1 | Gotas de veneno

3913 Words
Una ciénaga de sangre abarcaba un metro cuadrado bajo la silla del interrogado. El aroma a orina, el hierro de la sangre, el vómito que salpicaba los zapatos de los torturadores y la sangre que empapaba la ropa del único interrogado vivo, recibieron al único hombre que faltaba en la sangrienta reunión. Con sus zapatos lustrados, la chaqueta negra y el pantalón rozando sus zapatos, Rdeči Človek (hombre rojo) se acercó excitado al hombre atado, con el rostro golpeado, los ojos amoratados y los labios rotos. El aroma del sótano atizaba su nariz y le impedía pensar con claridad. Rdeči Človek miró los fétidos cuerpos de los anteriormente interrogados y dibujó una encapuchada sonrisa en sus seductores labios sonrojados. Las torturas no eran su fuerte; eran una debilidad en la idiosincrasia del pelirrojo, no obstante, no se oponía a romper unos cuantos huesos con sus armas o rociar un poquito de veneno en una herida abierta, solo para sazonar al interrogado. Parte de su personalidad estaba ligada a las torturas clásicas y aquellas que no requerían demasiado derramamiento de sangre. Rdeči Človek tenía las manos en sus bolsillos y la fija mirada en el magullado hombre que no respondería ninguna de sus preguntas. El sujeto quería despojarse de los nudos que lo ataban a la silla y romperle el cuello al hombre frente a él; aquel que con esos ojos claros, el traje oscuro y la mirada arrogante que él tanto detestaba, hurgaba en su mente la manera ideal para sacar la información que él tanto guardaba. El sujeto conocía las leyes de su gente, sus juramentos; si abría la boca, era mejor morir en ese maldito sótano. Si los suyos se enteraban, le arrancarían la lengua de un tajo. Cuando Rdeči Človek se acercó, el interrogado escupió su chaqueta. Rdeči Človek bajó la mirada, estudió la mancha y se despojó de ella. Acto seguido sus guardaespaldas le quebraron la nariz con un tubo de metal; el crujir fue espeluznante para él. Rdeči Človek les pidió a sus guardaespaldas que lo dejaran solo con el interrogado, que se haría cargo si el animal oponía resistencia. Los guardias conocían perfectamente a su jefe. Lo dejaron solo sin oponer resistencia. Sabían que Rdeči Človek se defendería antes de que el interrogado lograra colocarle una mano encima. Los años de entrenamiento lo hicieron imparable, meticuloso e imponente. Él entrenaba a sus súbditos y estudiaba bien las artes mixtas. Nadie le ganaba en una batalla cuerpo a cuerpo, menos cuando el interrogado estaba tan débil como lastimado. Y aunque el hombre quiso defenderse demostrando que no estaba tan herido, la sangre y la orina señalaba lo contrario. —¿Para quién trabajas? —preguntó Rdeči Človek en un perfecto inglés. El hombre de aspecto desaliñado y a minutos de morir, escupió la sangre que guardaba en su boca y mostró los colmillos, junto a un par de dientes puntiagudos que él mismo limó. El interrogado no tenía miedo de morir, aun después de observar las formas crueles en las que agonizaron sus compañeros de trabajo. El croata no tenía miedo de Rdeči Človek, ni del cuarteto sanguinario que lo golpearon hasta escuchar los huesos de su espalda crujir y ver la sangre brotar de sus oídos. Las heridas internas eran graves, él lo sabía, no obstante, mantenía la boca cerrada. Rdeči Človek, cansado de esperar que el hombre hablara, le colocó la punta afilada de la bota en el pecho y presionó la piel ardiente. La fiebre que tenía en su cuerpo era síntoma de una infección por las heridas abiertas, por lo que su piel hervía. Los ojos del interrogado se abrieron como dos flores en primavera, mordió la lengua hasta sentir el sabor a hierro bajar por la garganta y tragó una espesa saliva que se ligaba con la sangre. Él fingió no sentir miedo ante Rdeči Človek, pero le temía. Escuchó de él en las favelas de Brasil, cuando su jefe lo contactó para extorsionar a los hombres de Rdeči Človek y entrar en los lugares a los que solo ellos tenían acceso. El interrogado fue encontrado en uno de los callejones. Uno de los guardias del almacén donde Rdeči Človek y su grupo guardaban las armas, lo estampó contra la pared, le golpeó el cuerpo, crujió su cráneo contra el suelo, le torció un brazo y lo sentó en el sótano, junto a sus compañeros. El interrogado observó cómo le sacaban los dientes a su amigo, el más leal de todos, mientras la orina corría