Capítulo 3

2247 Words
—Busco a la Señorita Shonikua Harper. Se explicó Eduardo con el guardia y después con la recepcionista que lo dejó pasar después de aclarar que se trataba de su prometido. La encontró ahí en la tercera cama, mirando fijamente los focos fluorescentes del techo que le iluminaron las retinas cuando notó que la miraba. —¡Hola Eduardo! Creo que nadie anotó la matricula del camión que me arrolló. Eduardo se quedó ahí, sentado en el reducido espacio que había entre la cama y la cortina vaporosa que los separaba del otro paciente. Se habían quedado en silencio después de que le había contado como había ocurrido todo. La verdad es que no recordaba más, ni cómo es que había llegado al hospital. Lo que le había dicho la enfermera es, que lo extraño fuera que quedara a tal grado de inconsciencia por un golpe que no era tan grave en realidad. Shonikua no soportaba el silencio. Quizá por eso era capaz de ser maestra de adolescentes ruidosos. Cuando existía ese silencio se sentía con un impulso incontrolable de decir lo que sea que tuviera en la mente, pero a veces se encontraba sin la confianza necesaria de hacerlo. —Hace tiempo no me encontraba en un hospital —mencionó por fin, escupiendo las palabras. Eduardo le miró e hizo con su boca una fina raya que parecía no expresar nada en realidad. Como era de esperarse, al chico parecía gustarle el silencio, tanto que a veces Shonikua se preguntaba si hablaba con alguien más que no fuera ella. —Solía visitarlo mucho cuando era niña porque me sangraba mucho la nariz si me insolaba. Pasaban horas sin que parara. —¿No echabas tu cabeza para atrás y te presionabas el tabique? — Eso es en realidad lo peor que puedes hacer, es mucho mejor presionar el tabique y echar la cabeza para el frente. Esperaba que Eduardo la contradijera o al menos decir algo más donde pudiera seguir colgada la conversación, pero en su lugar respondió que: “no lo sabía”. No lo sabía, así como ella en realidad desconocía porque lo había llamado a él cuando le preguntaron si debían avisar a alguien que se encontraba en el hospital. Supuso que eso es lo que los esposos harían y sabía que él iría a pesar de que no tenía la obligación. Shonikua se encontraba ya tratando de continuar su plática de sangrado de narices, cuando por fin llegó con ellos el doctor. Un señor amable y bajito que le pareció que podría ser el viejito de Monopoly si le pusieran un sombrero de copa sobre la cabeza. No hubo nada sospechoso en su prueba de orina y la de sangre tardaría un par de días en obtener resultados, así que decidieron darla de alta para que guardara reposo. Por lo que tenía la instrucción de no conducir y seguir la receta médica llena de alimentos ricos en vitaminas y pastillas de hierro, puesto que probablemente se encontraba ligeramente anímica. Eduardo y Shonikua caminaron por el estacionamiento oscuro arremetidos por una ligera brisa caliente hasta llegar al pequeño auto de la maestra, que había sido traído por la prefecta Hauzhapelf después de que la noticia que, a quien se llevaban en la ambulancia, no era ninguno de los chicos que peleaban, si no a la pequeña maestra Shonikua, que tuvo la desgracia de recibir a un chiquillo sobre su cabeza, se extendiera por toda la escuela. Eduardo había llegado en bicicleta, la había dejado amarrada en uno de los postes de luz después del trabajo. Todavía olía a pasto cortado y a sudor, y llevaba el chaleco naranja sostenido bajo el brazo. Él sabía conducir y tenía permiso, no precisamente uno legal, si no el permiso de Dios al que le rezaron ambos para que no los parara ningún tránsito. Sorteó por calles secundarias y si pudiera, hubiera zigzagueado por ellas para despistar a cualquier autoridad. Eduardo no hizo maniobras evasivas, pero Shonikua terminó tan mareada como si ella misma lo hubiera hecho. Cuando llegaron a su departamento, Eduardo le devolvió las llaves después de sacar su vieja bicicleta de la cajuela. Eran prometidos, pero vivían como si no lo fueran. Eduardo residía en un departamento en realidad bastante lejos, quizá una media hora en su bicicleta que rechinaba de la llanta trasera cada vez que se pedaleaba en ella. Ya era bastante