Sin darle más vueltas, tomé su cara y me acerqué para besarlo, pero él me rechazó.
―No, Cris, yo quiero besarte, desde que te conozco que lo quiero, pero no será para calmar tu ataque de celos por otro, ni siquiera por mi primo. Vamos ―ordenó.
Se subió a su caballo y, tal como antes, me cogió, me dejó sentada atrás de él y volvimos a la casa en completo silencio.
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Sentada en una de las mesas del Café del Centro observé al hombre que estaba sentado unas mesas más allá, tenía unas marcas de quemaduras en su mejilla izquierda, eso era lo único que podía ver de él. Aquellas cicatrices me hicieron recordar a Nelson, un amigo cuyo rostro quedó desfigurado por salvarme de una muerte horrible; el problema fue que él no soportó vivir así y poco tiempo después se suicidó. Yo hubiese preferido que no me salvara. Nelson era mi mejor amigo. Y por mi culpa se había muerto.
Volví a la realidad en el preciso instante en el que mis ojos se toparon con los ojos de ese hombre que me miraba con tanta fijeza como yo le estaba observando. Aparté la vista de inmediato e intenté concentrarme en mi café. Pocos segundos después, luego de respirar profundo, alcé la vista para disculparme o algo así, pero se había ido. Su mesa estaba vacía, su café a medio tomar y su medialuna a medio comer. Lo había hecho sentir mal. Genial. A todas las culpas de mi vida, había sumado una más. Porque creo que no existe en el mundo mujer más culposa que yo.
Me fui a la oficina sin mucho ánimo. No podía dejar de trabajar aunque no me gustara ese trabajo; mi mamá y yo éramos solas y necesitábamos ese dinero. No ganaba mucho, pero nos alcanzaba para vivir relativamente bien.
Nada más entrar, me avisaron que mi jefe me esperaba en la oficina. ¡Viejo idiota! Él siempre estaba acosándome de una forma solapada, aunque el día anterior había sido más explícito y me dijo que, o me acostaba con él, o me despediría. Pues bien, cuento corto, en cuanto entré en su oficina, me despidió.
―Es porque no quise acostarme con usted, ¿cierto? ―increpé.
―¿Qué crees?
―Que si es así, tendría todo el derecho a demandarlo.
―Pues no, señorita Muñoz, esto es por reducción de personal.
―¿Reducción de personal? ¿Cuántas personas nos vamos de esta empresa?
―Solo tú ―respondió en tono burlesco.
Reí con amargura.
―Usted es un cerdo ―murmuré.
―No me insultes, puedes terminar muy mal.
―Agradezca que no voy a hacer un escándalo, porque si yo dijera de sus acosos, el que terminaría muy mal sería usted. Así que no me amenace.
―No hay que hacer un escándalo, se te pagará todo lo que corresponde y más. Ya está todo listo con Rosita.
―Bien, voy a Recursos Humanos a firmar mi finiquito.
―De todos modos, sabes que podría haber una solución, ¿no? ―preguntó antes de que yo saliera.
―¿Acostarme con usted? No, gracias ―respondí y salí con las piernas como gelatina.
Siquiera fuera atractivo, pero era un hombre viejo, panzón y asqueroso.
De la notaría salimos casi a las diez de la mañana. Rosita, la encargada de Recursos Humanos, se despidió de mí con mucha emoción y quedamos en juntarnos la semana siguiente para festejar su cumpleaños, como habíamos acordado días atrás.
Crucé de nuevo al café, necesitaba relajarme. El día había partido bastante mal.
Al llegar, lo vi de nuevo. Al hombre de las marcas. Me senté en una mesa de espaldas a él. No pasaría de nuevo la vergüenza de quedarme pegada mirándolo, recordando mi pasado. Un pasado que quisiera olvidar.
Me llegó mi café y, con lo nerviosa que estaba, lo di vuelta y me mojé el pantalón. Por suerte no estaba tan caliente, aunque sí sentí el calor a través de la tela. Luis, el chico que me atendió, llegó de inmediato a ayudarme. Me ofreció papel secante de cocina, me preguntó si estaba bien, a decir verdad, se veía bastante preocupado.
―¿Está segura de que está bien? ―preguntó por enésima vez.
―Sí, sí, dame la cuenta, por favor.
―No se preocupe.
De todos modos, le entregué el costo del café y me fui. Sentía mi cara roja por la vergüenza.
