“Es mejor ver algo, que escucharlo mil veces”.
Proverbio japonés.
El coronel Félix Hernández estaba al tanto de todo, de la podrida corrupción que se llevaba a cabo y no sólo eso, también sabía que Ferguson no era si no marioneta de su mano derecha, Joe Phiutad, el vicepresidente de Las Minas Negras, el más vil y cínico ser, podrido en millones de billetes verdes mientras fuera de su burbuja hasta sus propios seguidores parecían personajes de The Walking Dead, matándose unos con otros por algún artículo alimenticio en alguna campaña de repartición. Negó con un ligero movimiento de cabeza en gesto de desaprobación mientras continuaba viendo todo el espectáculo desde uno de los balcones de la casa presidencial.
Desde allí podía observarlo todo y a todos como hormiga furiosas siendo atajadas por guardias ataviados con cascos, pecheras y escudos de cristal blindado, algunos oficiales eran más violentos que otros y lanzaban bombas lacrimógenas, otros simplemente disparaban hasta difundir el miedo.
***
Pedro Jiménez era otro militar de alto rango que en ese preciso instante cruzó mirada de preocupación al borde de la resignación con su compañero de guardia, el militar Francisco Morffe, ambos presos de una obligatoria aceptación. Francisco volvió a extender su vista a lo lejos, hacia el bullicio de personas que bajo el candente sol de verano exigían sus derechos y de ser posible, la cabeza de cada uno de los mandatarios del gobierno.
La radio de Pedro Jiménez comenzó a sonar antes de escucharse: “Hay ocho oficiales muertos —dijo la radio mientras ambos y otros más prestaron atención—. Hay que hacer algo. Esto se nos puede escapar de las manos, cambio”.
—Aquí el oficial Jiménez —habló el militar con la radio en la mano cerca de los labios—. Continúen controlando la zona. Intenten no dañar a las personas, esa es la orden por los momentos, cambio.
En ese entonces, cuando Jiménez alejó la radio de su boca y siguió con la mirada puesta en la gente revolucionada alguien le arrebató el objeto. Jiménez y Morffe se volvieron hacia el autor del hecho mientras el oficial de semejante rango militar nombrado Enrique Saleni le devolvía una fulminante mirada.
—No sé ustedes —le habló a estos dos, con la radio sostenida en una mano—. Pero a mí no me conviene que todo esto se nos valla por la borda —explicó con tono mordaz, llevándose a continuación la radio a los labios—. Aquí el comandante Saleni —gruñó— de ser necesario maten a cada maldita basura que quiera entrar a La Rosa Blanca. No quiero un golpe de estado y mucho menos un revocatorio presidencial. Esa es la orden. Cambio y fuera —pronunció esto último al tiempo que le dedicaba una feroz mirada a Jiménez.
Para luego afincar el objeto en el pecho del militar que, de no sostenerlo a tiempo lo hubiera dejado caer, esto en una clara muestra del lío en el que estarían metidos si algo no saliera como estaba estipulado.
***
Por otro lado, con una pesada ametralladora sostenida en sus manos, la cabeza dentro de un casco y los pies bien puestos sobre el pavimento estaba Natalia Rivera, ataviada con su veteado y verde uniforme de guardia nacional y sus ojos clavados en cada uno de los protestantes que se manifestaron ese día. Ya era hora de almuerzo, pero por deberes oficiales debía permanecer allí una media hora más hasta que vinieran reclusos. Aunque ya debía abastecer una vez más su estómago lo que observaban sus ojos no le provocaba otra cosa aparte de náuseas.
Para ella, como para toda persona cuerda y sensiblemente humana, era frustrante ver aquel montón de injusticia, Natalia Rivera sintió los ojos llenárseles de lágrimas al ver a una mujer estaba desangrándose frente a ella, entre el revoltijo de personas enardecidas, le faltaba una pierna que había perdido por culpa de la explosión de una granada y en sus brazos débiles luchaba por cuidar a una niña de algunos cuatro años que lloraba en medio del humo, los perdigones y los gritos. Rivera contuvo la respiración como si eso le fuera a ayudar a contener también un llanto por impotencia, claramente algo estaba mal en la cabeza de Ferguson, o posiblemente todo.
