El silencio, el que nadie desea tener en conversaciones, aquel que tensa el momento hasta que lo vuelve incómodo y casi insoportable, ese mismo silencio que perturba a muchos dentro de sí; aquel eco vacío que no deja nada, aquella ausencia de sonidos que perturba los sueños hasta convertirlos en pesadillas. Ese que junto a la soledad se convierten en las asesinas del alma, es aquel que se puede ver como el enemigo en toda situación, pero solo cuando se le quiere ver así, porque si lo piensan bien o si viven lo que nosotros hemos vivido, allí descubres que a veces la soledad es una recompensa y que el silencio es el mejor amigo que se puede tener.
En mi opinión, yo describiría al silencio como a un aliado confiable, un receptor de los mensajes ocultos, aquel que se limita a escuchar sin refutar o expresar opiniones al respecto, el que esconde mis pasos, nuestros pasos.
Aprenderlo no fue sencillo, nunca es fácil aprender algo a la mala, pero a nosotros a el «Club de los Atrevidos» nos tocó, y lo hicimos, aprendimos en nuestro sufrir, y allí perdimos, pero también ganamos.
Mentiría si dijera que estoy agradecida, este don no es otra cosa que una consecuencia que me trae el recuerdo perenne de todo lo que sufrí, todo lo que sufrimos, pero ha resultado más útil de lo que esperaba, de forma que ahora podríamos ser capaces de jactarnos diciendo cosas que para otros serían un total sin sentido.
«Yo no oigo, yo escucho», pues mis oídos son capaces de captar señales que el resto ignoran. «Yo no veo, observo», pues mis ojos ven más allá de aquellas murallas que una vez me apresaron, más allá de estos pastizales de hierba alta que me sirven de refugio, a mí y a los míos, más allá de lo que cualquier ojo puede ver, pero hay algo que el silencio no me dio. Ahora más que nunca, luego de recibir el sol fuera de las rejas puedo decir con total certeza «Yo no pruebo, yo degusto».
Una cosa es probar el encierro y otra cosa es degustarlo, y si tuviese que explicar cómo se siente, a que sabe, diría que es como comer aserrín, áspero, lleno de astillas y su sabor es tan agradable como el veneno es bueno para el cuerpo.
Una cosa es probar la libertad, esa que todos creemos tener, pero luego de ser un prisionero, sabes lo que es degustarla, deleitarte en ella, hacerla tuya, sentirte sin coyundas, sin cadenas, preso de un nuevo sentimiento, el de no querer volver a degustar más la prisión, y no lo haríamos, ninguno de nosotros, lo juramos antes y lo juraría ahora mismo, primero preferiríamos morir, y yo los asesinaría a todos antes que dejarles volver a ese maldito lugar, eso para nosotros es caridad.
–¡En pie! –oí gritar una voz, una que conocía como a los barrotes de mi celda.
Siempre fue escandaloso, desde que tuve el desagrado de conocerle, el custodes Larxon, nunca supe si ese era su nombre o su apellido, lo que si sabía era que su arrogancia fue nuestro puente a la libertad, nunca pensaría que unos convictus extranjeros fueran capaces de intentar escapar de Redalogium.
Antes estaba por detrás, siendo tal vez un cabo o un soldado de menor categoría, ahora era el custodes de en frente, el encargado de lo que debía ser la cacería más interesante de su vida, una en la que el terreno se había expandido, una en la que se creían con ventaja, pero por primera vez las presas no estaban indefensas, y ahora no había gran diferencia entre cazadores y presas, aunque los custodes tenían claramente mejores armas.
–¡Maldición! –escuche el susurro, sabía bien que era de Lina, y sabía por su voz exactamente dónde estaba, unos cuantos pasos tras de mí.
–¿Que paso? –pregunté a la ucraniana en susurros inaudibles para todos los guardias de enfrente.
El viento soplaba con fuerza mientras que la hierba nos cubría, soplaba de este a oeste, como casi siempre, bajo ese parámetro era difícil sentir las vibraciones, sin embargo, lo conseguí luego de hacer caso a la recomendación de Sonya.