Caminé por calle Latorre hacia el sur, iría a la Avenida Brasil. Necesitaba relajarme y pensar en lo que haría después de aquel día. Decirle a mi mamá que había quedado desempleada no era una opción.
En Orella iba a cruzar la calle y, mientras esperaba el verde del semáforo, un automóvil se detuvo ante mí y tocó la bocina.
―¿Quieres que te lleve a tu casa? ―me preguntó el hombre de la cafetería a través de la ventanilla.
―No, gracias, no se preocupe ―respondí un poco brusca, de lo que me arrepentí en el momento.
―¿De verdad? ―insistió.
―De verdad, todo está bien.
Miré mi reloj, si iba a mentirle a mi mamá de lo de mi trabajo, entonces no podía llegar tan temprano, aunque tampoco me agradaba la idea de quedarme con el pantalón manchado todo el día.
El hombre aceleró el auto y se fue. Así, sin más. Por una parte me sentí aliviada, pero por otro lado me sentí mal, pensé que quizás había sido demasiado maleducada con él. Lo dejé pasar. No era el momento para pensar en él.
Crucé y seguí caminando rumbo a la Avenida Brasil. Allí descansaría un rato y pensaría en qué hacer.
Como cualquier día de semana, el lugar estaba casi vacío, salvo algunos jóvenes que habían hecho la cimarra, eran pocos, así que eso me tranquilizó. Me senté en una banca y allí me quedé mucho rato, pensando en todo y haciendo nada.
Caminé otro rato hasta llegar al Balneario. Allí me tiré a la arena y me quedé otro rato. No sabía qué pensar, no sabía qué hacer.
Busqué en mi celular alguna oferta de trabajo, había algunas, pero la más llamativa era uno fuera de la ciudad.
"Dueño de fundo de la octava región necesita secretaria, sueldo conversable, se ofrece comida y alojamiento. Trabajo serio. Se requiere responsabilidad y compromiso".
"¿Cómo será vivir en el campo?", me pregunté. Sin embargo, lo deseché de inmediato, no podría dejar a mi mamá sola en la ciudad mientras yo me iba a trabajar al campo.
Después de todo lo que recorrí, recién eran las doce y media, así que decidí irme a la casa. Por supuesto, al llegar, mi mamá se sorprendió, yo le expliqué que me había devuelto por lo del pantalón. No me gustaba mentirle a ella, aunque tampoco quería que se preocupara innecesariamente.
Vivíamos las dos solas. Mi papá se había ido con otra mujer cuando yo tenía siete años y desde entonces no lo habíamos vuelto a ver. Mi mamá comenzó a lavar ropa ajena, hacía planchados, aseo por horas, para mantenernos. Estudié secretariado en un liceo técnico y comencé poco después a trabajar en diversos lugares. No hacía mucho que había encontrado ese en el que me acababan de despedir.
Por la tarde salí; necesitaba encontrar trabajo pronto. Con lo que me habían pagado, supliría el mes siguiente, sin embargo, después de eso, si no encontraba trabajo, no sabría qué hacer.
En el centro comercial dejé algunos currículums, no me importaba el tipo de trabajo que tendría que hacer, lo único que me importaba era que no quería que mi mamá volviera a trabajar lavando ropa ajena.
Me senté en una banca en las terrazas del centro comercial mirando hacia el mar; faltaban diez días para fin de mes y necesitaba encontrar trabajo antes de esa fecha, para que, al mes siguiente, pudiera tener un sueldo completo.
Mi mente daba vueltas en todas las posibilidades habidas y por haber a la situación que estaba viviendo. A ratos pensaba que me estaba ahogando en un vaso de agua, en otros que la situación era catastrófica y que nos moriríamos de hambre con mi mamá, y en todas las posibilidades intermedias.
Al cabo de un rato me dio frío y las nubes negras que creía vendrían sobre nosotras, se hicieron más reales en el cielo.
Me levanté con brusquedad y al girar para ir hacia la puerta, choqué con un hombre que me abrazó por la cintura.
―Disculpe ―dije por inercia, me iba a apartar, pero él no me soltó; lo miré, el tipo me miraba con ganas―. Suélteme.
―Pero no te vayas todavía, ¿estás bien, preciosa?
―Suélteme.
―Hey, no seas arisca.
Lo pisé y el tipo me soltó.
―Imbécil ―farfullé y me fui apurada al interior del edificio, procurando no volver a chocar con nadie.
Era definitivo, ese día no debí levantarme.