Pensó en lo parásito que puede ser alguien que haga semejante daño, ella al menos hasta los momentos no había hecho otra cosa que amenazar a todo aquel que intentaba, en medio del fuego que desprendían las llantas, entrar a la casa presidencial. Pero su nivel de maldad y osadía no llegaba tan lejos como para atentar contra la vida de alguien que, claramente, está en su derecho de reclamar lo que el Estado les arrebataba.
Un hombre muy cerca de ella le decía cuánta obscenidad se le ocurría, demostrando odio y rabia hacia los cuerpos de seguridad y hacia ella en particular.
—Es una maldita ironía que viendo cómo está la situación y sabiendo de la corrupción del gobierno aún sigan ustedes defendiendo al sistema —bramaba aquel hombre de camisa blanca con el enojo evidenciado en las venas que se asomaban sobre su frente llena de sudor—. Mientras su principal oficio debería ser velar por la nación. ¡Malditas escorias!
Natalia Rivera, sin soltar el arma ni dejar de estar en guardia decidió no seguir prestando atención a esa realidad, era algo que sabía de sobra, así como también tenía muy en cuenta que sola no podría acabar con todo aquello por más que quisiera hacerlo.
Miró hacia otra parte y divisó una furgoneta negra que acababa de llegar, al instante todos los militares presentes se pusieron en guardia, apuntando al vehículo, pero desistieron al ver que quiénes bajaron al abrir la puerta trasera eran personas empleadas de los hospitales, doctores, enfermeros y demás personal médico auxiliar.
Todos ellos también estaban en plan de manifestación en contra del gobierno en un campo lleno de gritos e histeria. Un minuto después tenían en sus manos pancartas que rezaban:
“Ferguson, la gente se nos muere en los hospitales por falta de insumos médicos”.
“Basta de miseria. ¿A dónde van los pocos intereses que le quedan al país?”
“Ya no hay ni camillas, los enfermos deben permanecer sobre el suelo”.
“Queremos un sueldo digno. A quién no se le paga no trabaja”.
Todos ellos, con sus respectivos uniformes típicos del personal de salud agitaban sus pancartas con aires de protesta pasiva. En aquel espacio se podía respirar la tensión y el peligro, el riesgo que suponía estar allí desde la madrugada dispuestos a permanecer hasta que les fuera posible.
—¡Rivera! —gritó otro guardia cerca en un aviso, devolviéndola a la realidad.
Cuando Rivera reaccionó ya era muy tarde para hacer algo, el mismo hombre que desde hacía quince minutos aproximadamente la había tomado personal hacia ella se acercaba veloz y feroz con un tubo de hierro, dispuesto a golpearla.
Entre tantos disparos a lo lejos y a lo cerca, uno sólo fue el que la dejó pasmada. Su compañero, el oficial Raúl Malavé había halado el gatillo del arma que apuntaba a la cabeza del atacante de su colega para impedir un daño mayor, algo que se veía venir desde hacían muchos minutos ya. Los sesos volaron en todas las direcciones y gran parte de la sangre que salió del cráneo del hombre que posterior a aquello se derrumbó sobre el suelo salpicó el transparente cristal frontal del casco militar que Natalia Rivera cargaba puesto. Como si la vida propia le sacudiera en la cara aquello de lo que se había salvado, como si cada gota de sangre espesa que se deslizaba sobre el cristal que protegía su rostro le mostrara lo mucho que sufrían los manifestantes.
***
En un lugar más tranquilo, en la calidez de su casa pequeña y descolorida, estaba la señora Sophia, pero aunque la casa era silenciosa y parecía estar en calma, no había tranquilidad en ella o paz mental en su interior. Su ceño fruncido y su cara de nostalgia decían mucho, gritaban mudamente su frustración al mirarse con muy pocos aparejos que sirviesen de algo para mantener a su esposo con una respiración aceptable.
