—¿Qué? —¿la habría oído bien? Miró a su alrededor, pero nadie pareció haberla oído.
—Ya sabes, acostarnos juntos —dijo ella en un nuevo susurro, ruborizándose.
—¿Sí? —preguntó él, ahogando una sonrisa ante su vergüenza e intentando aparentar seriedad.
—Tendrás que acostarte conmigo para que conciba.
—Supongo que sí.
—Bien, ya que hemos sido sinceros con todo, me gustaría decirte que no es necesario que tú... es decir que no tienes porqué hacerlo más de lo necesario.
—Comprendo —respondió Alex, preguntándose si ella creería que él se sentía aliviado al oírlo. Sus palabras tuvieron el efecto opuesto. De repente, quiso saber qué aspecto tendría sin su serio conjunto de punto y su falda de lana. Se tuvo que acomodar en la silla para compensar la tirantez de su ingle. Había llegado el momento de cambiar de tema.
—Ya cruzaremos el puente cuando lleguemos a él —dijo rápidamente—. Mientras tanto, quiero que conozcas a mi familia y que visites Pueblo, donde vivimos, antes de que tomes ninguna decisión.
—Tú también tendrías que estar seguro de mí —insistió ella.
—Ya lo estaré. No me lleva mucho tiempo tomar decisiones.
Bella tomó un último bocado a su marisco y retiró el plato, aunque todavía estaba medio lleno.
—Estoy libre este fin de semana —dijo, mirándolo directamente—. Es decir, si quieres que vaya a Pueblo entonces.
—Perfecto.
—¿Qué les dirás a tus padres sobre mí? ¿Saben lo de flechas de cupido?
—¡Por Dios, no! —rió ahogadamente al pensarlo—. Y no es necesario que se enteren. Bastante se sorprenderán si nosotros nos casamos —pensó un instante—. Tendré que decirles que nos conocemos desde hace un tiempo, si no te importa.
—No se me da bien mentir —advirtió ella. —No es necesario que mientas. Ya me inventaré alguna excusa para los dos. Tú sé tú misma.
Ella inspiró aire profundamente, lo que lo hizo volverle a mirar el jersey, tirante donde se apretaba contra el borde de la mesa. Tenía unos pechos muy bonitos.
—¿Estás seguro de que este acuerdo nuestro será justo para ellos?
—¿Eh? —Preguntó él, levantando la vista rápidamente para conectar con los preocupados ojos del color de la avellana—. ¿Y por qué no iba a serlo? —Probablemente yo no sea lo que ellos esperan. —Tienes razón. No lo eres —dijo, inclinándose sobre la mesa, esquivando los platos y las copas. Antes de que ella pudiese retirarse, la había besado en la boca. — Eres muchísimo mejor, señorita Bella Parker.
Bella pensó en el beso de Alex mientras conducía a su casa esa noche y durante todo el día siguiente en el trabajo. Se imaginó que sería un beso de buena suerte, no muy diferente a un beso en la mejilla, un apretón de manos, una forma de cerrar un trato. Sin embargo, su boca retuvo el calor de sus labios, haciéndola pensar en un beso más largo y más profundo que la podría estar esperando. Algún día.
Pero hasta una cosa tan placentera como un beso la preocupaba. Alex Bennett era un hombre cuya vida había estado decidida por su familia desde el día de su nacimiento.
Se había enterado de ello durante la hora de la comida. Había encontrado varios artículos muy reveladores. El abuelo de Alex, Ben, se había mudado a Arizona al separarse de su mujer, Kate. Debió de pensar que su matrimonio estaba acabado, porque había convivido con una nativa americana durante varios años, con quien había tenido gemelos: Devlin y Hunter. Devlin era el padre de Alex y Hunter su tío. No fue hasta la muerte de Natasha Lightfoot, la amante de Ben, que Kate reconoció a Devlin y Hunter como hijos de Ben y consintió en darles el control de la compañía constructora de su marido cuando cumpliesen veinticinco años. Ben murió poco tiempo después.
Bella encontró fotos de la familia en las páginas sociales de los periódicos de Atizona. Otros artículos en la sección de Negocios, le indicaron el aumento del poder de los Bennett año tras año. Su proyecto más reciente era el multimillonario Bennett Memorial Children's Hospital, situado entre la Reserva de indios papago y la más pequeña San Javier. Bella gradualmente se hizo una imagen del principio de una dinastía que le quitó el aliento.
Ese hombre tenía tanto que darle: una orgullosa herencia, riqueza, los bebés que ella ansiaba. Pero, ¿qué tenía ella para ofrecerle?
Esa era la pregunta que la atormentaba. ¿Por qué ella? Le había preguntado, pero él no le había dado una respuesta realmente satisfactoria. Todo el mundo tenía motivos para lo que hacían. ¿Cuál era el de Alex?
Sin embargo, según avanzaba el día y sus preguntas no encontraban respuesta, encontró que no quería seguir pensando en ello. La cena con Alex en el restaurante de moda de la ciudad había sido la experiencia más emocionante de su vida. De niña, los únicos restaurantes a los que había asistido eran las hamburgueserías. Durante la escuela secundaria no había salido tanto. Y en la universidad había salido con un par de chicos con los que había ido a comer a algún asador.
Pero, oh... cómo le había gustado sentarse a la mesa con Alex. Cuando había salido del Van Gogh, la cabeza le daba vueltas debido a la elegancia del sitio. Se había sentido como una pálida margarita al lado de la opulencia de rosas y amapolas de los demás comensales en el íntimo restaurante.
Y Alex era el más fabuloso de todos. Tenía un cuerpo musculoso y rudo que la había hecho imaginarse que conducía una grúa hasta que él le había dicho lo contrario. Su rostro estaba bronceado como un pergamino, pero fuerte y lleno de risa cuando ella había dicho algo que le causó gracia. Le gustaba hacerlo reír. Sus sonrisas la llenaban de calor.
—¿Qué es lo que quieres de mí, Alex Bennett ? —se preguntó al meterse en la cama esa noche. Bostezó y cerró los ojos— ¿Cuál será el precio que tendré que pagar para conseguir lo que quiero de ti?
Bella nunca había viajado en avión. Mientras esperaba en el caliente asfalto el viernes por la tarde, mirando titubeante el jefe de la familia Bennett, decidió que el gasto de viajar no era la única razón para mantener los pies sobre la tierra. Para horror suyo, el avión era tan pequeño que parecía de juguete. No le parecía la mejor forma de comenzar a volar.