por sus piernas y su cuerpo entero temblaba por la infección. Luego, el mismo verdugo le quitó la ropa y comenzó a cortarle la piel en jirones, exponiendo los músculos y los tendones. Por último, cuando el fétido cuerpo de su amigo comenzaba a pudrirse, le cortó la garganta con un cuchillo dentado. La sangre salpicó el rostro de su verdugo. El hombre lamió el cuchillo y se excitó con el delicioso sabor de la sangre entrando a su boca; era un puto manjar para el verdugo. En ese sótano oscuro, a tenue luz, con los aromas a sudor, mierda y orina atizando sus fosas nasales, los dos que quedaban vivos rezaron en silencio para que el puto demonio del infierno les quitara la vida, sin llevarlos a una sempiterna tortura que al final los enviaría al maldito inframundo. El segundo sufrió una tortura similar. El verdugo que lo hizo jirones era tan alto como la maldita torre de babel, de piel oscura y ojos negros. Comenzó la tortura con una medusa que sacó de un estanque. Le inyectó algo en el cuello; un líquido que le impedía moverse. Con ayuda de otro de los hombres, lo llevó hasta una especie de vitrina de cristal, repleta de agua y dos inmensas medusas de tentáculos electrificados. Su compañero gritó que lo dejaran salir, que no sabía nada. Ellos introdujeron su cuerpo al agua y observaron a las medusas quemarle la piel. Para terminar la tortura, le cortaron el cuerpo en trozos y arrojaron pirañas que lo destrozaron. El agua quedó teñida de sangre, con pequeños rastros de piel y huesos danzando en el vidrio. Los animales acabaron con él en segundos. El último sabía que el siguiente era él. Solo quedaban los cuatro guardias, una mesa de tortura, las cadenas de las cuales colgaba su amigo muerto, la vitrina de agua y un sótano del que no podría salir. Él sabía que no saldría vivo, sin embargo, no les daría el gusto de contarles los planes de su jefe ni de las personas para las cuales trabajaba. Lo que su jefe planeaba era maquiavélico, rayando en lo psicópata y terrorífico, incluso para él. —¿Za koga radite? —le preguntó en croata para quién trabajaba. —Se hablar inglés, kurvin sin —respondió con su muletilla hijo de puta—. No te diré nada. Mátame de una vez. El hombre enarcó una ceja. —¿Y perderme la tortura? — Rdeči Človek sonrió—. Jamás. Rdeči Človek no podía sentirse ofendido por las palabritas que su interrogado usaba. Peores cosas escuchó en los años que llevaba dentro de los Punishment of snack: la mafia reinante de los Estados Unidos y medio planeta. Cada uno de ellos tenía un rol dentro de la organización; el de Rdeči Človek era el área administrativa y los ataques en los almacenes de la policía. Rdeči Človek era el rostro bonito de la mafia, el de traje elegante, el que no se manchaba las manos mientras Đavolski (diabólica) existiera. Esa vez, Rdeči Človek fue llamado por los guardias del almacén, cuando los hombres fueron capturados. Él ordenó que los torturara todo lo que quisieran antes de que él llegara. Sus órdenes fueron cumplidas a cabalidad, incluso aquello que él ordenó justo antes de colgar la llamada. Les dictaminó que torturaran y asesinaran a dos de ellos, justo en frente del que dejarían vivo. Sus verdugos cumplieron sus órdenes como perros entrenados, como los buenos carniceros que eran, dejando lo mejor para el final, justo el plato fuerte para la persona más inteligente. —¿Quién es tu volim? —La pregunta de quién era su amo, fue de las primeras que Rdeči Človek debió formular. El interrogado supo que él no era experto en el manejo de los interrogatorios y que podría joderle la vida si quisiera. El hombre se movió en la silla y escupió una vez más. Seguía reacio a responder algunas de las preguntas. El hombre pensaba que Rdeči Človek se daría por vencido y dejaría que sus hombres lo mataran. Y no, Rdeči Človek no tenía esas intenciones; él le sacaría la verdad, así tuviese que salpicarse de sangre. —Si no respondes ninguna de mis preguntas, mi verduga personal te sacará las palabras a cortadas. —Rdeči Človek señaló a Đavolski: la asesina prodigio que uno de sus grandes socios introdujo en ese mundo cuando apenas tenía doce años—. No soy un hombre violento la mayor parte del tiempo. Me considero bastante diplomático. Si quieres que tu muerte sea menos dolorosa que la de ellos, abre la puta boca y dime para quién trabajas. El hombre permaneció en silencio, con las manos