tarde y la idea de verlo por las calles haciendo que los vecinos escucharan su rechinido la hizo sentir culpable. Pero no sería capaz de ofrecerle a pasar la noche con ella ni en un millón de años. Así que lo vio desaparecer por la avenida principal con el chaleco naranja puesto, de esos que brillan si los carros le echan la luz. Shonikua se sentía una mal agradecida, pero la verdad era que si ofrecía refugió al joven, este lo rechazaría. No podía adivinar nunca si se negaba a todo lo que ella podría ofrecerle por orgullo, por vergüenza o por humildad. —Testarudo —dijo en voz baja una vez que se quedó sola en su departamento. No pudo evitar seguir imaginando el pequeño punto naranja perdiéndose en la oscuridad incluso antes de cerrar los ojos al dormir. ______________________________________________________________________________ A pesar de las indicaciones del doctor, se encontraba esa mañana caminando hacia su salón de clases e interceptó a un chiquillo m*****o de su primera clase que se paseaba por la cancha. —Diles a tus compañeros que no vayan a faltar a mi clase de las siete. Si vienen todos, los dejaré hacer el próximo examen en parejas. El niño parecía querer protestar, pero ella fue más rápida. —Y a ti, sí repruebas, te dejaré hacer el examen de nuevo. Con eso, el chico desapareció y ella esperó pacientemente en su escritorio mientras poco a poco sus somnolientos alumnos tomaron sus asientos. Al igual que ellos, trató de no quedarse dormida. Por la noche se había quedado leyendo una de esas novelas gastadas románticas y se había encontrado preguntándose un buen rato en duermevela si podría algún día llamar “mi cielo” “ma cherie” o “mi vida”, a Eduardo, justo como hacían las parejas. Tampoco es como si deseara que su vida fuera como la de esos personajes, algunos incluso morían por culpa de un escritor que pensó que era mejor así para dar sazón al drama. Tal vez debía dejar ese hábito e inclinarse a ver telenovelas mexicanas. Hasta el último niño llegó pasada la mitad de la clase, pero no faltó. —Perdone maestra es que pensamos que seguiría descansando aún por lo de ayer. —Se necesita más de un chico de 70 kilos sobre mi cabeza para que yo falte. Y eso era verdad, a pesar de la poca salud de la que gozaba, siempre se las arreglaba para llegar a la escuela. —Ahora, ¿podría alguien decirme porque Levy estaba peleándose? Shonikua había pasado gran tiempo en su mente dedicándose a preguntar porque uno de sus estudiantes más serios se había metido en una pelea con alguien más fuerte y experimentado que él. Como ya se lo esperaba, el salón permaneció en silencio y la mirada de todos sus estudiantes se dispararon en direcciones diferentes al mismo tiempo. Una muda muestra de lealtad que los hacia fingir que no sabían nada, motivó a la joven maestra a intentar algo diferente. —Sí Levy se peleó, debió ser por algo que realmente valiera la pena, ¿no creen? ¿Por qué razones estarían dispuestos a luchar? En sus clases casi nunca nadie tenía temor a levantar su voz. —Para defender a alguien más —dijo Anely Rose, encogiéndose de hombros. —Para defender mis ideales —respondió Yatsiri, presumiendo de su léxico como tenía por costumbre. —Para defender a mi chica —gritó desde la esquina Nando, quien todos sabían que era la clase de chico que fingía ser irresistible pero que ninguna niña encontraba realmente atractivo. —Por amor —dictaminó con una voz plausible, Fernanda y con la punta de las orejas coloradas. Nadie dijo nada más, puesto que todo se resumía a eso: “amor”. En realidad, esto conmovió el corazón de pollo de Shoni, pero en lugar de demostrarlo, colocó los brazos en jarra sobre sus caderas y se paseó por el frente de salón torciendo la boca. —¿Amor? —preguntó con voz despectiva mientras sus alumnos sonreían. Habían visto la actuación de la maestra muchas otras veces. En ocasiones incluso tomaba el metro y apuntaba con él al niño que no dejaba de interrumpir la clase. Solía pasearse entre las filas angostas de los mesa-bancos, pues su figura era tan delgada que podía recorrerlas incluso corriendo sin atascarse, pero prefería caminar lento con las manos en su espalda, actuando como si los acusara por ser chicos realmente malos. —¿Cómo podrían saber lo que es el amor si en lugar de evitar que tu amigo peleé te dedicas solo a observar cómo se parte la nariz? Las sonrisas fueron reemplazadas una a una por miradas culpables. —Ustedes no saben lo que es el amor. —Se echó a llorar dramáticamente por el hueco del codo y logró un par de risas incomodas. —Pero sabrán que el amor es hacer lo correcto por esa persona en su momento. ¿No es así? Todas las charlas morales terminaban con un “¿no es así?”