“Querido Diario: son las tres de la mañana y no logro dormir. Pienso y pienso y pienso en todo lo que se viene y me da miedo. ¿Por qué siempre mi mamá y yo lo hemos pasado tan mal? Desde que se fue mi papá las cosas cambiaron para peor. Mi abuela paterna no quiso saber más de nosotras y la mamá de mi mamá... Ni sé lo que pasó con ella. Nos quedamos solas. De vez en cuando, para fechas especiales, recibía regalos de ellas, pero yo ni siquiera los abría, si no querían a mi mamá, no me querían a mí tampoco, y por más que mi mamá no estuviera de acuerdo en eso, yo no transaba.
Pero eso tú ya lo sabes bien.
Ahora tengo que decir otra cosa.
Me quedé sin trabajo.
Y sí, te imaginarás que yo quiero ir y buscar a mi papá para exigirle todo lo que nos debe. Pero ni sé dónde se metió. Mi mamá dice que se fue al sur, que la mujer con la que se fue era de Salamanca, que no vale la pena buscarlo, que a fin de cuentas, él nos dejó la casa.
Pero yo no estoy de acuerdo.
¡Ay, diario! Como me gustaría que fueras un amigo, un verdadero amigo, uno de carne y hueso, que me diera consejo, que me reconfortara o, por último, que me retara por ser tan alharaca. Me siento tan sola que a veces en vez de veintitrés, siento que tengo cien. Y me da rabia. Yo debería estar pololeando, en fiestas, con amigos... Pero no puedo. Nunca hay plata, siempre tengo que trabajar o mi mamá anda enferma.
Y otra cosa.
Hoy vi a un hombre. Tenía unas marcas en la cara, como si se hubiera quemado. Me hizo acordar a Nelson. Pero también me hizo acordar a Miguel, tenía un cierto parecido con él, aunque, claro, no lo vi bien. Pasé una de las vergüenzas de mi vida por quedarme como idiota mirándolo. Debo estar volviéndome loca. Quizás sea porque me siento un poco sola, un poco triste. Eso debe haber sido. No sé si será que los extraño demasiado o que me estoy volviendo loca. Supongo que si fueras persona me dirías que no te extraña, que pensar en Miguel es mi hobby favorito. Pero es verdad, ese hombre, a pesar de no verle bien la cara, tiene un cierto aire parecido a Miguel. Claro que Miguel no tiene marcas en su cara, ¿verdad? Además, ¡está tan lejos! Se fue y nunca más supe ni de él ni de Martina. Y echo tanto de menos a mi amiga.
Bueno, mejor no pienso más. Me voy a acostar, a ver si puedo dormir.
Ya son las cuatro.
Buenas noches”.
Por suerte para mí, al otro día era sábado, así que no me levanté tan temprano. No tenía que ir a trabajar.
―¿Qué le pasa? ―me preguntó mi mamá después del desayuno―. Anda como rara.
―Nada, mami, es que anoche no pude dormir bien.
―¿Y por qué?
―No sé, no tenía sueño, me quedé dormida cerca de las cinco.
―Podría haberse ido a mi pieza.
―No, ya era retarde.
―¿Y cuál es el problema?
―Para la otra.
―Siempre dice lo mismo ―me regañó con cariño y paciencia.
Ya no volvimos a hablar, me preparó un café con leche y unas tostadas.
―¿Vamos a ir a la feria? ―me preguntó después de comer.
―Sí, ¿o no quiere ir?
―No, si yo dormí harto, pero, usted, ¿no está cansada?
Si era franca conmigo misma, no tenía ganas de ir, pero cada sábado subíamos a comprar las verduras para la semana a la feria Juan Pablo II y así nos ahorrábamos de comprar en los almacenes que era mucho más caro y mi mamá no tenía que ir sola a comprar, porque aunque era cerca, no lo era tanto. Así que me armé de valor y nos fuimos. A decir verdad, fue muy entretenido, porque aprovechamos de ir a ver la mini Feria de las Pulgas que se ponía arriba, con muchas cosas de segunda mano, sobre todo, ropa y libros. Decidimos no hacer almuerzo y compramos unas empanadas nada más, aunque al volver a la casa, se me pasó el hambre.
Por la tarde, me puse a lavar ropa y a hacer aseo general mientras mi mamá dormía una siesta, ella insistió en que yo también durmiera, pero estaba segura de que no podría, estaba preocupada y la actividad física impedía que me impacientara más de la cuenta.
A veces me preocupaba mi mamá, había días en que parecía que todos los años se le habían venido encima y otros en los que solo parecía cansada; aun así, cada día parecía más viejita y me daba miedo que un día su corazón no aguantara más y me dejara sola. Ella ya era mayor. Yo nací cuando ella tenía cuarenta y seis años y ahora bordeaba los setenta años, muy trabajados, como había sido toda su vida.
El ruido del tren que pasaba frente a la casa me sacó de mis cavilaciones. Sacudí la cabeza, no quería pensar en eso. Perder a mi mamá no estaba en mis planes.
Antes de que se levantara fui a comprar el pan. Menos mal que ese fin de semana Ale, la dueña del almacén, había abierto, así que solo tenía que cruzar la línea del tren y no tenía que ir más lejos a comprar. No tenía ganas de caminar.
Estaba lleno. Esperaba en la fila cuando lo vi. Al tipo del café. ¿Acaso me estaba siguiendo? Su mirada se encontró con la mía, pero apartó su rostro de mí casi de inmediato. Al primer impulso pensé que no quería que yo lo viera porque me seguía (yo y mi paranoia), pero luego me di cuenta de que al parecer no le gustó verme allí y si eso era así, mala pata para él, ese era mi barrio desde siempre y, ese mi negocio, donde yo iba a comprar casi todos los días.
Una flaca pelirroja le entregó el papelito con el total de la compra para pagar y él no supo qué hacer. Ja. En ese momento quedó demostrado que era mi almacén, ni siquiera sabía cuál era la dinámica ahí. La chica no me miró, en realidad ni me vio, yo solo vi su espalda.
―¿Qué se le ofrece, vecina? ―me preguntó Nicole, la chica que atendía el negocio. Yo me sorprendí, me había olvidado de que estaba ahí para comprar.