detrás de su espalda y las piernas atadas. Estuvo dos días amarrado a esa silla, inmóvil, con los sentidos a flor de piel. Cada vez que sus verdugos querían, le propinaban una golpiza dolorosa. Las costillas punzaban en su estómago y su cuerpo dolía en demasía. Las palabras que el hombre ante él quería que soltase, no serían las últimas. Si Rdeči Človek quería que el sujeto atado respondiera sus preguntas, tendría que usar métodos más eficientes. Đavolski seguía en uno de los rincones, con los brazos cruzados y una pierna delante de la otra. Rdeči Človek la llamó con un dedo para que se hiciese cargo si él no podía con el examen. Ella estaba de paso en el país; era una gitana. Sus intenciones eran quedarse unas semanas en Miami y adiestrarse con las nuevas armas que Rdeči Človek vendía en el mercado n***o. Era poco lo innovador que podía encontrar en Botswana, así que buscaba mejores armas en costas lejanas y otros continentes. Ella, mientras Rdeči Človek interrogaba al hombre, imaginaba cincuenta maneras diferentes de matarlo de las formas más bizarras existentes. Primero, imaginó usar una silla de púas para el primer interrogatorio. Si la persona oponía resistencia, lo colgaría de manos y pies bajo una lanza filosa. Con cada pregunta que él se negara a responder, ascendería la punta hasta clavársela en la boca y perforarle las tripas. Ella no era como Rdeči Človek; ella sí era una maldita asesina a sueldo; una jodida mercenaria. Rdeči Človek señaló a Đavolski. Ella dio un paso adelante. Seguido, sujetó un sai de la mesa principal. Đavolski, manejando a perfección el arte de los sables y las espadas, lo movió entre sus manos, por su espalda y entre los dedos de la mano derecha. Ella era la mejor asesina de la mafia; la que buscaban cuando querían borrar a alguien de la faz de la tierra. Era más rápida que un chasquido de dedos y podía causar el mayor dolor que una persona hubiese imaginado. Que su estatura no fuese enorme ni su cuerpo fornido, no le impedía usar cada músculo para infringir dolor. El interrogado miró a la mujer de pies a cabeza. La piel oscura, los mechones verdes en su cabello y la ropa de cuero ceñida al cuerpo, producían un apetito s****l en el atado. Su pantalón se elevó cuando observó la entrepierna de la mujer e imaginó metiendo su pene en ella, hasta que la morena gritara. Si lograba salir vivo de ese lugar, la violaría hasta matarla de dolor. Su fetiche eran las morenas, las valerosas y aquellas que no se conseguían en un bar de mala muerte ni en una esquina. A pesar del deseo incontrolable de su m*****o, el hombre tragó la sangre que brotaba de sus encías y miró a Rdeči Človek. Quería que su adversario supiera que no era una persona frágil y que fue entrenado para soportar torturas. Él no se doblegaría ante nadie, menos por una mujer. —No le tengo miedo a tu kuja. —Zorra era otra de las muletillas que la mafia croata usaba para referirse a las mujeres que su competencia tenía. —Deberías. —Rdeči Človek caminó hasta Đavolski y tocó la punta del sai que tenía en la mano derecha—. Esta zorra es la peor de todas las nuestras. Cuando Rdeči Človek entendió que el interrogado no diría una palabra, dejó que Đavolski iniciara la antesala a lo que sería la última tortura de la noche. Mientras Rdeči Človek hurgaba en los bolsillos de su chaqueta, Đavolski le quitó la ropa e hizo cortes estratégicos en el cuerpo del interrogado. El hombre gritó de dolor cuando ella trazó con la punta de su sai la enrojecida piel de su mejilla, le hizo una uve en el pecho y delineó perfectamente la parte superior de su pene tras cortarle el pantalón. El hombre apretó sus manos y mordió su labio inferior. La erección que en un inicio lo acompañó, se acabó cuando la asesina cortó su hombría. Đavolski sonreía, mordía su labio inferior y se excitaba un poco cada vez que le ocasionaba dolor a un interrogado. Su v****a se mojaba, su piel se erizaba, su clítoris palpitaba y deseaba tener a su adorado amante entre sus piernas, bajo la sangre del sujeto. Ella apretó sus muslos cuando cortó su cuello y los tobillos. Đavolski sabía qué zonas dolerían más, cuando Rdeči Človek consiguiera arrojarle solo una gota de su veneno. Rdeči Človek apareció cuando Đavolski le abrió más las piernas al hombre para cortarle los muslos interiores. Ella masajeó su sai y dio un paso atrás. Rdeči Človek movió el pequeño