerse encima de su frente, hasta la marca de nacimiento que tenía sobre el dorso de la mano. Algo que encontraba fascinante era la forma que tenia de comer, el cómo cerraba los ojos y mordía con vigor todo lo que se llevaba a la boca. Justo en ese momento, dio una mordida que hizo desaparecer un cuarto de la hamburguesa, pero sin hacer el menor ruido con sus dientes. — Entonces, ¿me dirás porque preferiste venir aquí en lugar del parque? Shonikua se sintió pillada por un segundo. — Quería una hamburguesa. — Pero no has comido nada. Era cierto, su hamburguesa seguía envuelta y abandonada. Sin perder tiempo, le quitó el empaque y trató de dar una mordida de igual magnitud que las que daba él. Eduardo la miró preocupado. ¿Por qué no se comía su hamburguesa y ya? Había preferido el restaurante al parque, porque un lugar lleno de gente la envalentonaba a no llorar, en cambio, en el parque, se sentía como si solo fueran ellos dos a pesar de los autos, los perros y la gente que paseaba. A Eduardo lo bañó entero la luz amarilla que traspasaba la ventana e iluminó su rostro mientras esperaba paciente a que ella le confesara. Pensaba que los rasgos del chico no cambiaban mucho. Casi siempre era el mismo semblante si estaba feliz, sorprendido, preocupado e incluso triste, pero se equivocó. Porque su cara se transformó cuando le habló de la Leucemia. Sus ojos se agrandaron y se pusieron brillantes. — ¿Pero, aún no es definitivo el diagnóstico verdad? —preguntó angustiado. — Aun no. Debo ir el miércoles para que me hagan la prueba y sepan que grado de leucemia tengo. No pudo decirle que, desde el día en que fue diagnosticada, ella estaba segura de que la tenía, pero simplemente no se atrevía a contarle semejante historia. No era tan valiente. — Pues ya está. Iremos el miércoles a tus pruebas y sabremos dentro de poco que estás bien. — Ni hablar, debes trabajar. Ella sabía de sobra que más de la mitad de lo que ganaba el chico, ni siquiera se lo quedaba él, lo mandaba a su familia. Y si perdía un día de trabajo la haría sentir que se lo estaba quitando a sus parientes. Se quedaron en silencio mientras ella atacó las papas fritas tratando de que él hiciera lo mismo. Al salir del restaurante supo que solo había sido capaz de decir la mitad de lo que quería. Así que se detuvo y se sentó afuera en una de las bancas del exterior del restaurante. — No necesitas acompañarme a mis pruebas, pero si podrías hacer algo por mí. Eduardo se mostró emocionado ante la posibilidad. — Debemos conseguirte otra esposa. Habló los detalles lo más pronto que pudo antes de que la acobardara la cara que ponía Eduardo cuanto más le contaba. Hoy había visto más muecas de las que le había visto hacer en los cuatro meses que se conocían. — Es una experta, tiene una oficina y ha hecho más de 100 parejas en su vida. Seguro eran menos, pero no podía retractarse. — Shonikua, no te vas a morir y yo no quiero otra esposa. — ¡Si me muero no podrás ser ciudadano! Y sé que, si no te ayudo, no lo harás por tu cuenta. ¡Tenemos que aprovechar el tiempo al máximo! — Esto es una locura, no hay nada que discutir. Fue tajante y lo fue más al pararse rápidamente de la banca y disponerse a irse. Ella entró en pánico y se abalanzó sobre la banca para intentar pescarle la camiseta, pero no lo logró. En su lugar, se resbaló del tablón y fue a dar de boca en las maceteras del lugar. Eduardo se dio la vuelta y la encontró con las piernas aún en alto y se apresuró a levantarla. — ¿Estas bien? — ¡No! ¡No estoy bien! —gritó dramáticamente—. Prefiero vivir en la tierra entre los camotes y los tubérculos porque mi amigo prefiere vivir sabiendo que su amiga se morirá con la culpa de no haberle conseguido una esposa. Se zafó de las tibias manos del chico e intento tirarse de nuevo entre los arbustos. — ¡Dios Santo! — Lo escuchó exclamar en español—. De acuerdo. De acuerdo, no perdemos nada con intentar.
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