Era muy sutil, pero era capaz de percibirlo, aquel mensaje de la rusa que enviaba la rusa, me instaba a que escuchase bien, algo que, solo cerrando los ojos, entrando en la oscuridad y abrazando a nuestro aliado confiable es que podría entender a lo que Lina se refería y lo que Sonya ya había captado pero que, hasta ahora, era un misterio para nosotros,
El miedo se apoderó de nosotros, y teníamos todo con que temer, estábamos acorralados, Alex no aparecía y para culmen de la situación, estaba ese sonido de carga, tan familiar, solo podía escucharlo y sentir a mi cuerpo temblar cual hoja. Escuchaba cada acción, como debían hacer dos movimientos de carga, dos no una, dos.
Con una se activa el mecanismo, cargando la bala, llenándola de aquella sustancia mortal que explotará cual bomba apenas llegué dónde debe. Con la segunda se posicionaba la bala para ser arrojada con fuerza, directamente a su objetivo. Exactamente en ese orden, de izquierda a derecha, no al revés, porque así habían sido diseñadas, para nuestra honra y nuestra desgracia conocíamos bien ese diseño.
–Son pushils.
–Estamos jodidos –asevero Oliver entre susurros inaudibles.
Las diferentes respiraciones entrecortadas daban el mismo mensaje, debíamos movernos, despacio, sin hacer ruido y con movimientos inteligentes, o por el movimiento de la hierba nos cacharían.
Como si nos hubiesen oído, a nuestro pensamiento, el silencio reino en todo el lugar, y no podría ser más inoportuno el momento. Aquellos custodes callaban cómo en un velatorio, por lo que ahora eran poco perceptibles, no imposibles de percibir, solo poco perceptibles.
No había paz dentro de mí, lo cual era lo opuesto a lo que Miriam me recomendó, trataba de aferrarme a sus palabras, casi la escuchaba en mi cabeza diciéndome aquellas palabras, pero aun cuando podía sentir a la naturaleza en su vivo esplendor, aun cuando los rayos del tenue sol desaparecían entre las tiernas y esponjosas nubes, aun cuando el cielo cargado de tantos colores pudiesen inspirarme algo de calma, no lo hacían.
El ambiente estaba cargado de aquella preocupación, la nuestra, la de todos nosotros, luego a lo lejos lo vi, como un destello de luz, aquellos rizos desordenados de color dorado, tal vez buscaban un par de ojos, en aquella lejanía no podía vislumbrar sus ojos grises, típicos de Velum, pero sí que lograba verle, aunque aquello no me daba más calma.
Alex yacía en otra posición, esperando al momento oportuno, como le habíamos indicado que hiciera, pero estaba tan expuesto como nosotros, y por supuesto debía estar asustado, no estábamos hablando de cualquier bala, eran pushils.
Para mis adentros maldije aquella situación, de todas las armas que podían usar... ¿por qué demonios esas?
Porque son las peores, y lo saben.
En mucho tiempo no había estado en contra de los pensamientos de mi subconsciente, pero está vez debía contradecirle, yo conocía unas diez veces peores, su daño era incomparable con el de estás, las pushils son letales, pero las otras... Ellas son una historia de terror.
–No queremos hacerles daño –habló de nuevo el custodes Larxon–, solo devuélvannos al hijo del Imperator y entréguense, aún pueden redimirse de sus culpas.
Redimirse mi trasero, no voy a volver a Redalogium.
Volvía a estar de acuerdo con mi subconsciente, y sabía que todos pensábamos lo mismo, no necesitaba oírles para saber que con solo escuchar la palabra «Redención» nuestro humor había cambiado y nuestra decisión se había fortalecido.
Escuchaba de nuevo aquella frase en mi cabeza, todas las mañanas, las medias tardes y las noches, lo primero que oía cada que se asomaba el sol, lo último que oía antes de dormir cuando se me permitía dicho placer. Recordé los castigos cuando eran mal pronunciadas aquellas malditas palabras, las fuertes reprimendas que nunca se borrarían de mi cabeza, igual que aquella frase.
–Es hora –escucho a uno de los míos, a Zen, su tono decidido, tomando la iniciativa.
–¿No deberíamos esperar a la señal de Alex? –susurraba Sonya.