Su esposo volvió a toser sobre la cama y Sophia en silencio volvió a acomodar cuidadosamente las almohadas bajo la espalda y la cabeza de este, también acomodó las sábanas, cubriéndolo hasta la cintura y tomando de la pequeña mesita de noche un abanico viejo cuyos rojos colores que una vez le dieron un aire japonés, ahora no era más que la sombra triste de un diseño, con esto lo ventiló un tanto y él pareció calmarse un poco más. Pero cuando Sophia intentó tomar asiento de nuevo, en la silla que estaba a un lado de la cama, el señor John volvió a entrar en una crónica crisis de tos.
De un brinco se incorporó la señora de nuevo, con el corazón acelerándosele y los sentido respondiendo a mil; ayudó a su esposo a incorporarse, dándole pequeños golpes a mano abierta en su espalda, él tosió tanto que tuvo arcadas, arcadas vacías porque nada había comido esa mañana y sentía cómo sus pulmones reclamaban aire mientras como por conspiración en contra suya su tráquea se estrechaba más y más hasta convertirse en un tubillo por donde no pasaba el aire necesario.
John deseaba terminar de morir para dejar de ser un estorbo, dejar de ser un fastidio y una carga para su familia, pero Sophia, siempre en movimiento, no se daba por vencida, si fuera necesario dejar las uñas en el suelo por su familia no lo dudaría ni un instante, así que rápidamente tomó de la mesita a un lado de ella un vaso metálico con agua fresca y la acercó a la boca del anciano.
—Toma, bebe un poco de agua, te hará bien… con cuidado, con cuidado, eso es.
El señor tomaba con complicación, ya que le costaba respirar eficientemente, pero al menos la boca ya no la sentía mortalmente reseca o su garganta a reventar, inflaba y desinflaba cansinamente los pulmones como podía y se volvió a recostar de las almohadas.
Sophia tomó de la mesa un inhalador con el medicamento antiasmático ya acabado y lo agitó en su mano con energía para entonces colocárselo en la boca al señor, intentando sacar lo que podía del azulado recipiente con poca utilidad en ese momento.
—¿Mejor así? —preguntó ella afablemente.
Él asintió, mintiendo, no quería decirle que en realidad de nada estaba sirviendo y que tenía el claro presentimiento de que estaba a días de morir.
—Sophia… —dijo con debilidad.
—¿Te estás sintiendo peor? —preguntó ella multiplicándose la angustia en su ser.
> pensó él, pero apenas meneó la cabeza, mintiendo de nuevo.
—Quiero… que sepas —musitó a media voz, mirándola como si en realidad no la estuviera viendo y ella tomó asiento a un lado suyo, prestándole atención total—. Que si muero, lo haré con la certeza de ser el hombre más afortunado del mundo —tosió—. Porque… aunque no tenga la salud adecuada, tengo una buena esposa y una hija sin igual.
Sophia sonrió con afecto y se le humedecieron los ojos, entonces tuvo el impulso de pasar cuidadosamente una mano sobre la canosa cabellera de su esposo en señal de cariño.
—No vas a morir de esto, John, no ahora. Tienes que ser fuerte. Por ti, por tu hija, por… mí. Y… también me siento afortunada de tenerte, pese a la circunstancia. Saldremos de esta, ya lo verás, confiemos, tengamos fe.
—Fe —repitió el con el asomo de una sonrisa queda que pretendía ser desdeñosa—, la única fe que tengo es que ustedes dos estén bien, sobrevivan a toda esta fiebre roja que arrasa a nuestro país. ¿Y Salomé dónde está?
—Salomé salió no hace mucho rato, tú descansabas. Me dijo que probablemente encontraría empleo ¿sabes que significaría eso?
—Claro —opinó con voz igual de cansada que su sistema respiratorio—. Significa que ella estaría asumiendo el compromiso que me corresponde como cabeza de familia. Con lo que sentirme orgulloso de ella y avergonzado de mí mismo.
—No —su voz suave reverberó en el aire mientras meneaba la cabeza—. Significa que al menos tendremos algo que comer y si las cosas mejoran un poco más, tendríamos cómo solicitar medicamentos a crédito, claro, pagando un pequeño adelanto. Dudo que haya mucha gente que de créditos por medicamentos pero al menos intentarlo no nos haría perder algo.
—Dudo que Salomé consiga empleo. No creo que todavía haya gente que contrate personal en estos tiempos.