frasco entre sus manos y se encorvó sobre el hombre. Entre el dolor que le provocaban las heridas y la sensación de la sangre bajando por su piel, el interrogado no logró descifrar lo que Rdeči Človek tenía en las manos. No era complicado de adivinar con los cincos sentidos en su lugar, pero en un hombre que estuvo sin comida, agua y siendo golpeado por dos días consecutivos, era tan complejo como resolver una fórmula de física cuántica sin el conocimiento adecuado para ello, o pedirle a un bebé que se atase los zapatos. —¿Qué es eso? —Esto que tengo aquí no es mucho. —Rdeči Človek sonrió ante lo que pensó era miedo en las palabras y los ojos de su interrogado—. Solo una mezcla de pentafluoruro de antimonio, de ácido fluorosulfónico y de óxido de azufre, cuya acidez es mayor que la de ningún otro compuesto conocido. Las heridas del interrogado punzaron cuando Rdeči Človek le comentó el contenido del pequeño frasco de líquido oscuro. Đavolski bajó el sai y cruzó sus tobillos. Disfrutaría lo que estaba a punto de suceder en la piel del jodido espía. Đavolski estaba sentada en primera fila, con el sai entre sus piernas y el cabello recogido en una cola de caballo alta. —Este frasco contiene un líquido cuya acidez es mayor que el ácido sulfúrico. Sentirás que la carne se cocina sobre tus huesos. Rdeči Človek conoció el jodido punto débil del acusado. Todo el mundo lo tenía: el del primer torturado fue la serpiente que le dejaron morderle la pierna; el del segundo fueron las pirañas que le comieron la piel, y la del tercero, era algo tan simple como una gota de ácido en una cortada. El interrogado se asustó tanto, que sus piernas comenzaron a temblar y el iris de sus ojos se oscureció. Ambos disfrutarían lo que sucedería. —Tú eliges —pronunció Rdeči Človek—. Por las buenas, o por las ácidas. Con un gotero dentro del frasco, Rdeči Človek extrajo solo una gota del ácido oscuro y lo detuvo entre su cuerpo y el del interrogado. El hombre tragó y observó la gota pender de un hilo. No conocía el dolor del ácido, sin embargo, conoció a un hombre que fue sumergido de pies a cabeza en una bañera con ácido sulfúrico y no vivió para contarlo. La piel de su cuerpo se quemó, los huesos quedaron expuestos y la sangre se espesó como un batido de proteínas. Cuando ellos lo encontraron, cuatro días después de la muerte, tenía los dientes expuestos y el cabello apenas visible. Aun cuando el miedo que se obligó a sacar de su sistema le jugó sucio entre sus piernas, el interrogado no quiso sucumbir ante los planes de Rdeči Človek. Él no sería uno de esos hombres que tanto despreciaba; él no sería un maldito soplón como los que regresaban a los pies de su jefe. —Znam da nas gledaju. I znam da ste iza mene za više od mjesec dana. Rdeči Človek le dijo en el idioma del interrogado: “Sé que nos vigilan. Y también sé que están detrás de los míos”. Rdeči Človek sabía que sus enemigos, los croatas, seguían pisándoles los talones. Desde que los Punishment of snack los desfalcaron en años anteriores, la guerra de poder comenzó entre ellos, dejando más muertes a su paso que dinero en sus cuentas, junto a un mar de sangre que encabezaban los socios de la mafia croata. Su padre, el líder, lo mató con sus propias manos años atrás. Rdeči Človek respetaba a Charlie, pero le temía al Osnivač (fundador) —Poput vašeg jebenog šefa, naređujem vam da razgovarate s prokleto krvavim ustima. —“Como tu puto jefe, te ordeno que hables con tu maldita boca ensangrentada”—. Habla, o esto te hará hablar. Rdeči Človek no se daría por vencido. Le otorgaba una última oportunidad para resarcirse y morir en paz, con el alma limpia de secretos. Desnudo e indefenso ante él, Rdeči Človek soltó la primera gota en su herida. El hombre soltó un alarido de dolor, cuando el sonido de su piel ardiendo bajo el líquido le extrajo una sonrisa al verdugo de ojos grises. El sonido que producía el ácido en la piel, era similar al que produce un bistec en la sartén. Fue tanto el dolor que una puta gota provocó, que el interrogado no imaginó lo que se sentiría verterlo en todo su cuerpo y observar cómo el ácido le comía la piel, explotaba sus ojos y fundía su carne. Rdeči Človek aspiró más ácido con el cuentagotas y lo alzó frente a los ojos del interrogado. El hombre derramó saliva, cuando Rdeči Človek soltó unas pocas gotas más sobre su pene desnudo. La