. Era un arma brillante que relucía a confianza y acusación, como si le parecería realmente feo que no hicieran lo correcto, aunque no estuviera ahí para comprobarlo. Todos entonces respiraban aliviados y asentían con demasiado vigor. A la hora de la salida, comenzó una llovizna que aplanó el polvo de los caminos áridos de Tucson y Shonikua lo asentó aún más echándole las llantas de su auto a las calles. Vio a estudiantes partir en el autobús escolar, otros siendo recogidos por sus padres y unos pocos vivían lo suficientemente cerca para irse a pie; uno de ellos era Levy, que había faltado a su clase de matemáticas y la maestra sospechaba que podría ser por pena, o porque sabría que ella le sacaría la verdad acerca del motivo de la pelea. —¿Puedo llevarte a casa? Levy se sobresaltó tanto, que resbaló por el bordillo mojado de la banqueta. —No debería maestra. Tras unos segundos de insistir, Levy se colocó como una pieza mal insertada de rompecabezas en el asiento trasero del automóvil con la espalda y el cuello mojado. —Lamento haber caído sobre usted maestra. La mujer lo vio por el retrovisor notando el labio partido y el clásico moretón en el pómulo. —Sospecho que no avisaste a tu madre que fue llamada a dirección hoy. Y tampoco le avisarás hoy. La directora, Adrian Collins y su madre; la habían estado esperando en la dirección hasta que Levy les comentó que su madre no podría llegar porque estaba trabajando. Y cuando la directora insistió en llamarle por teléfono, el niño aseguró que su madre no tenía uno. Eso le habían dicho a Shonikua cuando había ido a preguntar sobre la reunión de las madres de esos chicos problemáticos y lamentablemente, solo quedaba la opción de enviar a Levy con un nuevo citatorio con la firma de la Elementary para programar otra reunión. Y sí su madre no iba nuevamente, tendrían que arreglar las cosas entre los niños sin la presencia de los padres. Shonikua presentía que eso no arreglaría nada, pues los chicos serían capaces de hasta fingir un abrazo con tal de librarse de la situación lo más pronto posible. —Si no me cuentas por qué sucedió la pelea, tendré que ir yo misma a entregar el citatorio a tu mamá. Levy la miró por el retrovisor con los ojos exaltados. La amenaza había sido puesta sobre la mesa y su estudiante sabía que lo haría. Pero esperó pacientemente con cara comprensiva mientras el chico cambiaba del purpura al rojo. —Adrián se burló del trabajo de mi mamá. De la mejor forma que pudo, el niño trató de explicarle lo que la señora de Rocha hacia día a día para mantenerlos. La mejor forma de explicarlo era: “una buscadora de parejas”, “un cupido”. Hasta que llegaron a estacionarse frente a la vecindad en donde vivía el chico, ya había entendido que la madre de su alumno era una especie de embajadora de una página para buscar parejas. Ella era quien recibía los perfiles, los emparejaba, organizaba las citas y al parecer, procuraba la seguridad de las parejas para que no fueran secuestradas o alguna otra cosa terrible que suele suceder en Tinder. La maestra le juró que haría algo al respecto el día en que se organizara la nueva reunión en la escuela para tratar el tema sin que su madre tuviera que presentarse e incluso enterarse. —¿Pero no va a decirle a nadie verdad? —preguntó Levy con gesto preocupado mientras salía ya de la pequeña camioneta. —Claro que no. Pero creo que es un empleo fantástico… Levy se despidió y salió corriendo escaleras arriba en el complejo de departamentos hasta que no quedo más a la vista, sin permitirle terminar cualquier otro discurso consolador. Después de todo, Levy se había peleado por amor… tal vez.
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