–Ya no hay tiempo –Oliver hablaba, y aunque continuaba enojada con él, le daba razón, no solo porque era cierto que el tiempo se nos estaba acabando, sino porque la sola idea de pensar en Alex corriendo, sin nadie que le cuidase las espaldas, a riesgo de recibir una pushil, esa sola idea me hacía temblar de pavor.
No le dispararán, es el hijo del Imperator.
Cierto, lo era, lo es, pero ¿Y si se confundían? ¿Y si pensaban que se había aliado con nosotros? ¿No sería eso traición? La traición en Redalogium se paga de una forma muy severa, y lo sabía bien.
–Primera carga –susurro Nino.
–¡Primera carga! –exclamó el guardia.
Mierda.
–Demonios, debemos ir –insistía Lina, y podía sentir a todos asintiendo.
El roce de una mano sobre mi antebrazo me conmocionó, no lo suficiente para gritar, conocía aquel tacto sutil, pero si me descolocó por completo, igual que tomarme con aquellos ojos cafés que habían sido mi refugio por noches interminables.
Oliver me miraba fijamente, sin expresar palabra, solo me miraba, sabía que buscaba dentro de mí, y no iba a costarle trabajo encontrar lo que buscaba, aún había rabia, la sentía, pero también estaba la complicidad, el cariño, el respeto mutuo y la confianza, cosas que no se construyen ni se obtienen de un día para otro.
–Del vámonos –habló con una sonrisa en su rostro, estaba nervioso, temblaba de miedo y el sol tenía a sus mejillas coloradas, de igual forma había hecho un esfuerzo por olvidar su enojo u sonreírme, aún en esa situación trataba de hacerme sonreír.
No quería devolverle el gesto, pero mis sentidos me engañaron, aunque me alegro de que lo hicieran, si muriéramos aquí, al menos querría que él recordase esa sonrisa antes de desfallecer.
–¿Este a oeste? –cuestione en señas.
–¡Esa es mi chica! –respondió entre gestos.
Lo sentí, como mi corazón se contrajo, y mi expresión delató a mis sentidos, por supuesto Oliver lo notó, por lo que se disculpó en seguida, pero no soltó mi brazo, camino a mi lado como habíamos cordado, en silencio, de este a oeste.
Podría haber tratado de explicarme, de excusarme de alguna forma, pero no había nada que hacer ni tiempo para ello, había prioridades aquí, entre ellas salir viva, después solucionaría lo que sea que tuviese que solucionar por acá.
Los pasos eran en reversa, dirección norte, pero sin dar la espalda a aquella formación de soldados, lo que hubiese tras nosotros era sin duda alguna menos peligroso que lo que teníamos delante, y se iba a poner peor.
Un segundo estallido se escuchó, el grito, una exclamación que venía como orden a aquel pelotón.
–¡Segunda carga!
No podían hacerlo aún, no había pasado el tiempo, aquello debía ser una advertencia para nosotros, nos tomaba por idiotas. Solo habían pasado tres minutos, tres, eran necesarios seis, desventajas de aquel tipo de arma, pero era mejor así, nos daba tiempo de seguir avanzando.
–General, por allá –alguien chilló y detuvimos el paso al instante.
Otra mano tomo la mía disponible, era Sonya, no supe cómo me alcanzó tan rápido. Sonya sujetada por Nino, mientras Lina sujetaba a Zen por el otro lado. Pensamos que era a nosotros, podrían habernos visto, era nuestra formación, tendríamos que disiparnos y correr, bajo ningún preámbulo podríamos permanecer unidos en esas circunstancias.
Intercambiamos miradas entre todos, viéndonos los unos a los otros, uno por uno, ojos grises, verdes, marrones y azules mirándose entre sí, rogando por que aquella no fuese la última vez que se mirasen, rogando porque todos pasáramos la frontera, rogando por al fin ser libres.
–¡Por todos los santos! –exclamó el custodes Larxon– Es hacía allá.
En un principio no comprendimos que sucedía, pero estábamos sorprendidos, fue hasta que alzamos la vista que nos percatamos del motivo de su ida, y no podíamos estar más agradecidos, y yo solo deseaba decirle: «Alex, lo has hecho bien».