carne se coció como un bistec y comenzó a deshacerse igual que una hoja de papel al agua. Rdeči Človek no podía imaginar el dolor que le producía al hombre, pero estaba seguro que hablaría o se quedaría sin hombría. Siguió soltando tres gotas en cada una de las heridas, desde las mejillas hasta los talones. Las heridas comenzaron a tornarse acuosas y la sangre se ligaba con el ácido. El hombre seguía sin hablar y Đavolski comenzaba a desesperarse, evidenciándose en el movimiento de su pie contra el suelo. Sus torturas no tardaban tanto, ni en el peor de los casos. Ni siquiera cuando asistió a Mogadiscio a despellejar a un cerdo que se atrevió a robar a su hermano. Ella no sabía si sus víctimas eran malditos dóciles que se quebraban tan rápido como sus huesos, o su poder de verdugo era superior al de Rdeči Človek. Al final del día, cuando recogieron los cuerpos, Đavolski supo que el poder de Rdeči Človek para matar no se comparaba al suyo. El hombre respiraba rápido, la saliva se escurría por su quijada y sus ojos comenzaban a cerrarse a voluntad. El dolor que le producía el ácido era terrible e incomparable, aun cuando sufrió múltiples torturas con anterioridad para unirse a los croatas. Él era uno de los mejores que tenía su jefe, lo demostró cuando lo atacaron. Él se defendió, sin embargo, esperaba que los guardias fuesen dos y no siete. Le ganaron en número y lo lanzaron de cabeza contra esas malditas y húmedas paredes. —Nisi mi nitko, ni moj. —El interrogado le aseguró a Rdeči Človek y su Đavolski, que ellos no eran nadie para él ni para los suyos. Únicamente quedaban Rdeči Človek y Đavolski en el sótano, rodeados de cuerpos fétidos, sangre, estiércol maloliente y una ciénaga de orina que parecían charcos de lodo. Đavolski no estaba cómoda con el hecho de perpetuar la espera de la información. Si fuese por ella, ya estaría con una lanza en el trasero y la lengua colgando de su pecho. Cuando Rdeči Človek perdió la paciencia, retrocedió e hizo el ademán para que ella terminara el trabajo. Ambos, cansados de esperar, eligieron el camino fácil de quitarle la vida, en lugar de continuar algo que no tenía escapatoria. —Razgovarajte o jebenom vremenu —“Habla de una puta vez”, le dijo Đavolski. Ella no tenía la paciencia de Rdeči Človek, y se lo hizo saber cuándo le cercenó un pie con el sai. El alarido de dolor fue mayor y escupió sangre que cayó sobre las botas negras de Đavolski. El pie rodó por el suelo, cuando la precisión y la fuerza de Đavolski lo cercenaron en dos segundos. El sonido del sai quebrando el hueso, el calor de la sangre que escurría del muñón y el movimiento incontrolado del cuerpo del acusado, le hizo saber al hombre que con ellos no se jugaba, que su mafia tenía más poder que ellos. Los Punishment no eran gringos a los que se les tomaba el pelo; eran asesinos seriales y mentes maestras. El interrogado sangraba a borbollones y veía puntos negros cruzando sus ojos. Supo que no le quedaba mucho tiempo antes de morir y que el diablo se llevaría su alma al infierno. Mató a demasiados inocentes para cumplir la sed de sangre; Dios no lo querría. El interrogado bajó la cabeza y apretó los dientes. El dolor le llegaba a la nuca, le corría por las venas como la sangre que brotaba, y le encendía una ira que no se apagaba, como lava ardiente deslizándose por la verdusca montaña empinada. Se sentía moribundo, impotente, lleno de furia. Lo único que quería era matarlos. —Nećeš se spasiti od onoga što dolazi, Rdeči Človek. —Como una de sus últimas palabras, el interrogado dijo: “No te salvarás de lo que viene”. Đavolski recogió el sai del suelo e hizo un corte preciso en el cuello del hombre, sin tocarle la arteria principal ni el tendón. Đavolski era precisa, discreta, tacita; lo que esa chica tenía de hermosa, lo tenía de letal. Đavolski fue la segunda belleza peligrosa de la organización. La primera llevaba el nombre de Viper; ella era la líder, la emperatriz de la mafia. Đavolski se ganó su puesto con esfuerzo, golpes y cortes. Las cicatrices que tenía en el cuerpo no eran por jugar con muñecas. Desde pequeña, esa jovencita aprendió a destrozar un cuerpo, esconder una evidencia y asesinar a distancia. —Vi i tvoja će umrijeti rukom svoga gospodara —“Tú y los tuyos morirán por la mano de mi amo”, fueron sus penúltimas palabras.
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